sábado, 20 de octubre de 2007

Todos nacionalistas

No sé qué es más censurable en el spot de la Vicepresidencia de la Xunta sobre las galescolas: la imagen en sepia de un antipático señorote que prohíbe a los niños hablar en gallego; el uso de los retoños que cultivan el jardín del futuro, eso sí, en color; la ringlera de cativos alternando —sustituyendo— la palabra “libertad” por “liberdade”…

Para los gobernantes del Bloque es preciso impugnar el uso del castellano en Galicia mediante una acusación directa: se trata de un idioma que se introdujo como resultado de una imposición. Esto se puede discutir de varias maneras. Por ejemplo, planteándonos si así se describe efectivamente una verdad histórica. Cierto es que la lengua gallega siempre permaneció fuera de las escuelas y de las instituciones oficiales; pero también lo es que entre los propios gallegos ha cundido durante decenios la idea despectiva de que el vernáculo era el idioma de lo rural y analfabeto mientras el castellano representaba a la urbe y la cultura. Ese prejuicio hacia el idioma, creo, no es atribuible a la pérfida España, ni al tiránico (y ferrolano) Franco, ni a los Reyes Católicos… Es más bien culpa de los mismos que lo alimentaron al ridiculizar a sus hablantes y al decidir ignorarlo.

Además, se puede plantear una pregunta muy osada: y si el castellano ha sido impuesto durante siglos —insisto en que me parece muy discutible—, ¿cuál es el problema? Los acontecimientos históricos abundan en crímenes, invasiones, conquistas y catástrofes, y todas las personalidades, aun las aparentemente más benignas, han sido objeto de debates historiográficos acerbos y a menudo superficiales sobre su significado y valor. Que sean más o menos simpáticos, mejores o peores, que arruinasen o enriqueciesen a la sociedad que lideraron, son opiniones un tanto desvaídas sobre unos hechos que forman inevitablemente parte de nuestro equipaje o, por decirlo a la manera cursi, de nuestro patrimonio histórico. Vacunémonos con Borges:

Como los drusos, como la luna, como la muerte, como la semana que viene, el pasado remoto es de aquellas cosas que puede enriquecer la ignorancia -que se alimentan sobre todo de la ignorancia. Es infinitamente plástico y agradable, mucho más servicial que el porvenir y mucho menos exigente de esfuerzos. Es la estación famosa y predilecta de las mitologías

El castellano, impuesto o no, es hoy en día tan autóctono como el gallego. Ambos son lenguas romances, y la Roma imperial no se distinguía precisamente por pedir permiso para ocupar territorios… Para los nacionalistas la historia será interpretable como la incesante lucha de un pueblo contra el opresor español o castellano o qué sé yo. Para mí, atribuir significados e intenciones a hechos y personas pasados desde los intereses actuales es manipular aquello que sólo debería estar en manos de historiadores especialmente conscientes del deber de ahorrarse valoraciones sobre su materia. Es, en suma, crear mitologías.

En el terreno político los niños simbolizan la inocencia y el ciudadano del futuro. Y el Bloque no nos da gato por liebre, sino gato por gato, cuando se manifiesta un tanto indirectamente a favor de instruir lingüísticamente a los futuros gallegos mediante medidas sustantivas etiquetables sin miedo a exagerar como “ingeniería de almas”. ¿Podríamos fiarnos de que en este caso la enseñanza en gallego va a ser independiente de una sobrecarga ideológica de tinte nacionalista? ¿Qué se enseñará acerca de Galicia? ¿Y sobre España? Distinguiré a toda velocidad entre instrucción y adoctrinamiento: la primera trata sobre hechos demostrables y la segunda sobre constructos ideológicos; así, cuando se explique a las criaturas que “Galiza é unha nazón” se caerá en el adoctrinamiento y no en la instrucción, dado que ese estatus de nación está radicalmente en entredicho, es objeto de opinión. Y la pregunta más incómoda: ¿qué distingue en las galescolas a la formación de la imposición? Cuando Anxo Quintana habla para los medios españoles elude sin problemas estas cuestiones; cuando hace una declaración para sus adeptos, en cambio, no deja de recurrir al victimismo y al tradicional asoballamento del pueblo gallego. Esta diversidad de discursos es como para desconfiar, la verdad.

Al final del anuncio, los niños empiezan sosteniendo las letras que componen la palabra LIBERTAD. Un par de pases mágicos y… ¡voilà! Pasa a ser LIBERDADE. La escena está hábilmente trazada para que el rechazo al castellano no sea evidente aunque quede implícito. A falta de un análisis semiológico más competente, el paso del inicial castellano al gallego resultante no me parece inocente. Dicho de otra manera, ¿por qué no se opta por simultanear las dos palabras en un escenario bilingüe?

Trataré de explicarme con claridad. El gallego es una lengua viva y en buen uso, y por lo tanto debe ser respetada y representada adecuadamente en las instituciones y en los centros de formación. Es la creación de las galescolas, o la imposición —ahora sí— de unas cuotas de materias a impartir en uno de los dos idiomas lo que genera un nuevo y eludible problema. En el ámbito de la educación pública el profesor podía escoger con naturalidad el idioma en que impartía sus clases; la consellería ahora lo decide por él, y con ello nos incita a todos a debatir cuáles son las cuotas más adecuadas. Desconfían del creciente uso del gallego por parte precisamente de los jóvenes más instruidos y prefieren dictar leyes sustantivas —las más peligrosas, las que se deben tratar con más tacto o sencillamente evitar— para precipitar un proceso natural y para caer una vez más en la típica hipóstasis esencialista de convertir un instrumento, el idioma, en un símbolo.

Lo que más me disgusta del nacionalismo, sea el del Bloque o cualquier otro, no es su inclinación a abusar de la propaganda agresiva y falaz, sino su insistencia en hacer brotar de la casi nada problemas y debates, por qué no decirlo, improcedentes, y que esos debates se nos hayan impuesto con tanto éxito. Nos hacen adoptar una y otra vez un lenguaje que sólo les beneficia a ellos: la deuda histórica, la víctima, el enfrentamiento con la potencia exterior, la nación por encima de todo. Olvidan siempre que los impuestos no los pagan los territorios, sino los ciudadanos. Se preocupan mucho por Galiza y poco por el futuro de los gallegos, mucho por la lengua gallega y poco por los galegofalantes. Nos obligan a entrar en el juego de preguntarnos “¿qué territorio recibe partidas presupuestarias más jugosas?”. Hacen creer que el interés de los ciudadanos se ha de confundir o subordinar al de una entidad más abstracta que trascendental como es Galicia. Nos convierten, en fin, a todos en nacionalistas.

Tampoco es para extrañarse: los gobiernos de Fraga ya se habían deslizado sin complejos por la senda de un galleguismo populista, y el fláccido socialismo actual no parece encontrarse en disposición de cambiar los términos del debate. Pero somos muchos —creo no equivocarme— quienes estamos hartos de la política tal como se viene entendiendo en los últimos años y queremos otra cosa. Para regenerar la democracia necesitamos crear un lenguaje nuevo, y algunos ya nos afanamos en ello. Si se les ha despertado la curiosidad, no tienen más que entrar en http://www.upyd.es/ para considerar lo que se allí se propone.

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