martes, 22 de mayo de 2007

En torno al gran problema




Ciertos asuntos de orden privado y que me traen bastante desazonado me han devuelto a algunas cavilaciones en torno al problema, siempre antiguo y para siempre nuevo, del determinismo y la libertad humanos. Como de costumbre, recurriré al auxilio de personas mucho más inteligentes (y también mucho menos) que yo; como de costumbre, no puedo evitar algún vistazo sobre la actualidad… ¿política? Vais avisados: el camino es pedregoso y repleto de una multitud de puntos de fuga, como el que sigue.

#1. El Cid contra De Juana Chaos
Nadie puede negar coherencia a un personaje como el escuálido De Juana, ahora metido a moralista. Su huelga de hambre, además de concitar la atención de todos —de todos los que opinan, claro está—, viene armada de argumentos éticos que, si bien no son demasiado originales ni merecen la aprobación de la gente sensata, son bien sólidos. Para él, su posible y evitada muerte por emaciación vendría a cargarse en el debe del estado español por no aceptar las condiciones impuestas para que no se convierta en un nuevo héroe del Movimiento Vasco de Liberación Regional (¿era así?). No es él quien ha decidido dejar de tomar alimento, es el Estado el que le ha obligado a adoptar medidas de fuerza. Cierto, él puso la bomba que se llevó por delante la vida de más de veinte personas, pero nada podemos reprocharle; él mismo se pregunta retóricamente si la conducta de la mujer violada se le debe reprochar a ella y no a su violador. La eficacia como metaforista de nuestro buen euskaldún (¿debo recordar que por lo menos el apellido “Chaos” es gallego?) flaquea: creo saber que en la inmensa mayoría de los casos el proceso de victimización de las mujeres violadas no pasa por la comisión de asesinatos, ni por la aplicación de la ley del talión. En fin, como dijo Zapatero atribuyéndose en un nuevo acceso de majadería el papel de portavoz oficioso de De Juana, es un tipo que está a favor del proceso de paz y con eso deberíamos quedar satisfechos.

El caso es que nuestro buen patriota nos ayuda a entrar a fondo en un problema clásico. Y es que, aunque sepamos muy bien los propósitos que albergamos cuando cometemos una acción, nunca podremos estar muy seguros de qué alcance va a tener ésta. Se trata de la versión moral del requetefamoso efecto mariposa. [Y de paso anoto que una definición esquemática de la tragedia es la de forma narrativa que demuestra lo fácil que es caer en la cuenta a posteriori de los efectos, sobre todo indeseables, que nuestras acciones han provocado sin que lo hayamos pretendido] El alcance de nuestros actos va mucho más allá de nuestras intenciones, lo cual significa que alteramos per saecula saeculorum el desarrollo de los eventos del universo, tanto cuando pelamos una manzana como cuando divulgamos un maléfico rumor o acuchillamos varias veces a nuestro objeto de odio. Si el Estado decide oprimir las legítimas ansias de libertad de Euskalherría, la respuesta de los más aguerridos de sus mozos, el asesinato, debe ser reprochada exclusivamente a un estado opresor que sin duda no ha sido capaz de calcular los últimos efectos de su afrenta. Es decir, que la única instancia que actúa es el Estado: De Juana sólo ha re-accionado y proseguido la infinita cadena de causas y efectos que el Estado, en su inconsciencia, ha desatado.

Ahora bien, llegados al reparto de responsabilidades, el Estado y De Juana sostienen tesis opuestas. El primero, ejerciendo el poder que tiene como monopolizador de la administración de penas, re-acciona sentenciando al etarra al cumplimiento de casi veinte años de cárcel por sus asesinatos, y luego a otras condenas menores por sus amenazas. El segundo, quien, como ya hemos visto, no se atribuye responsabilidad alguna en sus actos, re-acciona con una medida de presión propagandística: una huelga de hambre, porque “no tenía más remedio”. ¿Cuándo parará la cadena? Nunca, amigos. Ninguna de las dos instancias renuncia a su sentido de la superioridad moral porque se ven impelidos, por así decirlo, a continuar; a los demás no nos queda más remedio que escoger bando y juzgar el caso desde sus presupuestos.

¿A qué me recuerda esta exposición de hechos? ¡Ah, sí, ya caigo! Si no me equivoco, fue ese otro benefactor de la humanidad, Juan José Garfia, quien, convertido en un actual Heráclito, recurrió a esta teoría de los opuestos para, si no justificar, explicar su curiosa conducta de asesinar a escopetazos a tres seres humanos durante una noche tenebrosa. “Vosotros estabais en un bando, y yo en el otro”, explicaba en un breve texto publicado en El País.

Y sigo haciendo memoria, en este caso para explicar mis propios sesgos a la hora de entrar en estos complicados asuntos. Cuando en mis años de adolescencia me tocó leer y estudiar el Cantar de Mío Cid, me causó alguna impresión la observación de su actitud tras ser afrentado por los infantes de Carrión. En el cantar, éstos personajes, recién casados con las hijas del héroe, doña Elvira y doña Sol, y espoleados por el resquemor que padecen a causa de su propia cobardía en la batalla, deciden humillar al Cid maltratando y abandonando a las dos jóvenes esposas en el robledal de Corpes. El rey es impelido por el Cid a hacer justicia convocando su corte en Toledo, donde éste expone su agravio y a consecuencia de lo cual los malvados infantes, junto con su hermano Asur Gonzáñez recibirán justicia mediante una derrota oficial en duelo. Menéndez Pidal explica doctamente que:



La venganza, pasión fundamental en la epopeya, desde Homero en adelante, venía impuesta al Cantar de Mío Cid por la escuela juglaresca que la trataba en forma cruelmente sanguinaria (…) Nada de esto sucede en el Mío Cid; las heridas y afrenta con que los de Carrión repudian a sus mujeres no son castigadas mediante una venganza directa, sino mediante un juicio solemne ante la corte del rey y un duelo decretado por el soberano. El Cid, último héroe que florece en la epopeya romántica, anuncia una edad nueva: su honor se restaura mediante un duelo judicial, rematado, no con la muerte de los traidores, sino con la declaración legal de su infamia

En otras palabras, el Cid desvía el curso clásico y esperable de los acontecimientos derivándolo a la administración de justicia. No es a través de él como se perpetuará la infinitud de re-acciones, sino de unas instituciones a las que se les concede el poder y la fuerza suficientes para que pronuncien la última palabra. Esto, políticamente, es incompatible con la tiranía; además, formaliza un término para la lucha de opuestos. No seguir este camino es acabar cada dos por tres en Puerto Hurraco.

lunes, 21 de mayo de 2007