miércoles, 1 de febrero de 2006

En la montaña mágica

Dos vaqueros, ovejeros más bien, mozos familiarizados con la precariedad, se conocen poco a poco en unas circunstancias de aislamiento extremado y se enamoran. Pero la verdadera soledad no les rodea en la montaña donde pastorean ovejas, sino a lo largo de toda su biografía. El mayor acierto del guión es hacernos entender que ellos, hasta que encuentran la conmoción del amor, no han alcanzado una suficiente conciencia de sí mismos como para reconocerse solos. Son demasiado toscos, no han podido literaturizar sus experiencias, la vida no les ha mostrado otras caras; su envidiable estoicismo no es electivo y por lo tanto no es estoicismo.
El súbito amor les hace reconocerse, mutuamente y a sí mismos, como personas distintivas. Lo comprendemos mientras vemos su manera de vivir la vida, entre paréntesis, anhelando el momento del breve reencuentro durante el que volverán a su auténtico ser. Las únicas palabras de ternura que oímos en la película son las que se dirigen entre sí, nunca a (o de) sus respectivas esposas.
Lo que quiero decir es que pensar que Brokeback Mountain es una película sobre la homosexualidad es no haber visto Brokeback Mountain. Pensar que es un western es no saber lo que es un western.
Ang Lee tiene la virtud de filmar a sus personajes a la distancia correcta, sin abusar del primerísimo plano (plaga muy de actualidad) ni del empeño de mostrar paisajes fotogénicos. Entendemos a los protagonistas también en su corporeidad, en sus posturas y ademanes.
La oveja despedazada es una imagen brillante. En la escena de su aparición, pensé en una metáfora de la herida moral que sufre Ennis. Después se comprende que también está recordando el instructivo cadáver que de niño le enseñó su padre.
Y un último mérito, no el menor: la aparición de Anne Hathaway con la velocidad, el desenfado, el fulgor y la belleza de las amazonas de otro tiempo.

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