El Tratado sobre la tolerancia con motivo de la muerte de Jean Calas, de Voltaire, ha perdido la frescura que hubo de tener en su época. Se concentra en criticar un caso especial de intolerancia, la religiosa, apenas presente ya en nuestra querida Europa o a la que, si existe, ya no se le presta importancia; para nuestra lástima, Voltaire no podía prever el auge del nacionalismo moderno ni del posmoderno, último lujo ideológico de las sociedades sobrealimentadas. El Tratado abusa de los argumentos de autoridad y de las prudentes componendas coyunturales que hubo de asumir al redactarlo, lo cual contribuyó a convertirlo en un texto muy eficaz en su momento (no olvidemos que tenía el doble propósito de promover tanto la tolerancia religiosa como la rehabilitación de la familia Calas, injustamente condenada en virtud de su calvinismo por el asesinato —aunque según parece se trató de un suicidio— de uno de sus miembros), pero que el lector actual padece como debilidades argumentativas; qué le vamos a hacer si todas las obras son hijas de su tiempo.
Rasgo curioso y ameno, Voltaire se sirve no sólo de argumentos racionales e históricos para defender su causa, sino también de dos breves apólogos. Ambos son excelentes, así que los resumo y entro al lío:
En el primero de ellos, el Diálogo entre un moribundo y un hombre de buena salud (capítulo xvi), éste último, fanático católico, va a visitar a un calvinista agonizante para ofrecerle un trato en apariencia ventajoso: si el moribundo reniega de sus creencias y abraza los dogmas católicos, será enterrado en el cementerio y no arrojado al vertedero; su herencia no será despojada por la Iglesia y sus hijos podrán disfrutarla; su mujer no se verá privada de su dote. El moribundo emplea sus limitadas fuerzas para resistirse a semejante coacción: ¡si obedeciera, estaría cometiendo perjurio! La respuesta del fanático es interesantísima:
«—Muere como hipócrita; la hipocresía es algo bueno; es como dicen, un homenaje que el vicio rinde a la virtud. ¿Qué cuesta un poco de hipocresía, amigo mío?»
El calvinista afirma que por palabras como ésas uno acaba respondiendo ante Dios. Le suplica que, si de veras cree, sea caritativo con él y con sus deudos. El católico insiste, ordena, se enfada. ¿Por qué? Al fin lo descubrimos: si consigue el arrepentimiento del hereje, obtendrá una canonjía.
Por último, la muerte llega como era de esperar y el antipático proselitista, chasqueado por la resistencia hasta el final de su oponente, decide imitar la letra del finado para pergeñar un falso arrepentimiento.
El uso de la hipocresía que el fanático propone mediante la amenaza de ruina para la familia del pobre moribundo ofrece alguna garantía en la esfera terrenal, pero asegura la perdición una vez cuando llegue la hora; hay un evidente juicio de valor favorable a la conservación de las propias convicciones. Así, la hipocresía es el vicio de quien no se cuida de la salvación espiritual y sólo asegura el bienestar temporal, mintiendo a quienes detentan el poder. La tolerancia demostrada por el moribundo es pasiva, la de las víctimas y las minorías deseosas de no tener que padecer agravios por sus creencias, y se enfrenta a la activísima intolerancia del católico integrante de la mayoría; porque la intolerancia se expresa siempre como una relación de poder que obliga a asumir «hipócritamente» normas arbitrarias para ganarse una tranquilidad exclusivamente personal, temporal y terrenal, a pesar de la condena eterna o, lo que más nos importa, a costa de la fidelidad a unos valores benignos. A Voltaire no le importa que uno sea católico y otro calvinista; no ignoraba las hogueras prendidas por Calvino y sus discípulos en la apacible Ginebra donde estaba escribiendo su defensa de los Calas… Cuando, en el curso de la argumentación, el fanático recuerda la máxima 218 de La Rochefoucauld ("L'hypocrisie est un hommage que le vice rend à la vertu"), la convierte en un sofisma: la hipocresía no es en este caso, no tiene nada que ver con la virtud.
