martes, 19 de junio de 2007

Optimismo y pesimismo esquemáticos


En general, no me satisface la manera en que se definen el optimismo y el pesimismo. La tradicional invocación del ejemplo que Voltaire nos brinda al burlarse del Pangloss-Leibniz en el Cándido nunca me ha producido un gran efecto. Afirmar de un mundo que sólo nos procura calamidades que se trata del “mejor de los posibles” es propio de gentes desesperadas, no de optimistas irredentos; si para criticarlo lo interpretamos como un optimismo cegatón, estaremos errando el tiro. Así las cosas, me arriesgaré a intentar unas definiciones personales, esquemáticas y, espero, inteligibles.

No veo la manera de formular una metafísica optimista ni pesimista, puesto que los dos términos contienen juicios de valor muy alejados, a mi entender, del verdadero campo especulativo de aquélla. Son dos tendencias completamente ajenas a la trascendencia y que sólo se entienden dentro de la experiencia actual del hombre, de la ética. Porque, ante todo, se es optimista o pesimista dependiendo de que se crea o no en la bondad o simple posibilidad de la eficacia de la acción humana. El optimista es quien piensa que la acción de hombre cambia efectivamente el mundo del cual forma parte, y por lo tanto afirmará que esa acción puede ser racionalmente planeada y sus efectos previstos, al menos en parte. Naturalmente, esto supone aceptar que nuestro conocimiento del universo es real y que éste se aviene a leyes inteligibles racionalmente. Para el optimista, este mundo imperfecto en el que malvivimos puede parecer desalentador, pero siempre podremos actuar para aumentar nuestro cupo de satisfacción y felicidad, o siquiera para disminuir nuestra desdicha.

La actitud del pesimista, por el contrario, es la de quien piensa que la acción humana es irrelevante o incluso maléfica. Esto puede tener varias explicaciones: a) el ser humano ignora los verdaderos fundamentos del universo (seguramente porque éste no es racional en el sentido que queremos atribuirle) y no alcanza a comprender el sentido que toman sus actos, inevitablemente disueltos en un caos de causas y efectos; b) el ser humano no puede ser tenido por “bueno”, y por lo tanto sus actos no están guiados por las buenas intenciones; c) aunque se obtengan los resultados que se pretendían, nuestros propósitos son de un alcance tan exiguo que nunca merecen el afán que les dedicamos. Los críticos de la noción de progreso ocupan un lugar de honor en el pensamiento occidental, al menos durante el siglo pasado.

Hasta donde yo alcanzo, no he conocido a nadie optimista ni pesimista en puridad, porque nuestro juicio sobre las contingencias con las que pactamos en la vida varía dependiendo del campo al que lo apliquemos. De modo que yo propondría, casi a modo de juego, usar este modestísimo esquema para interpretar las afirmaciones que nos lleguen referidas a la política, el trabajo, la sociedad, la tecnología, la medicina o lo que uno apetezca. ¡Para que digan que no soy constructivo!

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