Del blog de Santiago González:
ETA sabía algo que sus interlocutores ignoraban, que un Pacto con el terrorismo debía tener una característica común con el Pacto contra el terrorismo: tenía que ser un acuerdo de Estado, comprometer al partido de la oposición, con el fin de garantizar la continuidad del proceso más allá de posibles cambios electorales
jueves, 21 de junio de 2007
martes, 19 de junio de 2007
Optimismo y pesimismo esquemáticos
En general, no me satisface la manera en que se definen el optimismo y el pesimismo. La tradicional invocación del ejemplo que Voltaire nos brinda al burlarse del Pangloss-Leibniz en el Cándido nunca me ha producido un gran efecto. Afirmar de un mundo que sólo nos procura calamidades que se trata del “mejor de los posibles” es propio de gentes desesperadas, no de optimistas irredentos; si para criticarlo lo interpretamos como un optimismo cegatón, estaremos errando el tiro. Así las cosas, me arriesgaré a intentar unas definiciones personales, esquemáticas y, espero, inteligibles.
No veo la manera de formular una metafísica optimista ni pesimista, puesto que los dos términos contienen juicios de valor muy alejados, a mi entender, del verdadero campo especulativo de aquélla. Son dos tendencias completamente ajenas a la trascendencia y que sólo se entienden dentro de la experiencia actual del hombre, de la ética. Porque, ante todo, se es optimista o pesimista dependiendo de que se crea o no en la bondad o simple posibilidad de la eficacia de la acción humana. El optimista es quien piensa que la acción de hombre cambia efectivamente el mundo del cual forma parte, y por lo tanto afirmará que esa acción puede ser racionalmente planeada y sus efectos previstos, al menos en parte. Naturalmente, esto supone aceptar que nuestro conocimiento del universo es real y que éste se aviene a leyes inteligibles racionalmente. Para el optimista, este mundo imperfecto en el que malvivimos puede parecer desalentador, pero siempre podremos actuar para aumentar nuestro cupo de satisfacción y felicidad, o siquiera para disminuir nuestra desdicha.
La actitud del pesimista, por el contrario, es la de quien piensa que la acción humana es irrelevante o incluso maléfica. Esto puede tener varias explicaciones: a) el ser humano ignora los verdaderos fundamentos del universo (seguramente porque éste no es racional en el sentido que queremos atribuirle) y no alcanza a comprender el sentido que toman sus actos, inevitablemente disueltos en un caos de causas y efectos; b) el ser humano no puede ser tenido por “bueno”, y por lo tanto sus actos no están guiados por las buenas intenciones; c) aunque se obtengan los resultados que se pretendían, nuestros propósitos son de un alcance tan exiguo que nunca merecen el afán que les dedicamos. Los críticos de la noción de progreso ocupan un lugar de honor en el pensamiento occidental, al menos durante el siglo pasado.
Hasta donde yo alcanzo, no he conocido a nadie optimista ni pesimista en puridad, porque nuestro juicio sobre las contingencias con las que pactamos en la vida varía dependiendo del campo al que lo apliquemos. De modo que yo propondría, casi a modo de juego, usar este modestísimo esquema para interpretar las afirmaciones que nos lleguen referidas a la política, el trabajo, la sociedad, la tecnología, la medicina o lo que uno apetezca. ¡Para que digan que no soy constructivo!
No veo la manera de formular una metafísica optimista ni pesimista, puesto que los dos términos contienen juicios de valor muy alejados, a mi entender, del verdadero campo especulativo de aquélla. Son dos tendencias completamente ajenas a la trascendencia y que sólo se entienden dentro de la experiencia actual del hombre, de la ética. Porque, ante todo, se es optimista o pesimista dependiendo de que se crea o no en la bondad o simple posibilidad de la eficacia de la acción humana. El optimista es quien piensa que la acción de hombre cambia efectivamente el mundo del cual forma parte, y por lo tanto afirmará que esa acción puede ser racionalmente planeada y sus efectos previstos, al menos en parte. Naturalmente, esto supone aceptar que nuestro conocimiento del universo es real y que éste se aviene a leyes inteligibles racionalmente. Para el optimista, este mundo imperfecto en el que malvivimos puede parecer desalentador, pero siempre podremos actuar para aumentar nuestro cupo de satisfacción y felicidad, o siquiera para disminuir nuestra desdicha.