El segundo apólogo, la Relación de una disputa de controversia en China (capítulo xix), usa del procedimiento ilustrado de enfrentar nuestras costumbres y creencias a un observador extraño y, por lo tanto, más apto para desconcertarse y resaltar así nuestros defectos convirtiéndolos en incomprensibles (*). Un mandarín de Cantón media en una disputa entre un jesuita, un limosnero de la compañía danesa y un capitán de Batavia. Cómo no, la discusión es religiosa. Los tres pretenden convencerse unos a otros de sus respectivas doctrinas, cada una de ellas amparadas por la autoridad de dispares concilios o asambleas. El mandarín escucha con toda paciencia las razones de los tres sin entender gran cosa, de manera que los despide con esta reconvención:
«—Si queréis que aquí se tolere vuestra doctrina, empezad por no ser ni intolerantes ni intolerables»
Los tres, corridos, abandonan la audiencia. Pero el jesuita (Voltaire no podía ni ver a la milicia ignaciana que le educó) se encuentra con un monje dominico con quien recae en el prurito de discutir sobre dogmas; ambos acaban por llegar a las manos. El mandarín, enterado de esto, los encierra en una misma prisión. ¿Hasta cuándo?, le preguntan. Si hay que esperar a que se pongan de acuerdo o a que se perdonen mutuamente, habrán de pudrirse en la cárcel toda su vida. La respuesta del mandarín es memorable:
«—Bueno, entonces hasta que finjan perdonarse»
Otro caso de hipocresía, ahora incitada por el paternal mandarín; si los dos litigantes no pueden ponerse de acuerdo ni otorgarse mutuo perdón, tienen que simularlo. Así se evitarán futuras violencias. El perdón mutuo, aun insincero, cobra el carácter de un contrato formal al cual atenerse en adelante. Pero, al contrario que en el caso anterior, todo son ventajas: evitan la violencia; no caen en contradicción con las propias convicciones, con lo cual no se compromete la salvación espiritual; no existe la coacción entre ellos, ni de la autoridad ni de la mayoría que tiende a imponer su fuerza. Bueno, sí hay coerción: la efectuada por el mandarín ante la violencia, cuando trata al jesuita y al dominico con toda lógica como si fueran niños, encerrándolos hasta que hagan sus deberes. La hipocresía es otro tipo de mentira que no atañe a las propias creencias, sino al dominio sobre el efecto que nos producen las de los demás, ya sea este desacuerdo, repugnancia o indignación. Eso sí, existe una condición para que esto se cumpla: el poder político ha de comprometerse en la causa de la tolerancia religiosa, sin tomar partido por unos dogmas u otros.
El objetivo de un comportamiento hipócrita, ahora sí, corresponde a lo indicado por el moralista La Rochefoucauld: una convivencia en paz para la comunidad, evitando cualquier perjuicio para uno mismo y para los demás, en este mundo como en el futuro. En el fondo, supone el reconocimiento de una personalidad distinta en el otro, y por lo tanto de la humanidad del prójimo. Por algo se empieza.
La lección que podemos sacar entre las líneas podría resumirse así: la tolerancia es un hábito no meramente pasivo; exige un compromiso y un reconocimiento activo hacia los demás.
Hace años vi en televisión un documental sobre Jean Renoir, tal vez el cineasta que mejor ha retratado la alegría. En él se entrevistaba al director, ya en su bonachona vejez. Como pretexto para hablar de algo, usaban un libro con láminas que ilustraban algunos vicios humanos. En una de ellas figuraba la hipocresía. Renoir se apresuró a decir: «Ah, la hipocresía, qué buen pecado. Si no fuera por ella estaríamos a golpes todos los días». El diccionario de la RAE la define como el «fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan»; cautamente, no existe en la definición una referencia a las intenciones buscadas por la mentira, y que son sin embargo de interés capital para juzgar su valor.
