(Una paradoja) Al público general (si tal cosa existe) le gusta el impresionismo por la unión de dos características: no deja de ser figurativo, que es lo que está dispuesto a aceptar; y supone una elaboración, una transformación “artística” de esa figuración.
En otras palabras, gusta por razones contrarias a las premisas de los impresionistas mismos.
(Cuadros de una exposición) La visita a la última exposición de pintura expresionista en la Fundación Barrié ha sido muy instructiva, si no sobre los misterios de la corriente artística, sí sobre mi propia percepción de las artes plásticas. No soy un esteta, y creo que a mi edad, francamente, estoy muy lejos de aprender a serlo. Soy tan torpe para distinguir una buena obra de una mala que he caído en la ignominia máxima de defender que la finalidad de una obra de arte es muy distinta a la mera provocación de juicios de valor.
No he sido capaz de resistir más de medio minuto contemplando una sola de las pinturas expuestas. Mis pies no paraban y me deslizaba, procurando no molestar a los otros visitantes, mirando las obras de través. De los cuadros, que apenas tenían nada de sorprendente que ofrecerme, sólo veía las gotazas del óleo brillando gloriosamente por obra de una iluminación mala y excesiva. Sólo podía juzgar si se había dado con la “impresión”. En resumen, miré cuadros, pero sólo vi ilustraciones de un calendario.
La apreciación, lo he comprobado, no es sólo una actitud; también es una capacidad. En mi caso, y respecto del impresionismo, una capacidad estragada por el exceso de consumo, por una saturación estética a la cual estoy condenado por el abuso al que se nos ha sometido desde los medios de publicidad (perdón, de comunicación).
Sólo me complacieron algunos efectos logrados por artistas menores (sin duda mi estigma es el de ser un espectador de segunda fila): Caillebotte, las ondas acuáticas de Berthe Morisot, las composiciones arbitrariamente azarosas (¡toma ya!) de Pierre Bonnard, tal vez algún nublado.
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