martes, 11 de abril de 2006

Mentiras reales

Desde la consagración de Borges y la difusión de la estética posmoderna, los literatos se han afanado en explicarnos el verdadero estatuto de la ficción y la alteración que ha sufrido la relación entre la anécdota y la narración en sí. Lástima que, por lo común, la habilidad narrativa tiene poco que ver con la claridad teórica, y el novelista de éxito, dejándose llevar por criterios estéticos y alguna confusión conceptual, suele hacerse (y hacer a sus lectores) un lío con las palabras. Ahí tienen ustedes al bueno de Vargas Llosa, que ha llenado cientos de páginas con el mérito de confundir términos tales como «verdad» con «certeza» y «realidad» y, por lo tanto «mentira» con «falsedad» y «ficción». Creo que nada supera a un diccionario para acabar de una vez por todas con estas aburridas construcciones pseudoteóricas.

Para apreciar verdaderamente a Borges, más que fabricarle una teoría, hay que afirmarse bien en el simple sentido común. Es entonces cuando vivimos la conmoción de sus relatos, el delicado juego entre lo real y lo ficticio. Un caso: un teólogo se aplica en el estudio de la relación entre Jesucristo y Judas, y a lo largo de su vida llega a tres conclusiones sucesivas; según la primera, Judas se sacrifica para que la redención obrada por el sacrificio de Jesús tenga un opuesto perfecto y se siga cumpliendo la economía trascendente del universo [nota pedante: a Borges le gusta tanto esta lógica de los opuestos que la usa bellamente en El inmortal y en Deutsches Requiem; y, a mi juicio, también se sirve de ella para su propia biografía, cuando sacrifica su premio Nobel al infamarse en compañía de Pinochet y Videla]; según la segunda, Judas es el perfecto asceta que, más allá de la simple y fácil renuncia al placer mundano, efectúa una abdicación radical, la renuncia a la bondad; por último, según la tercera, la más abracadabrante, Dios no se encarnó en Jesús, sino en Judas para hacer más perfecta la identificación con el hombre, pecador al fin. Bueno, pues esto tan mal resumido es Tres versiones de Judas, que ustedes pueden leer en Ficciones. La verdadera ficción es la existencia del enloquecido teólogo Nils Runeberg; lo hermoso es saber que cualquiera de esas tres versiones es perfectamente plausible en el ámbito de la disquisición pura y dura; leemos un cabal extracto de la doctrina contenida en las tres —ficticias— obras de Runeberg y no tenemos ninguna razón para dejar de considerarla digna de aprecio. Runeberg es ficticio; sus tres versiones de Judas, en cambio, son especulación, con el mismo estatuto de realidad que gozan la obra de Kant o la cosmología de Platón.

No pretendo agotar la elegante obra de Borges en un párrafo tan pedestre como el anterior; sí quiero explicar que no se le puede apreciar atendiendo a la mayoría de sus exegetas.
Qué bruto soy, ya me fui por las ramas. Bueno, lo que antecede viene a cuento del artículo que hoy firma en El País Félix de Azúa, Cuando lo real no vale un real, en el que se soba una vez más el asunto de la relación entre realidad y ficción, tomando como casos paradigmáticos Tom Wolfe (como creador del nuevo periodismo y exponente de la novela «documentada» con pretensiones de descripción social de una época) o Javier Cercas (posmoderno de pro que alía periodismo, historiografía y literatura). Azúa tiene razón en varios argumentos y se equivoca en otros. Veamos:

«El novelista actual (…) tiene dudas sobre la pertinencia de una realidad literaria soberana. [Eduardo] Mendoza lo dice con claridad: la novela tiene que establecer un contrato con la realidad periodística o histórica»

No veo por qué ha de ser así. La novela es un género que lo admite todo. Ignoro en qué consisten las dudas aludidas del novelista. El lector abajofirmante no tiene ninguna, ni ningún prejuicio al respecto.