La actitud del pesimista, por el contrario, es la de quien piensa que la acción humana es irrelevante o incluso maléfica. Esto puede tener varias explicaciones: a) el ser humano ignora los verdaderos fundamentos del universo (seguramente porque éste no es racional en el sentido que queremos atribuirle) y no alcanza a comprender el sentido que toman sus actos, inevitablemente disueltos en un caos de causas y efectos; b) el ser humano no puede ser tenido por “bueno”, y por lo tanto sus actos no están guiados por las buenas intenciones; c) aunque se obtengan los resultados que se pretendían, nuestros propósitos son de un alcance tan exiguo que nunca merecen el afán que les dedicamos. Los críticos de la noción de progreso ocupan un lugar de honor en el pensamiento occidental, al menos durante el siglo pasado.
Hasta donde yo alcanzo, no he conocido a nadie optimista ni pesimista en puridad, porque nuestro juicio sobre las contingencias con las que pactamos en la vida varía dependiendo del campo al que lo apliquemos. De modo que yo propondría, casi a modo de juego, usar este modestísimo esquema para interpretar las afirmaciones que nos lleguen referidas a la política, el trabajo, la sociedad, la tecnología, la medicina o lo que uno apetezca. ¡Para que digan que no soy constructivo!
lunes, 18 de junio de 2007
Algo se mueve en el Dirigido por…
Hace unos años, en mis atolondrados tiempos de estudiante en Salamanca, por andar empeñado en convertirme en un cinéfilo de pro era un lector atento de varias publicaciones relativas al mundo del cine. Como además tenía cierto sentido de la excelencia, pronto obvié las publicaciones de orden más mercantil del estilo del Fotogramas, para convertirme en el seguidor más fiel de Dirigido por…, el consuelo que necesitábamos quienes suspirábamos por unos Cahiers a la española (con los que sí contamos ahora, por cierto).
El estilo del Dirigido era el que sus lectores requeríamos. Sus colaboradores cultivaban el esnobismo intelectual emitiendo unas opiniones a menudo arbitrarias, defendidas casi siempre con razones alambicadas y permanentemente escritas en un estilo categórico y sentencioso. Alardeaban de un desprecio total por la sintaxis cinematográfica y la semiología no les había tocado: su fuerte era, ante todo, la crítica ideológica y la deducción y diagnóstico, a partir de unas películas vistas y valoradas prácticamente como epifenómenos, del estado de debacle en el que se hundía la cinematografía mundial. Las leyes aplicadas por sus colaboradores podrían resumirse como sigue:
1º El cine actual es un desastre y nada puede hacerse por salvarlo.
2º El cine bueno se hacía antes. Las películas que merecen nuestra benevolencia tienen más de treinta años.
3º Si nos pusiéramos muy generosos, podríamos salvar de la quema a las películas que se hacen fuera de los Estados Unidos.
4º En ningún caso merece nuestra compasión el cine fabricado hoy en día en Hollywood.
Exagero, por supuesto, pero estos sencillos mandamientos ayudan a entender muy bien el espíritu de la revista.
Siendo tan contundentes y temibles cuando sus críticas eran severas, promovían también los malos sentimientos. Me recuerdo a mí mismo aullando de placer cuando una película que me había parecido funesta recibía el consiguiente varapalo a cargo de Antonio Castro. El reverso, claro, también era de bulto: a menudo me cabreaba mientras leía una mala crítica de lo que yo consideraba una obra maestra (Lunas de hiel, por ejemplo, y ninguna de las muchas veces que la he vuelto a ver me ha hecho cambiar de opinión); o, peor aún, debía soportar la veneración de “talentos” tan fatuos como el de Kieslowski.