Una nota
(*) Me llama la atención la falta de perspectiva histórica de algunas insignes inteligencias. En un reciente artículo de Juan Goytisolo (Voltaire y el Islam), se agarra por los pelos una razonable petición de algunos espíritus libres escapados del rigorismo musulmán («¡necesitamos un Voltaire islámico!») para instruirnos doctamente acerca de la supuesta admiración por tal cultura del autor del Poema sobre el desastre de Lisboa y de Mahoma o el fanatismo. Los ejemplos aducidos no podían ser peores: el Zadig, la Historia de los viajes de Escarmentado, algunos pasajes del Cándido. Los relatos de Voltaire son, casi sin excepción, apólogos que muy a menudo recurren a la mirada ingenua hacia nuestro mundo «con otros ojos». Su querencia por personajes y motivos exóticos es más que nada un rasgo de «orientalismo», lo que nos sugiere que la alabanza del Islam no era precisamente la intención primaria de su autor; intenciones que, no obstante, nuestro preclaro novelista sí distingue. No entender esto es como suponer que en Micromegas Voltaire defiende solemnemente la superioridad moral de los pueblos extraterrestres, o que la historieta aquí glosada tiene como central propósito encarecer la sabiduría de los mandarines cantoneses (si bien hay que reconocer que, a partir de su descubrimiento de las máximas de Confucio, admiró la cultura china).
La islamofobia es repugnante; pero la islamofilia es una actitud boba que nos conduce a asombrosos equívocos, como los que pudimos advertir con ocasión de las protestas violentas que siguieron a la publicación de ciertas caricaturas.
Rasgo curioso y ameno, Voltaire se sirve no sólo de argumentos racionales e históricos para defender su causa, sino también de dos breves apólogos. Ambos son excelentes, así que los resumo y entro al lío:
En el primero de ellos, el Diálogo entre un moribundo y un hombre de buena salud (capítulo xvi), éste último, fanático católico, va a visitar a un calvinista agonizante para ofrecerle un trato en apariencia ventajoso: si el moribundo reniega de sus creencias y abraza los dogmas católicos, será enterrado en el cementerio y no arrojado al vertedero; su herencia no será despojada por la Iglesia y sus hijos podrán disfrutarla; su mujer no se verá privada de su dote. El moribundo emplea sus limitadas fuerzas para resistirse a semejante coacción: ¡si obedeciera, estaría cometiendo perjurio! La respuesta del fanático es interesantísima:
«—Muere como hipócrita; la hipocresía es algo bueno; es como dicen, un homenaje que el vicio rinde a la virtud. ¿Qué cuesta un poco de hipocresía, amigo mío?»
El calvinista afirma que por palabras como ésas uno acaba respondiendo ante Dios. Le suplica que, si de veras cree, sea caritativo con él y con sus deudos. El católico insiste, ordena, se enfada. ¿Por qué? Al fin lo descubrimos: si consigue el arrepentimiento del hereje, obtendrá una canonjía.
Por último, la muerte llega como era de esperar y el antipático proselitista, chasqueado por la resistencia hasta el final de su oponente, decide imitar la letra del finado para pergeñar un falso arrepentimiento.
