domingo, 9 de julio de 2006

Auf wiedersehen!


Sí, amigos: se acabó. Italia ha ganado el mundial de fútbol, y estos son algunos apuntes efectuados con mi típica irresponsabilidad.

Unidad de método
La pregunta parece una de ésas que acaba en chiste: ¿en qué se parecen los periodistas deportivos a los economistas? La respuesta: en que siempre son capaces de predecir con toda fiabilidad… el pasado. Ocurre con las crisis económicas como con los resultados futbolísticos. Basta con empezar una frase diciendo “claro, claro, es normal que ocurra así porque…” y continuar con una batería de especiosas razones, habitualmente desatinadas.

En el caso del deporte, se producían estas explicaciones, muy a menudo de signo contrario, a un ritmo vertiginoso; varias veces a lo largo de un partido y efectuadas por las mismas personas. ¿Que España va ganando a Francia? Está claro que nuestros jóvenes mocetones son técnicamente superiores a los vejestorios franceses, y que el fútbol siempre es generoso con nuestro juego de ataque, y no remunera a los agarrados franchutes. ¿Que Francia nos mete tres chicharros? Claro está que la veteranía es un grado, y que los franceses han hecho valer su superior físico (¡qué altos son, cómo corren!) y su experiencia frente a los aún bisoños pupilos de Aragonés.

Y así todo. Un matiz: los economistas actúan así debido a la reconocida insuficiencia de sus métodos de análisis, mientras que los periodistas deportivos no hacen más que recordarnos que en la naturaleza del fútbol el azar ocupa un lugar importantísimo. Y no se debe solamente a que se juegue con los pies y no con las manos. Más importante es tener en cuenta que un juego en el que los marcadores son tan exiguos cualquier golpe de fortuna (un error arbitral, un rebote raro, un mal día) puede ser tan decisivo como los mismos goles. A ver si nos enteramos de una vez: quien quiera ver un deporte justo, que se aficione al baloncesto, al tenis o al voleibol. Y si son femeninos, mejor.

El medio es el medio; el mensaje no existe
El mundial nos ha permitido ver un fútbol muy distinguido y la peor televisión que recuerdo. En este caso, cualquier tiempo pasado fue mejor. Antes, los programas deportivos seguían un cierto orden, esto es, eran comprensibles para un espectador que sabía qué cabía esperar a cada momento; a menudo eran resúmenes bastante sustanciosos de los partidos, al fin y al cabo lo más importante.

Ahora se ha impuesto otro modelo. Para que el espectador no sienta la tentación de cambiar de canal, se trata de sorprenderlo siempre y, sobre todo, de producirle la impresión de que en cualquier momento puede llegar «lo bueno». No hay orden real ni aparente: los totales y las crónicas de los partidos se entremezclan sin ton ni son; los resúmenes de los partidos se han reducido a simples radiografías consistentes en imágenes de los goles, a ser posible tan escuetas como para que no se pueda apreciar las jugadas que los precedieron, y en montajes «ágiles» (vale decir, sincopados y estupidizantes) con los gestos de un jugador cuando falla un regate, marca un gol, o llora porque ha perdido. Mención aparte merecen los larguísimos, agotadores, aburridísimos reportajes en los que los corresponsales de los países participantes se zambullían en las algazaras correspondientes a las victorias, ya fuera en París, Roma, Lisboa o donde fuera; o los larguísimos, agotadores, aburridísimos reportajes en los que se nos contaba con todo lujo de detalles cómo había viajado a Alemania la hinchada española y la sana diversión que la caracterizaba.

Alfredo fue uno de mis compañeros de piso durante mis estudios en Salamanca. Había jugado al fútbol bastante, creo recordar que incluso federado, con el equipo de su pueblo. Una vez hizo una pregunta fundamental. Seguíamos en el telediario la narración de una de las frecuentes reuniones de ejecutivos de la UEFA. La imagen los mostraba: en su mayoría hombres, gordos, encorbatados, desparramados en sus sillones, fumando puros, decidiendo las primas a los equipos ganadores y cosas así. Alfredo, con una característica mezcla de candidez y malicia que en nadie más he encontrado, dijo: «pero a estos tíos, ¿les gustará el fútbol?». Pues lo mismo me pregunto yo al ver la horrible televisión deportiva de estos mundiales. A los que cometen semejantes programas, ¿les gustará el fútbol?