Como con casi todo en esta vida, acabé por cansarme del Dirigido. Lo dejé de comprar, primero intermitentemente y luego sin mala conciencia en el lapso de unos pocos meses. Decidí que el cine actual es al menos tan bueno como el clásico, y que los mejores cineastas trabajan tarde o temprano en Hollywood. También resolví, y esto es más grave, que no existe el arte de la cinematografía.
Como nada es para siempre, hace algo más de un mes volví a comprar un ejemplar de mi antigua amiga. Fue para hacer tiempo mientras esperaba el comienzo de la película que iba a ver. Un hermoso reencuentro, más humorístico que nostálgico. Algunos nombres no me sonaban, aunque en seguida reconocí a casi toda la vieja guardia (Antonio Castro —que inspiró, recuerdo, al villano de Tesis—, el bilioso José María Latorre, Quim Casas, Tomás Fernández Valentí…); me emocioné al encontrar los artículos impresos en su letra diminuta y apretujada, al comprobar que siguen con su costumbre de publicar dossieres sobre directores consagrados… En fin, que me sentí como si hubiera vuelto a uno de los ratoneros pisos compartidos donde me zampaba la revista apenas había llegado al quiosco. Un mes después del reencuentro he vuelto a comprarla.
Alguna vez tendré que explicarme cómo pueden enternecerme oraciones tan asombrosas como ésta, tan del estilo Dirigido, de la anécdota a la categoría:
Tarantino ejerce en Death Proof el mismo proceso de reciclaje-tributo-recreación perpetrado en Kill Bill, sólo que aquí toma como referencias otras manifestaciones del cine popular y actúa directamente sobre el propio soporte de celuloide para lograr un ejercicio de mimesis que ya va más allá de los simples postulados de una determinada posmodernidad sustentada en una nueva formulación del pastiche.
Lo cual significa en román paladino que Tarantino truca su película simulando que el rollo proyectado está deteriorado (con cortes, rayas, virados de color, etcétera), o dibujando siluetas de falsos espectadores que se levantan con el fin de citar, si no evocar, las condiciones en que se veía el exploitation cinema en los años setenta.
Y para terminar, una sorpresa tan grande que por sí sola justifica la redacción de todo este post. Un tal Tonio L. Alarcón inicia así su reseña de 28 semanas después:
...el notable éxito conseguido por Álex de la Iglesia y su simpática El día de la bestia parecía augurar una cierta recuperación del cine fantástico español, dejando de paso atrás más de una década de ese cine academicista, apolillado y anquilosado que dejó como legado la infausta Ley Miró.
Algo así era impensable en el Dirigido de los viejos tiempos. Además, estoy muy de acuerdo: de la cita, sólo restaría el adjetivo “simpática” y añadiría para referirme a la globalidad del cine español de los ochenta el término “amateur”.
Qué lección: todo se mueve, aunque sea con una lentitud geológica.
El estilo del Dirigido era el que sus lectores requeríamos. Sus colaboradores cultivaban el esnobismo intelectual emitiendo unas opiniones a menudo arbitrarias, defendidas casi siempre con razones alambicadas y permanentemente escritas en un estilo categórico y sentencioso. Alardeaban de un desprecio total por la sintaxis cinematográfica y la semiología no les había tocado: su fuerte era, ante todo, la crítica ideológica y la deducción y diagnóstico, a partir de unas películas vistas y valoradas prácticamente como epifenómenos, del estado de debacle en el que se hundía la cinematografía mundial. Las leyes aplicadas por sus colaboradores podrían resumirse como sigue:
1º El cine actual es un desastre y nada puede hacerse por salvarlo.
2º El cine bueno se hacía antes. Las películas que merecen nuestra benevolencia tienen más de treinta años.
3º Si nos pusiéramos muy generosos, podríamos salvar de la quema a las películas que se hacen fuera de los Estados Unidos.
4º En ningún caso merece nuestra compasión el cine fabricado hoy en día en Hollywood.
Exagero, por supuesto, pero estos sencillos mandamientos ayudan a entender muy bien el espíritu de la revista.