El uso de la hipocresía que el fanático propone mediante la amenaza de ruina para la familia del pobre moribundo ofrece alguna garantía en la esfera terrenal, pero asegura la perdición una vez cuando llegue la hora; hay un evidente juicio de valor favorable a la conservación de las propias convicciones. Así, la hipocresía es el vicio de quien no se cuida de la salvación espiritual y sólo asegura el bienestar temporal, mintiendo a quienes detentan el poder. La tolerancia demostrada por el moribundo es pasiva, la de las víctimas y las minorías deseosas de no tener que padecer agravios por sus creencias, y se enfrenta a la activísima intolerancia del católico integrante de la mayoría; porque la intolerancia se expresa siempre como una relación de poder que obliga a asumir «hipócritamente» normas arbitrarias para ganarse una tranquilidad exclusivamente personal, temporal y terrenal, a pesar de la condena eterna o, lo que más nos importa, a costa de la fidelidad a unos valores benignos. A Voltaire no le importa que uno sea católico y otro calvinista; no ignoraba las hogueras prendidas por Calvino y sus discípulos en la apacible Ginebra donde estaba escribiendo su defensa de los Calas… Cuando, en el curso de la argumentación, el fanático recuerda la máxima 218 de La Rochefoucauld ("L'hypocrisie est un hommage que le vice rend à la vertu"), la convierte en un sofisma: la hipocresía no es en este caso, no tiene nada que ver con la virtud.
El segundo apólogo, la Relación de una disputa de controversia en China (capítulo xix), usa del procedimiento ilustrado de enfrentar nuestras costumbres y creencias a un observador extraño y, por lo tanto, más apto para desconcertarse y resaltar así nuestros defectos convirtiéndolos en incomprensibles (*). Un mandarín de Cantón media en una disputa entre un jesuita, un limosnero de la compañía danesa y un capitán de Batavia. Cómo no, la discusión es religiosa. Los tres pretenden convencerse unos a otros de sus respectivas doctrinas, cada una de ellas amparadas por la autoridad de dispares concilios o asambleas. El mandarín escucha con toda paciencia las razones de los tres sin entender gran cosa, de manera que los despide con esta reconvención:
«—Si queréis que aquí se tolere vuestra doctrina, empezad por no ser ni intolerantes ni intolerables»
Los tres, corridos, abandonan la audiencia. Pero el jesuita (Voltaire no podía ni ver a la milicia ignaciana que le educó) se encuentra con un monje dominico con quien recae en el prurito de discutir sobre dogmas; ambos acaban por llegar a las manos. El mandarín, enterado de esto, los encierra en una misma prisión. ¿Hasta cuándo?, le preguntan. Si hay que esperar a que se pongan de acuerdo o a que se perdonen mutuamente, habrán de pudrirse en la cárcel toda su vida. La respuesta del mandarín es memorable:
«—Bueno, entonces hasta que finjan perdonarse»
Otro caso de hipocresía, ahora incitada por el paternal mandarín; si los dos litigantes no pueden ponerse de acuerdo ni otorgarse mutuo perdón, tienen que simularlo. Así se evitarán futuras violencias. El perdón mutuo, aun insincero, cobra el carácter de un contrato formal al cual atenerse en adelante. Pero, al contrario que en el caso anterior, todo son ventajas: evitan la violencia; no caen en contradicción con las propias convicciones, con lo cual no se compromete la salvación espiritual; no existe la coacción entre ellos, ni de la autoridad ni de la mayoría que tiende a imponer su fuerza. Bueno, sí hay coerción: la efectuada por el mandarín ante la violencia, cuando trata al jesuita y al dominico con toda lógica como si fueran niños, encerrándolos hasta que hagan sus deberes. La hipocresía es otro tipo de mentira que no atañe a las propias creencias, sino al dominio sobre el efecto que nos producen las de los demás, ya sea este desacuerdo, repugnancia o indignación. Eso sí, existe una condición para que esto se cumpla: el poder político ha de comprometerse en la causa de la tolerancia religiosa, sin tomar partido por unos dogmas u otros.
El objetivo de un comportamiento hipócrita, ahora sí, corresponde a lo indicado por el moralista La Rochefoucauld: una convivencia en paz para la comunidad, evitando cualquier perjuicio para uno mismo y para los demás, en este mundo como en el futuro. En el fondo, supone el reconocimiento de una personalidad distinta en el otro, y por lo tanto de la humanidad del prójimo. Por algo se empieza.
La lección que podemos sacar entre las líneas podría resumirse así: la tolerancia es un hábito no meramente pasivo; exige un compromiso y un reconocimiento activo hacia los demás.
