Un amigo me desafía a explicarme acerca de la actitud del ministro italiano Calderoli al mostrar una camiseta con las malhadadas caricaturas de Mahoma. «¿No es cierto», me pregunta, «que él también hace uso de su libertad de expresión en los mismos términos a los que tú te refieres?».
En efecto, Calderoli, al lucir una camiseta con las caricaturas, hace gala de su libertad personal. Sin embargo, los demás podemos considerar políticamente su gesto como desastroso; demuestra que, al menos en punto a este debate, es completamente inhábil para encauzar este conflicto; la tarea del político es la de facilitar las cosas, no la de complicarlas; tal vez fue fiel a su compromiso, pero no a la responsabilidad que admitió al convertirse en representante de sus conciudadanos. Olvidó que el cargo que desempeña implica la representación de la colectividad a la que gobierna y, por consiguiente, una responsabilidad reforzada. Por eso, condenar su gesto y forzar su dimisión merece mi conformidad. Calderoli no es una víctima de la batalla contra la libertad de expresión, sino de su propia torpeza y de su afán de provocación.
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