martes, 31 de octubre de 2017

Hipótesis

Antes que reglas de conducta y pensamiento, los valores son formulaciones a posteriori, instrumentos creados para comunicarnos con los demás.

viernes, 27 de octubre de 2017

Independència!

El pasmo cuando escucho que quieren la creación de un nuevo estado porque en España gobierna Mariano Rajoy.

lunes, 2 de octubre de 2017

Así están las cosas

Convengo en que la razón histórica no está de parte de las fábulas nacionalistas sobre la Corona de Aragón, la Guerra de Sucesión o la proclamación de Companys; en que han sostenido sus reivindicaciones en infundios sobre un presunto expolio a la próspera Cataluña y en caracterizar al pueblo español como vulgar, inculto y retrógrado; en que se han empeñado a fondo durante los últimos treinta años en el adoctrinamiento desde púlpitos, escuelas, cátedras, platós y redacciones; en que el último impulso independentista sólo ha emergido con la crisis económica, la presión de los extremistas y las prisas de evitarle la cárcel a la familia de ese padre de la patria, Jordi Pujol.

También estoy de acuerdo en condenar la desidia de los sucesivos gobiernos de la nación española, prestos a otorgar a perpetuidad competencias y fondos a cambio de apoyos coyunturales; en señalar la doblez de los que sólo plantaron cara al nacionalismo cuando disponían de mayorías absolutas o cuando ya no tenían responsabilidades de gobierno; en denunciar las irresponsables promesas de “aprobar el estatuto que salga del Parlament de Cataluña”, sostenidas luego a costa de tensar hasta lo insoportable la estructura institucional del estado; en reprochar la ciega confianza en que las proclamas nacionalistas de tantos años no iban a transformarse en actos.

Pero ya es tarde. La mejor lección que tal vez se pueda entresacar de los acontecimientos de estos días es que una nación siempre precisa de principios eficientes, por abstractos que sean, y de un relato fundacional, de un mito si se quiere. Para constituir una nación, Ernest Renan daba al común “rico legado de recuerdos” tanta importancia como al deseo de vivir juntos. Así, Gran Bretaña se diría regida por un hilo dinástico que conectaría a Churchill con Isambard Kingdom Brunel, Shakespeare, Isabel I y el Rey Arturo. En Estados Unidos cualquier escolar mínimamente aplicado está familiarizado con los principios liberales tal como los formuló Jefferson. En España, miramos afligidos de envidia la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Londres —exhibición desembarazada de una historia en la que caben los Beatles tanto como los conflictos sindicales— y, si nos descuidamos, nunca llegamos a saber que hubo pensadores políticos tan notables como Jovellanos u Ortega. ¡Que nadie me diga que España invertebrada es un ensayo obsoleto…!

Como estamos comprobando, una nación no se puede sostener en una retahíla de principios negativos. No nos atrevemos a indagar en el pasado porque nos parece que lo lúgubre supera a lo defendible. Sólo vemos a la Santa Inquisición, las guerras carlistas y a Franco, sin saber extraer con inteligencia los elementos más memorables: ¿para cuándo un homenaje erudito y por todo lo alto a la Escuela de Salamanca? ¿Por qué no se encarece como es debido el carácter pionero y liberador de las Cortes de Cádiz? ¿Por qué permitimos que nuestro logro histórico más perdurable, el actual régimen constitucional, sea cuestionado por no garantizar la felicidad universal? Más que comprender qué es lo que convierte a España en una democracia, nos viene bastando con aprender que no es una dictadura. Lo que es bastante insuficiente, creo.

La España que ha de afrontar la sedición en curso es la que padecemos de unos años a esta parte: desmoralizada, invertebrada, una nación que acusa el desgaste de los elementos de la cohesión social precisa para mantener una cierta sensación de comunidad. Un país erosionado por la precarización y el miedo, ideológicamente polarizado, en el que a diario un simple tweet puede poner en entredicho los elementos mínimos de la convivencia. Una población enferma de cinismo o, mejor dicho, una población que se cree más cínica de lo que es. La crisis económica ha dejado al aire los defectos de nuestras pobres hechuras, igual que el hambre atrasada deja asomar los huesos.

Uno, liberal a fuer de individualista, ha acabado por tener una concepción trágica del mundo; una visión que se ajusta como un guante a lo que estamos padeciendo durante los últimos años. No soy, como se ve, equidistante: creo que en este conflicto la razón asiste al estado español, y que llegados a este punto no se puede actuar de manera distinta a como se está haciendo. Pero tampoco soy ciego, y veo cómo en Cataluña se ha configurado una masa social convencida, con un objetivo claro (al menos más claro de lo que lo tenemos sus oponentes) y con los recursos mínimos para resistirse e imponerse en la calle y en el centro de la discusión política. Será cierto que los catalanes no son tan homogéneos como nos quieren hacer ver los secesionistas; pero, aunque no acaben consiguiendo su independencia, sí van a lograr —ya están logrando— que España sea un país distinto. Y lo están logrando en virtud de su superior voluntad. Intentaré explicarme con un ejemplo.

Uno de los últimos cuentos de Borges es Guayaquil, que consiste esencialmente en la discusión entre dos historiadores: el anónimo narrador y Eduardo Zimmermann, judío exiliado de la Alemania nazi. Ambos se disputan la custodia y el uso de unas inéditas cartas de Simón Bolívar en las que se da cuenta del encuentro que mantuvo con José de San Martín en Guayaquil, y que tal vez ayuden a entender qué movió a San Martín a ceder la jefatura de la revolución al Libertador y ulteriormente a exiliarse en Francia. La disputa entre los eruditos, contra lo que se podría prever, no se centra en verificar méritos académicos o una determinada justicia patriótica. Zimmermann, discípulo de Schopenhauer, explica a su manera el misterio de lo sucedido en Guayaquil: «Dos hombres se enfrentaron en Guayaquil; si uno se impuso, fue por su mayor voluntad, no por juegos dialécticos». El narrador y anfitrión del encuentro comprende que el inofensivo judío que tiene ante sí no sólo le está hablando de las dos figuras históricas. En cierto modo, el encuentro de los historiadores replica al de los caudillos y ambos comprenden que las palabras son lo de menos. Lo que cuenta de verdad es la contextura de las personas, la voluntad que les mueve: la de Zimmermann, acogido en una tierra y un idioma extraños, superviviente a un pasado azaroso, es muy superior. En consecuencia, al final del relato el narrador cede sin más réplica el uso de las cartas, y con ellas la gloria del descubrimiento, a su adversario.

No cito este texto de Borges sólo porque lo admire. También me parece que, a su manera, me ayuda a entender cómo uno de los bandos ha logrado sostener la iniciativa y la tensión de este conflicto, al fin abierto en carne viva y sin apariencia de solución. Ahora bien, la falta de una solución no es lo mismo que la estabilidad. El “régimen del 78” al que nos habíamos habituado y en el que tantas cosas buenas yo encontraba está en vías de desaparición. Sobre lo que venga después, quién sabe. Notre siège est fait.