Hace años vi en televisión un documental sobre Jean Renoir, tal vez el cineasta que mejor ha retratado la alegría. En él se entrevistaba al director, ya en su bonachona vejez. Como pretexto para hablar de algo, usaban un libro con láminas que ilustraban algunos vicios humanos. En una de ellas figuraba la hipocresía. Renoir se apresuró a decir: «Ah, la hipocresía, qué buen pecado. Si no fuera por ella estaríamos a golpes todos los días». El diccionario de la RAE la define como el «fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan»; cautamente, no existe en la definición una referencia a las intenciones buscadas por la mentira, y que son sin embargo de interés capital para juzgar su valor.
Una nota
(*) Me llama la atención la falta de perspectiva histórica de algunas insignes inteligencias. En un reciente artículo de Juan Goytisolo (Voltaire y el Islam), se agarra por los pelos una razonable petición de algunos espíritus libres escapados del rigorismo musulmán («¡necesitamos un Voltaire islámico!») para instruirnos doctamente acerca de la supuesta admiración por tal cultura del autor del Poema sobre el desastre de Lisboa y de Mahoma o el fanatismo. Los ejemplos aducidos no podían ser peores: el Zadig, la Historia de los viajes de Escarmentado, algunos pasajes del Cándido. Los relatos de Voltaire son, casi sin excepción, apólogos que muy a menudo recurren a la mirada ingenua hacia nuestro mundo «con otros ojos». Su querencia por personajes y motivos exóticos es más que nada un rasgo de «orientalismo», lo que nos sugiere que la alabanza del Islam no era precisamente la intención primaria de su autor; intenciones que, no obstante, nuestro preclaro novelista sí distingue. No entender esto es como suponer que en Micromegas Voltaire defiende solemnemente la superioridad moral de los pueblos extraterrestres, o que la historieta aquí glosada tiene como central propósito encarecer la sabiduría de los mandarines cantoneses (si bien hay que reconocer que, a partir de su descubrimiento de las máximas de Confucio, admiró la cultura china).
La islamofobia es repugnante; pero la islamofilia es una actitud boba que nos conduce a asombrosos equívocos, como los que pudimos advertir con ocasión de las protestas violentas que siguieron a la publicación de ciertas caricaturas.
Interesante asunto éste de la hipocresía. Y sugerente la distinción que propone Voltaire entre la hipocresía que permite la convivencia, y que supone un reconocimiento a la diferencia del otro, y la que busca algún tipo de beneficio interesado a partir del fingimiento. Intuyo que la catalogación es incompleta, pero no está nada mal para empezar.
ResponderEliminarA cuento de esto siempre me acuerdo de los reality shows televisivos, y su correlato en la prensa rosa. ¡Qué mala prensa tiene la hipocresía en esos programas! El poco futuro que espera a los 'insinceros' en concursos como Gran Hermano es toda una incitación a ir por la vida cantándole las cuarenta a todo el que se nos ponga por delante. Incluso de forma salvaje. Esa es la nueva virtud que proclaman estos programas. Y su deporte preferido: la caza de las contradicciones del diplomático. ¡Qué poca distancia la que existe entre estos 'comentaristas' de las virtudes ajenas y los viejos inquisidores! Ambos comparten una visión integrista de la virtud que ni comprende ni tolera que puedan existir espacios en los que incluso sea conveniente que el juicio moral se suspenda, por respeto al otro y a la convivencia.
Otra coda más. ¿No es justamente una mínima hipocresía del segundo grupo -del bueno- lo que echamos en falta en la actitud de los etarras juzgados por el asesinato de Miguel Angel Blanco? Su incapacidad para fingir siquiera que respetan los sentimientos de sus víctimas es el peor de los augurios para el proceso de paz que estamos iniciando. Si ni siquiera hemos puesto el primer ladrillo, el de la hipocresía, ¿cómo vamos a avanzar hacia la conmprensión y el perdón?
Vidal