«Para nuestra sociedad, que es la que decide lo que lee como real y lo que rechaza como ficticio, no hay apenas diferencia entre la realidad literaria, la periodística y la histórica. En cada caso, sólo la intervención de los jueces (pleitos por calumnias) y de los científicos (denuncias de fraude) puede cambiar el signo de la realidad descrita»

Sospecho que en esta cita se encierran, por lo menos, una generalización indebida (¿«nuestra sociedad» es «la que decide»?) y una petición de principio (¿dónde encuentra esa falta de criterio social?). No creo que nuestro concepto de la ficción, la mentira y el error haya cambiado sustancialmente para volver «al siglo XII, cuando no había diferencia ninguna entre lo real y lo ficticio». Precisamente, la aparición de un periodismo que se sirve de técnicas tradicionalmente usadas en la ficción, o la aparición de crónicas escritas con la ambición y los resultados de la mejor novela (caso de A sangre fría) nos indica que, por el momento, gozamos de buena salud mental y distinguimos entre el mundo real y nuestras voces interiores.

Sí estoy de acuerdo en que nuestro sometimiento a los regulares y masivos bombardeos de esas peculiares células narrativas que son los anuncios pueda erosionar «nuestra capacidad para separar lo real de lo ficticio»; no obstante, dudo que esa erosión se generalice a todos los mensajes que nos llegan desde el exterior. La verdad, el éxito de los publicitarios es el hacernos pasar por reales sus ficciones. Un indicio esperanzador es que la historia de la publicidad moderna es la de una huida permanente, buscando nuevas y cada vez más sofisticadas formas de propaganda que pueda confundirse con información fiable: ahí tienen ustedes los Cronosalud que, bajo un leve disfraz informativo, pretenden vendernos las ventajas de cierta leche con aditivos; mientras tanto, los anuncios tradicionales efectúan su propia escapada para parecer cualquier cosa menos publicidad, llegando a los extremos ridículamente esnobs del ¿Te gusta conducir? y otras pamplinas por el estilo, perpetradas para epatar a los neoingenuos que (allá ellos) han descubierto en los spots una de las bellas artes.

«El chip [de la publicidad y propaganda] exige que nuestras ficciones parezcan reales y que nuestras realidades parezcan ficticias, lo que ha ampliado enormemente el campo de lo ficticio»

La exigencia de que las ficciones nos parezcan reales no me parece nueva, por cuanto el éxito de una ficción es, para empezar, el de conseguir la verosimilitud. A este respecto, no hay que dejarse engañar por la calidad del propio engaño; ahora existen más medios que nunca para que un mensaje parezca real (proyecciones en tres dimensiones; asientos móviles en atracciones y tantas otras cosas), pero, más que suponer un peligro para nuestro sentido de la realidad, provoca en el espectador acostumbrado a las ficciones una crecida sospecha respecto de la autenticidad de una imagen (escribo «imagen» en el más amplio sentido) que es puesta en entredicho desde su inicio. La confusión inversa, «que nuestras realidades parezcan ficticias» es más bien producto de una de las características morales de nuestra cultura: la amplificación patológica de la conciencia del sí mismo. Pero esto cala más hondo, y es para cuando tenga ganas de hacer un post verdaderamente profundo.
Del artículo de Azúa, que pese a todo me parece muy interesante, destaco este escéptico dardo:

«(…) Esto no quiere decir que no subsistan escritores que se atengan a lo propiamente literario (Ferrer Lerín), periodistas que traten de ser objetivos (Kapuzinsky) o historiadores respetuosos con la objetividad (ni idea)»

Y esta sana delimitación conceptual:

«Evidentemente, por “publicidad” hay que entender, además de la que sirve para obligar a la gente a gastar su dinero en lo que convenga a las grandes compañías, aquella otra que ordena tener por real la información que beneficia a las autoridades, como ese Consejo Audiovisual que los políticos catalanes han impuesto a sus dóciles periodistas»

Por favor, querido Félix, cuídate, que haces mucha falta.

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