Lasciate ogni spera
España ha vuelto a conocer, siguiendo su destino con edípica precisión, sus límites fatales. Tengo una hipótesis bastante poderosa para explicarlo. El problema de nuestra selección no es que pierda siempre que llega a un determinado nivel (digamos los siempre temidos cuartos de final), sino que nuestra selección no es capaz de ganar a equipos tradicionalmente competitivos (digamos Italia, Francia, Brasil, Alemania, Inglaterra… Añadid los que queráis). Cierto es que no siempre es así: a veces perdemos contra equipos notoriamente inferiores (digamos Nigeria, Corea… Añadid, añadid sin miedo). Creo en suma que el problema no es práctico sino trascendente, más apto para un ensayo de Ortega que para las capacidades del Aragonés de turno.

Adieu, Zizou
Adiós, Zidane. Es hermoso haberte visto.

[No, no es Zidane, sino el blogmaster con una camiseta de Zidane]

lunes, 3 de julio de 2006

Sin comentarios - Sen comentarios


[Aquí la víctima]

Me lo ha contado hoy mi amiga Xema. En el Telexornal de la Televisión de Galicia dijeron, más o menos, lo siguiente: «el accidente en el metro de Valencia ha causado más de treinta muertos. Tenemos una mala noticia: una de las víctimas era gallega».

domingo, 2 de julio de 2006

Mira tú


Me he preguntado a menudo por qué los relatos de decadencia nos resultan tan interesantes. Y he llegado a una conclusión tan débil que sólo sirve como razón fragmentaria y parcial, y por si fuera poco transitoria; no creo que pueda aplicarse a épocas distintas a la actual. Y es que opino que la imagen que ahora nos ofrece la decadencia está muy mediada por la imperante estética posmodernista, y, como todo el mundo debería saber, el posmodernismo se basa en la ironía. Comprobar cómo los grandes valores, costumbres y fortunas sostenidos durante generaciones pueden venirse abajo, viene a confirmar nuestra sospecha absoluta —y rabiosamente actual— de la imposibilidad de la perduración. [Notad que digo «imposibilidad de la perduración» y no «fugacidad de todas las cosas». Todo hincapié en el ingrediente corrosivo de estos tiempos se queda corto]

Claro, me refiero a las decadencias más elegantes, cosmopolitas y lúcidas, no a las lentas consunciones galdosianas con personajes memos de mesa camilla, sustancia en el cocido y misa de ocho. Galdós sabía, y asumía la labor en toda su dificultad, que el lector podría simpatizar con protagonistas con quienes no tomaríamos ni una caña en virtud de su humanidad misma y no de la equivocada y elevada idea que de ella tenemos. Don Fabrizio de Salina, sin embargo, no necesitaba apelar a la empatía ni a la piedad de sus lectores (ni mucho menos de los espectadores cuando lo encarnó para el cine nada menos que el gallardo Burt Lancaster): culto, lúcido y todavía riquísimo, su melancolía era de un género distinto a la del iluso y pobretón cesante Ramón Villaamil.

Un documental venía representando a mi parecer el primer tipo de decadentismo. Se trata de «El Desencanto», que se refocila en las patológicas relaciones familiares entre los deudos del poeta Leopoldo Panero. A cada ocasión en que lo he visto —han sido muchísimas— ha vuelto a despertarse en mí un mórbido gusto por los intentos de cada uno de los miembros de la familia de comprender sus hechos y circunstancias en un discurso razonable. Unos lo intentan con más denuedo o desesperación que los otros, y seguramente todos acaban siendo conscientes de sus respectivos fracasos. Felicidad Blanc, esposa del difunto, que al principio hace un relato muy en el tono de quien despliega su álbum de fotos de familia, acaba perdiendo los nervios cuando irrumpe el vástago Leopoldo María. Éste, aún no totalmente devorado por su egotismo psiquiátrico, asume convincentemente el papel de hijo incomprendido y genial. Juan Luis, el más despistado de todos, procura crear un personaje de poeta sarcástico aficionado al mot juste, pero desaparece cuando la película toma forma siguiendo un camino inesperado. Por último, Michi, el más consciente de lo que se cocía detrás de las cámaras, aporta el discurso del desapego y la melancolía; en sus palabras, el de los Panero es «un fin de raza astorgano, nada wagneriano», frase suculenta si antes la despojamos de su evidente sobrecarga de self-consciousness. En fin, una película interesantísima y apenas estropeada —sin duda gracias a su carácter de hallazgo casual— por una ineptitud, la del director Jaime Chavarri, que llega incluso al incomprensible título.

