Como buen melancólico, me encuentro entre ésos a los que las fiestas navideñas les resultan antipáticas. No me resulta difícil explicar los motivos: el empeño en la mascarada, las cenas pesadas, la imposición tribal de una alegría grotesca, las aglomeraciones en las que nadie puede acomodarse. Claro que me gustan y disfruto de las vacaciones, las reuniones familiares y los regalos, pero me estoy refiriendo a otra cosa. Algunos tal vez me entiendan.
Vicente Verdú, en un artículo publicado hace un año, nos llamaba aguafiestas a los antinavideños y encarecía la fiesta aduciendo que la economía nacional se sostiene en buena parte gracias a los gastos disparatados asumidos por los consumidores (digamos que el consumidor es el resultante económico de la destilación del ser humano). Un argumento de primoroso utilitarismo, pero que ignora que a fin de cuentas el capital siempre encuentra la manera de moverse entre los millones de bolsillos del Leviatán.
No quiero irme por las ramas. Voy a pasar las fiestas en familia, pero muy lejos de España y con muchas cosas sobre las que pensar. A la vuelta a lo mejor hay algo interesante que contar. O no.
Aquí va mi mensaje. Sean felices en estas fechas. No es un deseo sino un consejo, porque quien es infeliz en Navidad es doblemente infeliz. Y lo digo en un tono ligero porque no ignoro que tener ilusión es mucho más importante que ser feliz.
Ah, y conozcan este villancico.
Depende de a lo que llamemos en familia porque, de momento, mi familia núcleo es mi pareja y, con él, a cualquier parte. Pero si me plantease viajar con lo que de verdad solemos llamar familia: padres, tíos, hermana... sería tremendo.
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