Siendo tan contundentes y temibles cuando sus críticas eran severas, promovían también los malos sentimientos. Me recuerdo a mí mismo aullando de placer cuando una película que me había parecido funesta recibía el consiguiente varapalo a cargo de Antonio Castro. El reverso, claro, también era de bulto: a menudo me cabreaba mientras leía una mala crítica de lo que yo consideraba una obra maestra (Lunas de hiel, por ejemplo, y ninguna de las muchas veces que la he vuelto a ver me ha hecho cambiar de opinión); o, peor aún, debía soportar la veneración de “talentos” tan fatuos como el de Kieslowski.
Como con casi todo en esta vida, acabé por cansarme del Dirigido. Lo dejé de comprar, primero intermitentemente y luego sin mala conciencia en el lapso de unos pocos meses. Decidí que el cine actual es al menos tan bueno como el clásico, y que los mejores cineastas trabajan tarde o temprano en Hollywood. También resolví, y esto es más grave, que no existe el arte de la cinematografía.
Como nada es para siempre, hace algo más de un mes volví a comprar un ejemplar de mi antigua amiga. Fue para hacer tiempo mientras esperaba el comienzo de la película que iba a ver. Un hermoso reencuentro, más humorístico que nostálgico. Algunos nombres no me sonaban, aunque en seguida reconocí a casi toda la vieja guardia (Antonio Castro —que inspiró, recuerdo, al villano de Tesis—, el bilioso José María Latorre, Quim Casas, Tomás Fernández Valentí…); me emocioné al encontrar los artículos impresos en su letra diminuta y apretujada, al comprobar que siguen con su costumbre de publicar dossieres sobre directores consagrados… En fin, que me sentí como si hubiera vuelto a uno de los ratoneros pisos compartidos donde me zampaba la revista apenas había llegado al quiosco. Un mes después del reencuentro he vuelto a comprarla.
Alguna vez tendré que explicarme cómo pueden enternecerme oraciones tan asombrosas como ésta, tan del estilo Dirigido, de la anécdota a la categoría:
Tarantino ejerce en Death Proof el mismo proceso de reciclaje-tributo-recreación perpetrado en Kill Bill, sólo que aquí toma como referencias otras manifestaciones del cine popular y actúa directamente sobre el propio soporte de celuloide para lograr un ejercicio de mimesis que ya va más allá de los simples postulados de una determinada posmodernidad sustentada en una nueva formulación del pastiche.
Lo cual significa en román paladino que Tarantino truca su película simulando que el rollo proyectado está deteriorado (con cortes, rayas, virados de color, etcétera), o dibujando siluetas de falsos espectadores que se levantan con el fin de citar, si no evocar, las condiciones en que se veía el exploitation cinema en los años setenta.
Y para terminar, una sorpresa tan grande que por sí sola justifica la redacción de todo este post. Un tal Tonio L. Alarcón inicia así su reseña de 28 semanas después:
...el notable éxito conseguido por Álex de la Iglesia y su simpática El día de la bestia parecía augurar una cierta recuperación del cine fantástico español, dejando de paso atrás más de una década de ese cine academicista, apolillado y anquilosado que dejó como legado la infausta Ley Miró.
Algo así era impensable en el Dirigido de los viejos tiempos. Además, estoy muy de acuerdo: de la cita, sólo restaría el adjetivo “simpática” y añadiría para referirme a la globalidad del cine español de los ochenta el término “amateur”.
Qué lección: todo se mueve, aunque sea con una lentitud geológica.
martes, 12 de junio de 2007
Más madera
La prensa socialdemócrata ha entregado un regalito a la derecha mediática. En un reportaje del domingo pasado en El País, se confirmaba lo que ya se sabía: que el PSOE había conversado con el mundillo abertzale desde el año 2002, mientras estaba en la oposición y tras haber firmado el Pacto por las libertades y contra el terrorismo; por lo tanto, estaba rompiendo de facto el acuerdo con el PP (¿a esto se referían con lo de la lealtad al Gobierno?).