Pues hoy mismo he vuelto a ver otro curioso documental que ya hace unos meses me había llamado mucho la atención: «El encargo del cazador», emitido en televisión en recuerdo a su director, Joaquim Jordá, fallecido la semana pasada. Narra, usando testimonios de allegados y en menor medida documentos del momento, la vida de un curioso personaje de quien apenas sabía nada antes, Jacinto Esteva. Típico retoño de la alta burguesía tardofranquista catalana, abandonó sus estudios de arquitectura para dedicarse al cine experimental y a disfrutar de la vida con amiguetes igual de burgueses que él en esa mezcla de diversión y rebeldía con sordina que debió de ser la gauche divine. Con Ricardo Bofill, Pere Portabella o el propio Jordá se inventó eso de la Escuela de Barcelona, ahora analizable en términos sociológicos antes que cinematográficos. Sin embargo, entre las cualidades de su favorecida naturaleza no figuraba la constancia; abandonó el cine y afrontó la vida como todo un diletante: pintaba, fotografiaba, escribía, cazaba elefantes —¡noventa y dos!— en África, traficaba con marfil y, casi, con diamantes, se emparejaba con distintas compañeras —a todas ellas se les puede columbrar un curioso parecido físico entre sí—, todo ello sin poco ni mucho orden o concierto. Porque, según parece, lo único que hizo con un rigor digno de mejor causa fue acumular vicios como las timbas, el alcohol y probablemente «otras cosas». La minuciosa descripción que se hace de sus últimos tiempos es agobiante: aplastado por el suicidio de su jovencísimo hijo; en brazos de sus diversas adicciones; incapaz de acabar nada; entregado con una conciencia cada vez más clara a su propio desmoronamiento. Murió como era de esperar, demasiado pronto y dejando a todos con la amargura de saber que alguien tan generosamente dotado estaba destinado a más altos fines.

La verdadera herencia de Jacinto Esteva es, pues, la película realizada por uno de sus amigos de juventud. Aunque su tono y su tema las emparenten, «El encargo…» no es «El desencanto» ni, afortunadamente, Joaquim Jordá es Jaime Chávarri. Para empezar, el director catalán es del todo consciente de sus propias intenciones y del material que maneja. Su aproximación a la gauche divine es de lo más honrada: lejos de imponer su propia descripción, reúne a los viejos camaradas del Bocaccio para ponerlos a hablar en corrillos de los que nos llegan voces inconexas. Aunque el ojo distingue a Terenci Moix, Román Gubern o Rosa Regàs, las identidades quedan eficazmente amalgamadas en la penumbra de un pub. Unos hablan de aquella época con dulce nostalgia, otros acusan su ingenuidad de entonces, otros (acreedores a mi compasión) afirman audaces que de jóvenes hacían más de todo: beber, revolucionar, follar y tal.

Por lo demás, pocas cosas se han reservado de la vida pública, privada o íntima de Esteva. Ni su agresividad cuando se emborrachaba, ni su desmedida y ruinosa afición al póquer, ni su inmadurez, de la que daba muestra cada vez que podía; acabamos convencidos de que el protagonista poseía todos los rasgos constitutivos de un perfecto adolescente inaguantable. Todos los testimonios son reveladores. Los compañeros de juventud (Bofill, Portabella y compañía) lo tratan con una distancia incómoda y descortés. Sus sucesivas compañeras hablan de él como alguien que las hizo felices, pero a quien había que abandonar a toda costa; está claro que en la paradójica economía de la psique humana el diletantismo es perfectamente conciliable con el carácter excesivo y tempestuoso. Y, tal vez sin que resulte sorprendente, las aportaciones más ineptas vienen de los psiquiatras que en uno u otro momento le trataron. Nos hacemos así con todos los elementos para fabricarnos otra atractiva y ejemplar historia de decadencia y ruina humanas, uno de esos entrometidos apólogos que las porteras de los artículos costumbristas empiezan a contar diciendo «mira tú lo mal que acabó, con lo listo que era». Y nosotros escuchamos embargados por una fascinación atávica. ¿Para aprender a evitar la senda emprendida por Jacinto Esteva? ¿Para sentir lástima? Qué va: para asimilar la lección de la que hablaba más arriba: sic transit gloria mundi.

La colaboración más importante, la más amplia, la que constituye la espina dorsal de toda la película, es la de la hija del protagonista, Daria Esteva. Sus palabras, con seguridad las más maduradas de todas las que escuchamos a lo largo del metraje, revelan al personaje sin hacer burdas reservas ni subrayados patéticos. No cae en el temible, repetidísimo vicio de ofrecer una perspectiva sentimental de la catástrofe. No pretende conquistar al público invocando lo difícil de ser hija de semejante padre. Sus musas son la inteligencia, la lucidez y la reserva de toda tentación interpretativa. El filme, según ella nos explica al final, es su intento de cumplir con el encargo simbólico que el difunto Jacinto (ella siempre se refiere a él por su nombre de pila) le hizo.

Sí, sutil Daria, has cumplido con Jacinto. Por fin podemos conocerlo e imaginar un sentido a su vida. Otra vez podremos entonar la vieja cantinela: «mira tú…».