jueves, 25 de mayo de 2006

Culpas y posibilidades de la izquierda

Las dos o tres personas que leéis este blog os habréis dado cuenta de que, teniéndome a mí mismo por alguien de izquierdas, habitualmente estoy más inclinado a criticar a mis presuntos correligionarios que a la derecha, el conservadurismo o como lo queráis llamar. Si echo la vista atrás hacia los posts que llevo publicados, inéditos o censurados (como bien haces notar, Fale), soy yo el primer sorprendido; creo que merece la pena que me pregunte el porqué de este hipercriticismo hacia quienes son, se supone, mis compañeros de viaje. Como, naturalmente, no creo que las causas estén en mí sino en los demás, trataré de resumir en estos prescindibles párrafos aquellos vicios, errores y actitudes que me parecen censurables en la corriente fundamental de la izquierda hoy en día: estáis avisados, y excuso decir que podéis pasar de todo y no leerlo. A mí, desde luego, me servirá para aclararme un poco.

Me extraña, por ejemplo que el simpatizante de izquierdas se encuentre tan cómodo con su etiqueta ideológica. La definición progresista se ha usado, sobado y malgastado a cargo de los políticos, quienes decidieron convertirla en el salvoconducto que les pusiera a salvo de la crítica de los oponentes. Qué acierto, y qué éxito; pronto se percataron de que ante la mención de tal palabra, cualquier justificación ulterior sobraba. La categorización ahorra esfuerzos, no exige reflexiones y desplaza la responsabilidad desde uno mismo hacia los partidos; pero resulta inaceptable cuando surte efectos como el siguiente: en una entrevista radiofónica a Magdalena Álvarez, Ministra de Fomento de escasas luces retóricas, se planteaba el desarrollo de las infraestructuras en su vertiente ideológica (que, efectivamente, la tiene), intentando deslindarla del simple sectarismo. La respuesta de la ministra me dejó estupefacto: «¡Los sectarios eran los de antes!». Se refería al PP, como si la simple expresión del enunciado lo convirtiera en una verdad indiscutible. Siempre me parecerá censurable esta complacencia en la propia marca, a modo de un estímulo condicionado pavloviano, según un automatismo que procura la equivalencia entre «progresista» y «justo y bueno». De manera que, tomando un ejemplo más serio, la aplicación de una medida cualquiera, pongamos la discutible ley contra la violencia de género, eludirá un debate serio sobre su conveniencia, la oportunidad de la aplicación o su posible naturaleza discriminatoria para ser precipitadamente aplicada en virtud de su declarado progresismo, reforzado por la intensa campaña de prensa a la que nos han sometido durante los últimos años.

Creo que aquí se oculta una confusión entre el cómo y el para qué. Si no estamos poseídos por el mal del totalitarismo, o si no abusamos de esa descortesía que es el juicio de intenciones, tendremos que convenir en que todas las opciones ideológicas y políticas están llevadas del impulso de hacer una vida mejor y más justa para todos los ciudadanos. Los izquierdistas perezosos creen que la ideología no progresista alberga la intención de mantener un statu quo injusto, un capitalismo cruel o la permanencia en el poder de una casta, o qué sé yo; la consiguiente reacción es la de respaldar todo aquello que suene a socialista, aunque no se sepa por qué. Me explico: lo que diferencia a las distintas opciones ideológicas, más que las intenciones, son los medios propuestos para lograrlas; todos, pequeños eudemonistas, queremos la felicidad, pero pocos están de acuerdo en la receta para alcanzarla. La discusión se refiere a los medios: en su eficacia, en la previsión de todos sus efectos —incluidos los no deseados—, etcétera. Se puede entender que una medida sea juzgada en virtud de su adecuación con el proyecto de progreso, no que se valide automáticamente porque proceda de un gobierno más o menos de izquierdas. Proceder de esta manera es francamente económico para el intelecto, pero también es, ni más ni menos, poner el carro delante de los bueyes.