Naturalmente, en la COPE se han apresurado a desempolvar todas las declaraciones de significados socialistas y miembros del actual gobierno desmintiendo categóricamente la existencia de esas conversaciones: nos lo han ilustrado con grabaciones, asombrosas al escucharlas hoy, de José Blanco, López Aguilar, Fernández de la Vega y el mismo Zapatero, ya presidente, con la gravedad añadida de que éste mintió en sede parlamentaria.
Más. En el reportaje antedicho, Aizpeolea explicaba un proceso intelectual cuando menos curioso. Como el PSOE ya gobernante se "negaba" a entrar en una negociación política, decidieron partir el proceso en dos: uno, la negociación con ETA, en la que se trataba de los presos; dos, la mesa de partidos en la que se ventilaría el status del País Vasco. De esta manera, al menos en un sentido formal se separaba la negociación política de la concerniente al desarme.
¿Sólo yo tengo la sensación de que detrás de esta lógica había una estafa?
Naturalmente, en la COPE se han apresurado a desempolvar todas las declaraciones de significados socialistas y miembros del actual gobierno desmintiendo categóricamente la existencia de esas conversaciones: nos lo han ilustrado con grabaciones, asombrosas al escucharlas hoy, de José Blanco, López Aguilar, Fernández de la Vega y el mismo Zapatero, ya presidente, con la gravedad añadida de que éste mintió en sede parlamentaria.
Más. En el reportaje antedicho, Aizpeolea explicaba un proceso intelectual cuando menos curioso. Como el PSOE ya gobernante se "negaba" a entrar en una negociación política, decidieron partir el proceso en dos: uno, la negociación con ETA, en la que se trataba de los presos; dos, la mesa de partidos en la que se ventilaría el status del País Vasco. De esta manera, al menos en un sentido formal se separaba la negociación política de la concerniente al desarme.
¿Sólo yo tengo la sensación de que detrás de esta lógica había una estafa?
miércoles, 6 de junio de 2007
Lo que yo me figuraba
Este es un caso en el que no me gusta haber acertado. Veamos qué dos extractos podemos sacar del editorial de hoy en El País:
Zapatero tenía todo el derecho del mundo a intentar la paz. Recibió el mandato del Parlamento para ello, pero Rajoy no quiso apoyarle. Ni entonces, ni ayer, en una actitud lamentable
cuando se refiere al Partido Popular, además de:
No es mirando hacia atrás, a los posibles errores cometidos o a las buenas voluntades insatisfechas, como los poderes públicos podrán hacer frente a lo que se avecina
cuando le toca hablar del Gobierno. ¿Sólo yo advierto la contradicción?
Para remate, el Gobierno nos quiere dar una curiosa satisfacción. Ahora Rubalcaba afirma rotundamente en televisión que De Juana "en ningún caso" pasará el resto de su condena en su domicilio. Ahora.
Zapatero tenía todo el derecho del mundo a intentar la paz. Recibió el mandato del Parlamento para ello, pero Rajoy no quiso apoyarle. Ni entonces, ni ayer, en una actitud lamentable
cuando se refiere al Partido Popular, además de:
No es mirando hacia atrás, a los posibles errores cometidos o a las buenas voluntades insatisfechas, como los poderes públicos podrán hacer frente a lo que se avecina
cuando le toca hablar del Gobierno. ¿Sólo yo advierto la contradicción?
Para remate, el Gobierno nos quiere dar una curiosa satisfacción. Ahora Rubalcaba afirma rotundamente en televisión que De Juana "en ningún caso" pasará el resto de su condena en su domicilio. Ahora.
martes, 5 de junio de 2007
Deprisa, deprisa: la venda antes de la herida
[Zapatero, albergando nuevas esperanzas]
Hay veces en que hay que postear con urgencia, porque la rapidez, curiosamente, nos carga de razón y porque es preciso anticiparse a los espeluznantes argumentos de parte que habremos de padecer.
ETA vuelve a las andadas, pensando sin duda en procurarnos una explosiva temporada turística en la costa levantina. Lo de vuelve a las andadas es casi un chiste, teniendo en cuenta que nunca cesaron en sus actividades de asesinatos, extorsión, chantaje, amenazas, agresiones y destrucción de bienes públicos y privados. El momento del comunicado, además, está calculado con bastante buen tino: ya no corren peligro las listas de ANV que sí pudieron presentarse a las elecciones municipales. Esta evidencia deja en ridículo la actuación judicial al respecto y muy en particular la de la Fiscalía.
