martes, 14 de febrero de 2006

Mi amigo Freud

Uno
Durante años he leído a Sigmund Freud con mucho gusto. Sus textos tienen la rara virtud de ejercer una educada persuasión, amparada por una prosa —al menos en su traducción castellana— limpia y circunstanciada. El caso Dora (Análisis fragmentario de una histeria), el caso Juanito, La interpretación de los sueños, Tótem y tabú… Recuerdo que mi primer trabajo universitario se refirió a la que quizás sea su obra más apreciable, El malestar en la cultura. En suma, Freud y su dilecto hijo, el psicoanálisis, me han interesado bastante.
Ahora se cumplen ciento cincuenta años del nacimiento de Freud. Con ese motivo, en los periódicos menudean los artículos que revisan los aspectos supuestamente más controvertidos de la curación por la palabra. Y digo "supuestamente" porque en general el enfoque que se da en la prensa, más que con el propósito de divulgar honradamente, parece obedecer más bien a la intención de promover controversias espectaculares y seguramente insignificantes del estilo de: "lo que decía Freud, ¿es cierto o falso?". Mi propósito es el de explicar que, para responder a esta pregunta, ninguna de las dos respuestas ofrecidas nos sirve; es decir, que las dos valen en ciertas condiciones.
Un artículo escrito en La Voz de Galicia por un psicoanalista lacaniano quería demostrar la vigencia de la terapia psicoanalítica, recurriendo sobre todo a un retórico y triunfal "Freud está más vivo que nunca" de cierre. Lástima que en todo el texto no he sido capaz de encontrar un solo argumento que avale una tesis tan audaz. Para su autor, bastaban dos lastimeras y despectivas alusiones a la terapia farmacológica y a otra cosa (supongo que se refiere a la terapia de conducta), a la que acusaba de proveer soluciones de corto plazo sin atajar los problemas más profundos. En general, me producen sospecha las defensas incapaces de sostenerse por si solas sin descalificar las adversarias, y en esta ocasión no encuentro razones para desconfiar de mi intuición.
El primer juicio inequívoco que podemos formular acerca del psicoanálisis es el de su posible estatuto como ciencia. Evidentemente no lo es. No se atiene a proposiciones claras y comprobables empíricamente. Genera discursos sistemáticos acaso con coherencia interna individual pero imposibles de confrontar entre sí, de modo que subyace en ellos una clamorosa asistematicidad: hay tantos psicoanálisis como psicoanalistas. Favorece la construcción de edificios teóricos a veces muy bellos, pero inaccesibles a una crítica científica: en la historia del psicoanálisis han pesado más las animadversiones personales que el intento serio de dotar de validez y fiabilidad a las teorías; teorías cuya aplicación a la experiencia humana es problemática y, por lo tanto, escasamente prácticas.
Como técnica, las consideraciones que merece no son mucho más favorables, puesto que es un tratamiento prolongado, costoso y de eficacia dudosa. No hay manera (y rara vez se ha puesto en práctica la intención) de evaluar objetivamente los logros de una terapia psicoanalítica: el investigador más conspicuo que se dedicó a ello, Eysenck, determinó su escasa o inexistente utilidad.
Cuando un paciente entra en una consulta pensando en tumbarse en un diván no debería ignorar que se va a someter a una sutil adquisición de metáforas. No discutiré la importancia de esta práctica. Al fin y al cabo, el individuo es un empirista que precisa asimilar su experiencia mediante una organización. Esto es aún más cierto y constituye una necesidad más apremiante cuando se experimenta el sufrimiento. No es otra cosa lo que puede encontrar el paciente paciente psicoanalítico sino un discurso que le explique el dolor que determina su experiencia, un tanto schopenhauerianamente, como única emoción efectiva. Aprovecho una cita muy pertinente de Rafael Sánchez Ferlosio:

«…el estado del hombre siempre ha sido sentido como un estado de infelicidad, y , lo que es más importante, (…) toda la experiencia acumulada de la perdurabilidad y la constancia de esa infelicidad no ha bastado para dejar de considerarla como anómala, sino que, contra toda evidencia, contra el aplastante y anonadador desmentido de los hechos, sigue el hombre sintiéndose nacido para otro muy distinto y, por supuesto, más feliz estado»
O religión o historia

Ni que decir tiene que esta percepción del sufrimiento como anomalía determina nuestra infatigable voluntad de organizar la experiencia en un discurso. Esta tarea acaba siendo realizada por cada uno de nosotros con diversa fortuna, y de ello depende la mayor parte de la sensación de realización personal y de satisfacción que todos esperamos gozar. Tal vez no sea más que una esperanza utópica, una huida de la realidad. Pero constituye un pilar fundamental acaso para toda la cultura. Las religiones, las teorías, las ideologías, los sistemas filosóficos devienen de esta necesidad de organizar la experiencia, la impresión del dolor, en un discurso. Recurro de nuevo a Sánchez Ferlosio:

«…el dolor jamás dejará de ocupar el primer puesto en la mala conciencia universal. Todas las trampas, todas las rebeliones, todos los cinismos, todas las hipocresías, todas las neurosis, todos los disimulos, todas las supersticiones, todos los dogmatismos, todos los rencores, se originan en esta mala conciencia y en el denodado empeño por rehuir el trance de mirar cara a cara el espantoso rostro del dolor»
Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado

La adhesión del paciente al método dependerá del éxito logrado por esa impostación de un discurso; por lo tanto, el paciente atenderá sobre todo a consideraciones pragmáticas y particulares. En el caso del psicoanálisis, se produce una interpretación del mundo mediante una reflexión (qué bien viene precisamente esta alusión a la propia imagen) acerca de la propia experiencia y del propio ser. El problema deja de ser "¿cómo interpreto el mundo?" para convertirse en "¿qué es?". Este deslizamiento se produce con tanta discreción que las dos preguntas acaban por ser tenidas como una sola. Esta confusión, sin embargo, es inevitable, y no hay un sistema filosófico que haya podido desprenderse de ella. [las cavilaciones de Adorno acerca del concepto en relación con la realidad son una variación de este problema] Camus nos explica en El mito de Sísifo:

«Pensar es ante todo querer crear un mundo (o limitar el propio, lo cual viene a ser lo mismo). Es partir del desacuerdo fundamental que separa al hombre de su experiencia para encontrar un terreno de entendimiento conforme a su nostalgia, un universo encorsetado con razones o aclarado con analogías que permite resolver el insoportable divorcio»
Este divorcio entre el yo y el mundo, esta distinción tantas veces resuelta de una manera concebida habitualmente como trágica, es la verdadera materia de un tratamiento basado en la reflexión. Y, acaso, de cualquier terapia.

Dos
Describir la terapia psicoanalítica como impostación no supone, de por sí, condenarla: afirmo resueltamente que cada quien puede organizarse como mejor le convenga, y que esa adquisición del discurso es buena en tanto sirve a los propósitos del paciente. Sin embargo, es desacertado dilatar esta aceptación personal y voluntaria hasta convertirla en un criterio útil y global para todas las personas y para todas las ocasiones.
A propósito de esta importante distinción, la mejor crítica que conozco de la teoría y método psicoanalíticos es la burla de un escritor particularmente lúcido, Vladimir Nabokov, tradicional azote de los seguidores de Viena, para quienes reservaba casi sin defecto en todos los prólogos de sus novelas un parrafito de descalificación mordaz. Cito de memoria lo que dijo en una de sus entrevistas, tal vez la que concedió a Bernard Pivot para la radiotelevisión francesa: "aprecio mucho al psicoanálisis como parte del género cómico. Sin embargo, me preocupa cuando es utilizado para eximir de culpa a un asesino porque su padre le pegaba demasiado o demasiado poco". Tiene razón. Las teorías psicoanalíticas, a causa de su tendencia a la confusión, pueden dar las razones más contradictorias de la conducta humana. Y es como mínimo imprudente derivar consecuencias prácticas de cierta gravedad a partir de una construcción teórica incierta. Y es oportuno al distinguir entre la teoría y la práctica, porque es en la primera donde creo encontrar la esperanza de redención del psicoanálisis, una redención acaso parcial e insuficiente para los intereses de sus seguidores, pero indiscutible.
Volvemos a las metáforas. Creo que el psicoanálisis, Freud y sus seguidores más insignes merecen un puesto en la historia del pensamiento. Para reconocer esto no es menester estar de acuerdo en lo que dicen, sino reconocer la extraordinaria influencia que ha ejercido en la historia de esa especial construcción a la que llamamos cultura occidental, un influjo superior incluso al obrado por contribuciones como las de Nietzsche, el positivismo o el existencialismo. Dudo de la realidad de conceptos tales como el complejo de Edipo, las dos tópicas de la vida psíquica, el eterno combate entre eros y thanatos y demás; es decir, dudo que tales espejismos describan efectivamente o digan lo que necesitamos saber sobre el ser humano; pero han sido tan influyentes que puedo asegurar que, en el mismo sentido en que podríamos afirmarlo del eterno retorno, existen realmente o han comenzado a existir desde que se convirtieron en un lugar común para los hijos de una era. En mi caso, nunca me he podido sustraer a la convicción íntima de que los sueños son, también, una realización de deseos o de que existe una oposición real entre un principio de realidad y el principio del placer.
Alguien llamó era de la sospecha a esa delicada y estremecida época en la que las concepciones sobre las leyes de la física, de la biología, de la sociedad y del ser humano detonaron para transformarse de manera radical. Einstein, Planck, Böhr, los Curie, la popularización de la evolución biológica según el evangelio de Darwin, las conmociones teóricas y políticas provocadas por los movimientos de masas e ideologías como la comunista y la socialista, así como la contribución del propio Freud, han determinado lo que ahora somos y ocupan nuestro imaginario de manera más verdadera e íntima, creo, que los descubrimientos y la manipulación genéticas, las tres guerras mundiales, la teorización del Big Bang, la crisis de la familia tradicional o la irrupción de Internet y las nuevas tecnologías de la información.

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