El ejemplo más a mano con el que cuento para explicarme es el de la connivencia más o menos manifiesta entre la izquierda y el nacionalismo. Ha bastado que se hayan constituido partidos nacionalistas nominalmente izquierdistas para que todos hayan validado su progresismo sin mayores preguntas. Recientemente, Enrique Gil Calvo tenía que recordar en El País lo obvio: que el credo nacionalista siempre se da de bofetadas con proyectos políticos emancipadores y de progreso, y que el desarrollo autonómico recientemente pactado entre el PSOE y los nacionalismos identitarios (e incluso, por qué no reconocerlos como tales, etnicistas) era un paso en la dirección contraria a la de un gobierno cabalmente socialista. Pero bueno, acabo de hablar del pacto cuando lo que padecemos es, sobre todo, el simple tacticismo por parte de Zapatero…
Siguiendo con la distinción entre fines y medios, es preciso no olvidar los problemas de la izquierda con el individualismo. Porque a cada momento que pasa, más me sorprendo de que los ciudadanos progresistas se esfuercen en no ser ellos mismos para afrontar la realidad en función de los intereses de colectivos de pertenencia; prefieren ser hombres o mujeres, blancos o negros, catalanes, vascos, gallegos o madrileños (nunca, ni siquiera en momentos de descuido, españoles), jóvenes o viejos, carne o pescado… No se dan cuenta de que la emancipación tiene como único fin aquello que no debe ser tenido nunca como un accidente ni un medio: el individuo. Para la izquierda, las medidas a adoptar se tomarán en el ámbito social, económico y político; y el resultado debería ser la constitución de ciudadanos enteros y verdaderos, sin otros criterios de identidad que los que atañen a ellos mismos, sin que se aventuren a inscribirse en identidades colectivas accidentales, prestadas o simplemente míticas. Esta cesión de la propia identidad, esta falta de voluntad de pensar por uno mismo y esta invitación a interpretar la realidad siempre con términos espurios me parece una enfermedad que ataca a lo más fundamental del liberalismo y que, de paso, constituye el más auténtico y reprochable de los conservadurismos.
Ayer mismo, vi en mi ciudad una concentración de más o menos una docena de mujeres, sin duda progresistas, ante una pancarta que rezaba: "mujeres contra la guerra". Apreté el paso para quitarme de encima semejante visión de un grupo de personas que incluían en una misma definición una característica involuntaria e irrenunciable y por lo tanto trivial de puro evidente (el sexo) y un compromiso ideológico, supuestamente el que podría interesarnos (su oposición a la guerra), como si uno y otro fueran parejos o se alimentasen mutuamente. Lo mismo que la recepción que se hizo a Michele Bachelet en la Moncloa, reservada a mujeres, que no creo que se repita para una presidenta «de derechas» como lo es Angela Merkel. Al tiempo.

Pertenezco a una generación que se siente perfectamente ajena a las culpas de quienes consintieron o disculparon el estalinismo mientras hostigaban acerbamente el imperialismo yanqui; hoy en día tales alternativas son ridículas. Sin embargo, los vicios de pensamiento son parecidos. Basta con que se constituyan dos bandos para que el doble lenguaje que impregna en su peor vertiente el discurso de los políticos profesionales se extienda a los ciudadanos comunes: nos importará poco si «los nuestros» tienen razón; se trata de no consentir que nos afeen el discurso, caiga quien caiga. Y el problema está en el pobrecillo quien que a menudo es la víctima de esa deriva según la cual es más importante la causa defendida que los presuntos beneficiarios de la misma: él será el prescindible, cómo no, por el bien del progreso.

Un izquierdismo escarmentado y cuyo objetivo sea verdaderamente liberador seguirá los ideales de la ilustración, si bien descartando en todo momento la tentación de pensar que la razón está por encima del individuo. No ignorará, en el terreno ideológico, que el sistema económico liberal contribuye hasta cierto punto a una distribución más eficaz de la riqueza que los sistemas de planificación conocidos hasta ahora. Abogará resueltamente por un sistema de impuestos que permita a las administraciones disponer de la parte de la riqueza necesaria para cumplir con los fines verdaderamente igualitarios —es decir, para poner las condiciones para conformar verdaderos ciudadanos—. Se dará perfecta cuenta de que los seres humanos optan, en virtud de su naturaleza plural, por una pluralidad de opiniones, y convencerá de sus razones sin despreciar a los demás, porque sabrá que, al contrario que los hombres, los argumentos nunca son respetables. Sabrá que, para constituir ciudadanos más libres y responsables, los seres humanos deberán disfrutar de un bagaje educativo suficiente, tener garantizada la atención de su salud y la asistencia de las instituciones públicas ante las crisis personales, y disponer de un monto proporcionado de tiempo a su entera disposición. Defenderá con toda energía la libertad de expresión para sí mismo y para los demás, aun en los casos que le resulten más antipáticos e incluso contrarios a los términos de la convivencia actual. Invitará a los ciudadanos a que no cejen en su propósito de ser ellos mismos y a que dejen de interrogarse malsanamente acerca de su clase, creencia, sexo, etnia, nacionalidad o lo que sea. Entenderá que la igualdad entre los ciudadanos es la igualdad ante la ley y la igualdad de oportunidades para las personas, no para los colectivos cuya exigencia de uniformidad erosiona la base de una ciudadanía libre, es decir responsable. Creerá, sin complejos, que sus normas de convivencia pueden valer para todos, y por ello procurará extender universalmente sus razones y su modo de vida sin recurrir a la coacción ni a la arrogancia. La razón es el instrumento y el individuo es el fin. En resumen, es preferible ser liberal y racional a izquierdista, aunque no hay por qué renunciar a nada, abdicación que sí practican muchos de «los míos» para provocar todas mis fraternales críticas.

He dicho.

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