Preparémonos para la andanada de opinadores que nos van a aburrir con la cantinela: “que ETA rompa su alto el fuego significa que el Gobierno nunca hizo concesiones, al contrario de lo que afirmaban los siniestros políticos del PP y blablablá…”. Mentirán, o el sectarismo no les dejará ver más allá de sus narices. Que se sepa, el Gobierno —nuestro Gobierno— es la única parte que se ha empeñado en complacer a ETA en las formas más variadas. Para empezar, accediendo a dialogar aunque la actividad terrorista proseguía; atenuada, pero sin vacilaciones. También regalándonos algunas actuaciones poco memorables de la Fiscalía General del Estado. También permitiendo que los secuaces de los terroristas hayan accedido a la representación política en los municipios. También haciendo algunos juicios de intenciones un tanto suicidas: por ejemplo, el Presidente de nuestro Gobierno afirmó que Otegi es un “hombre de paz” o que De Juana Chaos es favorable al proceso de paz; dichosa paz, cuántas bobadas se cometen en tu nombre. También utilizando palabras más duras contra los adversarios políticos que hacia quienes sostenían el discurso y el chantaje de la violencia nacionalista. También negándose (¡desde la mismísima Presidencia del Gobierno!) a dar por cerrado el “proceso de paz” incluso después de un atentado, el de diciembre en Barajas, que se llevó por delante a dos seres humanos y provocó unos enormes daños materiales. También impulsando una reforma territorial (vale decir, una estampida de modificaciones estatutarias más parecida a un sálvese quien pueda) indudablemente planteada también como cebo para que los chicos de las bombas supieran cuánto se podía conseguir si seguían los preceptos del Evangelio según Zapatero...
Podría seguir amontonando facts —lo cual vale por hechos tanto como por pruebas—, o argumentar con más detalle, pero es fatigoso. Haré sin embargo algunas observaciones fragmentarias.
Sabemos, gracias a los morroskos de ETA, que hubo diálogo en muy numerosas ocasiones, tanto antes de que se informara del alto el fuego como después del atentado de Barajas. El Gobierno niega que haya participado en esas conversaciones. Es, naturalmente, mentira o, en el menos malo de los casos, una media verdad pergeñada con intenciones y principios no demasiado claros. Porque es completamente cierto que a esas conversaciones —perfectamente detalladas en Gara— no asistieron ministros ni secretarios de estado; no obstante, podemos dar por seguro que sí participaron personalidades del PSE afines a Patxi López y al camino emprendido tan personalmente por Zapatero. Escudarse en argumentos de abogado de pacotilla, tal como ha hecho el Gobierno, inducía a la desconfianza.
No faltarán quienes culpen al Partido Popular —un partido que no gobierna ni mata, que sólo mete la pata—, porque al retirar su apoyo al Gobierno puede haber bloqueado la capacidad de maniobra de éste para hacer determinadas concesiones (¿más concesiones? ¡Sí, más!). Ya saben, lo de la “deslealtad” de la oposición. Pues lamento afirmar que es la estupidez más ruin que cabe emitir dadas las circunstancias. Porque el Gobierno tuvo la oportunidad de atraer al consenso al PP con ocasión del debate sobre el estado de la Nación; señales no le faltaron para intentarlo. Esta oportunidad fue desaprovechada, lo que se debió seguramente al oportunismo de ofrecer al mundo la imagen de un PP aislado y encerrado en un discurso "rancio", y a la arrogancia de sentirse suficientemente arropado por IU y por la constelación de partidos nacionalistas (los cuales, ya se sabe, se distinguen por un sentido de estado digno de los compañeros de Alí Babá: “¿qué hay de lo mío?”). Además, debo insistir en una idea ya formulada en este blog mucho antes de que gentes como Savater o Espada lo expresasen —perdonen la inmodestia— a su modo: si verdaderamente le corresponde al Gobierno la iniciativa de la política antiterrorista, su primer deber es el de construir un consenso político suficiente para afrontar una hipotética negociación. Si tal consenso no se obtiene (por torpeza del Ejecutivo, por obstinación o cálculo político del oponente), sencillamente no se puede emprender nada. Pero nada de nada. Porque sin el apoyo del otro partido que está en condiciones de gobernar en España, sin el respaldo tácito de esos diez millones de votos, no habrá nada que se pueda ofrecer con garantías al terrorista. Pero nada de nada. Porque sin ese apoyo no se contará con la suficiente fuerza material y moral. Éste ha sido el principal error del Presidente, el que invalidaba desde el principio todos sus esfuerzos relativos a ETA.
