Hace unos años, en mis atolondrados tiempos de estudiante en Salamanca, por andar empeñado en convertirme en un cinéfilo de pro era un lector atento de varias publicaciones relativas al mundo del cine. Como además tenía cierto sentido de la excelencia, pronto obvié las publicaciones de orden más mercantil del estilo del Fotogramas, para convertirme en el seguidor más fiel de Dirigido por…, el consuelo que necesitábamos quienes suspirábamos por unos Cahiers a la española (con los que sí contamos ahora, por cierto).
El estilo del Dirigido era el que sus lectores requeríamos. Sus colaboradores cultivaban el esnobismo intelectual emitiendo unas opiniones a menudo arbitrarias, defendidas casi siempre con razones alambicadas y permanentemente escritas en un estilo categórico y sentencioso. Alardeaban de un desprecio total por la sintaxis cinematográfica y la semiología no les había tocado: su fuerte era, ante todo, la crítica ideológica y la deducción y diagnóstico, a partir de unas películas vistas y valoradas prácticamente como epifenómenos, del estado de debacle en el que se hundía la cinematografía mundial. Las leyes aplicadas por sus colaboradores podrían resumirse como sigue:
1º El cine actual es un desastre y nada puede hacerse por salvarlo.
2º El cine bueno se hacía antes. Las películas que merecen nuestra benevolencia tienen más de treinta años.
3º Si nos pusiéramos muy generosos, podríamos salvar de la quema a las películas que se hacen fuera de los Estados Unidos.
4º En ningún caso merece nuestra compasión el cine fabricado hoy en día en Hollywood.
Exagero, por supuesto, pero estos sencillos mandamientos ayudan a entender muy bien el espíritu de la revista.
Siendo tan contundentes y temibles cuando sus críticas eran severas, promovían también los malos sentimientos. Me recuerdo a mí mismo aullando de placer cuando una película que me había parecido funesta recibía el consiguiente varapalo a cargo de Antonio Castro. El reverso, claro, también era de bulto: a menudo me cabreaba mientras leía una mala crítica de lo que yo consideraba una obra maestra (Lunas de hiel, por ejemplo, y ninguna de las muchas veces que la he vuelto a ver me ha hecho cambiar de opinión); o, peor aún, debía soportar la veneración de “talentos” tan fatuos como el de Kieslowski.
Como con casi todo en esta vida, acabé por cansarme del Dirigido. Lo dejé de comprar, primero intermitentemente y luego sin mala conciencia en el lapso de unos pocos meses. Decidí que el cine actual es al menos tan bueno como el clásico, y que los mejores cineastas trabajan tarde o temprano en Hollywood. También resolví, y esto es más grave, que no existe el arte de la cinematografía.
Como nada es para siempre, hace algo más de un mes volví a comprar un ejemplar de mi antigua amiga. Fue para hacer tiempo mientras esperaba el comienzo de la película que iba a ver. Un hermoso reencuentro, más humorístico que nostálgico. Algunos nombres no me sonaban, aunque en seguida reconocí a casi toda la vieja guardia (Antonio Castro —que inspiró, recuerdo, al villano de Tesis—, el bilioso José María Latorre, Quim Casas, Tomás Fernández Valentí…); me emocioné al encontrar los artículos impresos en su letra diminuta y apretujada, al comprobar que siguen con su costumbre de publicar dossieres sobre directores consagrados… En fin, que me sentí como si hubiera vuelto a uno de los ratoneros pisos compartidos donde me zampaba la revista apenas había llegado al quiosco. Un mes después del reencuentro he vuelto a comprarla.
Alguna vez tendré que explicarme cómo pueden enternecerme oraciones tan asombrosas como ésta, tan del estilo Dirigido, de la anécdota a la categoría:
Tarantino ejerce en Death Proof el mismo proceso de reciclaje-tributo-recreación perpetrado en Kill Bill, sólo que aquí toma como referencias otras manifestaciones del cine popular y actúa directamente sobre el propio soporte de celuloide para lograr un ejercicio de mimesis que ya va más allá de los simples postulados de una determinada posmodernidad sustentada en una nueva formulación del pastiche.
Lo cual significa en román paladino que Tarantino truca su película simulando que el rollo proyectado está deteriorado (con cortes, rayas, virados de color, etcétera), o dibujando siluetas de falsos espectadores que se levantan con el fin de citar, si no evocar, las condiciones en que se veía el exploitation cinema en los años setenta.
Y para terminar, una sorpresa tan grande que por sí sola justifica la redacción de todo este post. Un tal Tonio L. Alarcón inicia así su reseña de 28 semanas después:
...el notable éxito conseguido por Álex de la Iglesia y su simpática El día de la bestia parecía augurar una cierta recuperación del cine fantástico español, dejando de paso atrás más de una década de ese cine academicista, apolillado y anquilosado que dejó como legado la infausta Ley Miró.
Algo así era impensable en el Dirigido de los viejos tiempos. Además, estoy muy de acuerdo: de la cita, sólo restaría el adjetivo “simpática” y añadiría para referirme a la globalidad del cine español de los ochenta el término “amateur”.
Qué lección: todo se mueve, aunque sea con una lentitud geológica.
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2 comentarios:
El tal Tonio L. Alarcón se alegra de hacerle dado una sorpresa.
Sí, las generaciones más jóvenes que hemos mamado cine de Hollywood también empezamos a tener derecho a escribir sobre cine.
Pues nada, don Tonio, nos seguiremos sorprendiendo. Y no nos engañemos: todos (jóvenes y viejos) nos hemos enamorado del cine viendo las películas de Hollywood y no las de Dreyer.
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