lunes, 27 de agosto de 2007

El gran guiñol de Julio Medem

Poco a poco creo descubrir en qué consisten las habilidades de Julio Medem. Viendo sus películas, acababa siempre por formularme un juicio mixto según el cual había seguido bastante entretenido una narración que no me importaba nada. Este contraste entre sus aciertos formales, su competencia estilística, y la escasa preocupación con que seguía las peripecias de sus personajes, venía a constituir un síntoma de algo que se me va desvelando con el tiempo.


Por ejemplo, tras ver Caótica Ana, la historia de una ibicenca hippie (todo un pleonasmo, por lo visto) y sus venturas y desventuras desde que se refugia en el mecenazgo de una mujer misteriosa, riquísima y “maternal”. Con la inconsistencia psíquica a la que nos tienen acostumbrados los personajes de Medem, se enamora y desenamora, descubre en sí ciertas capacidades como médium de mujeres muertas en trágicas circunstancias —expresión que dignifica a los fallecimientos producidos en maneras poco corrientes— durante los últimos dos mil años, y acaba conduciéndose según las pautas que le indica su verdadera y revelada naturaleza; es decir, “poéticamente”. Todo ello bien sembrado de las ocurrencias casi alegóricas ya conocidas en nuestro hombre: la luna, la tierra, el mar —donde, cómo no han de bañarse mujeres desnudas (*)—, las grutas, o, para sorpresa de todos, una lectura harto literal de la convencional oposición entre políticos halcones y palomas. En fin, Medem recurriendo al repertorio de temas, símbolos y opuestos: masculinidad y feminidad —con una visión aburridamente lisonjera hacia las mujeres—, nacimiento y muerte, el vínculo paterno-filial y tal. Si de algo ha de acusarse al director, que no sea de incoherencia. Su propósito es construir una mitología completa y mostrada mediante señales fácilmente reconocibles para un espectador deseoso de que lo adulen.

Parte del problema del cine de Medem se me reveló al imaginar las razones que le han llevado a elegir a un actor francés para interpretar a un saharaui. Nicolas Cazalé es indiscutiblemente hermoso y, aunque no tiene rasgos que nos lo permitan asimilar a un magrebí —o más bien a causa de eso—, con su morenez y su mirada escondida sí puede representar el estereotipo de bello zagal de las dunas. Además, no tiene grandes problemas en enseñar el culo en alguna escena (**). ¿Qué actor verdaderamente saharaui habría seducido convincentemente a la protagonista de la película? Y una pregunta un poco oblicua: ¿quién es más racista ante esta inconsistencia? ¿Yo por resaltarla, o quien escogió a un actor francés porque probablemente es imposible encontrar a un saharaui guapo y dispuesto a desvestirse en pantalla, vale decir, para representar uno de los tópicos más paternalistas de nuestras sociedades industrializadas?

Descubrí, en consecuencia, que a Medem le importan muy poco los personajes, las circunstancias que les rodean y los problemas que les afligen. Para sus propósitos lo más importante es mostrar una imagen descarnada, una mera representación ideal aunque increíble, o por lo menos inverosímil por la escasa probabilidad. Y es lo más cómodo, por cierto. La conducta de los personajes, en todo su cine, es caprichosa y de una versatilidad sobrehumana. Su contorno vital, poblado de imágenes y símbolos, puede desplegarse ante nuestros ojos con toda comodidad, olvidado de las molestas constricciones que vendrían impuestas por unos caracteres de cierta coherencia. En el fondo, nos encontramos ante un gran guiñol, muy fácil para el narrador y muy halagador para un espectador ávido de experiencias poéticas. Si a todo esto le sumamos alguna escena en la que se busque el llanto mediante todos los trucos y chantajes a mano, obtendremos el éxito de conmover a la audiencia aun a punta de pistola. Me refiero, claro está, a la escena del baile de Ana con el padre enfermo, objeto de buena parte de mi capacidad para la vergüenza ajena.

La mayor de las virtudes de Medem, su dominio del lenguaje cinematográfico, sólo flaquea en la secuencia del gran final, a cuya confusión se le suma la evidencia de una ingenuidad política y de un infantilismo de fondo bastante sorprendentes… o quizás no, teniendo en cuenta el concepto que parece haberse creado acerca de las personas.

Y miren bien: el pérfido Mr. H que planea guerras como quien come espárragos es nada menos que Gerrit Graham, quien representó a un rockero disparatado, Beef, en una película tan enloquecida como El fantasma del paraíso. ¿Qué todo esto les suena a chino? Pues hale, a ver el sexto largo de Brian de Palma, que es muy divertido.





Notas:
* No critico la elección de tal imagen —las mujeres desnudas me gustan como al que más—, sino su uso corriente, formulario.

** No es cuestión de capricho mencionar lo del desnudo en pantalla, porque puede tener una relevancia más allá de la anécdota. Para ilustrar la actitud del pueblo saharaui ante la representación gráfica del sexo, recordaré que, con motivo de un festival cinematográfico organizado por cineastas españoles en los campos de refugiados de Argelia, se proyectaron varias películas que fueron objeto de una curiosa y pronto desvanecida polémica. Cada vez que los personajes de aquéllas mantenían un contacto íntimo, algún vigilante nativo se apresuraba a obstruir la proyección. Además, y salvando una discusión más profunda acerca de la oportunidad de tal conducta, me interesa consignar la actitud, bastante tolerante o condescendiente, de nuestros cineastas ante este peculiar caso de censura.

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