Sobre la lealtad hacia el Gobierno: me pregunto qué es más importante, ser leal al Gobierno o ser leal al Estado. Parece claro, ¿no? Planteado el problema en estos términos, debo aclarar que yo nunca he sido leal al Gobierno a este respecto porque creo que está disparatando desde hace mucho. Aplíquese este principio a los partidos políticos. Felipe González se equivocó gravemente en su momento, porque debería haberse saltado la lógica de partido para declarar: “el deber de la oposición frente al terrorismo es apoyar al Gobierno, salvo cuando se equivoque”. Creo que en todo este proceso que, espero, ahora sí se dará por concluido, hemos renunciado a la dignidad de uno, y aun dos, de los pilares del Estado. Y también creo, al contrario de lo que dicta alguna propaganda pro-PSOE, que éste es un asunto muy importante, incluso trascendental, porque afecta nada menos que a la posibilidad de alterar mediante la violencia las normas asumidas para procurarnos una certidumbre en el trato con nuestros conciudadanos, en nuestra convivencia. Así dicho, parece muy abstracto, pero hay muchas personas en muchos lugares de España a las que les cuesta muy caro decir lo que piensan acerca del nacionalismo; lo cual ayuda a concretar las cosas, me temo.
No creo que este post sea únicamente crítico, porque detrás de él se encuentra una idea acerca de cómo deberían hacerse las cosas —desde un punto de vista izquierdista, supongo, aunque eso ya me va dando igual—; pero por si acaso resta alguna duda acerca de la naturaleza constructiva de mi blog, les invito a pinchar aquí.
lunes, 4 de junio de 2007
Los ojos y los ojos
Lo siento mucho, pero me toca regodearme en asuntos personales. Concretamente, en las impresiones que produzco en los demás.
Hace muy poco me he sorprendido viviendo una familiaridad algo perturbadora entre dos situaciones muy distintas, en compañía de dos personas muy distintas. La primera es un diálogo que tuve hace… a ver, que lo tengo que pensar… hace unos tres meses. Para describir de un brochazo la escena, sirva mencionar que es la última conversación digna de tal nombre que he mantenido con la interlocutora en cuestión; más o menos concentrados y sobre todo expectantes (diríase que echábamos los dados para decidir el destino), hacíamos una revisión casi amable de una relación particularmente intensa que había durado bastantes meses. Luego he comprendido que estábamos componiendo, sin saberlo, algo parecido a una elegía. No recuerdo con claridad a qué se debía el comentario, pero me dijo algo así: “al principio pareces una persona muy seria, tienes la mirada seria…”, para corregirse de inmediato porque había encontrado el adjetivo preciso: “… no, triste”. Un pudor que no sabría explicar sólo me permitió sonreír como respuesta a tal apreciación.
Vamos con la segunda, hace unas dos o tres semanas. Un ambiente más distendido con una persona que apenas me conoce aún. Siempre son situaciones que invitan a agradables divagaciones en las que los temas graves se toman a la ligera y las trivialidades se tratan con solemnidad; a oscuras, mirando hacia un techo sólo intuido, los únicos lazos sensoriales con tu compañía son su voz venida de la nada, algún rumor, un roce accidental. Escucho la frase brotar súbita, muy espontánea: “¡tienes los ojos tristes!”.
Esto es todo.
Hace muy poco me he sorprendido viviendo una familiaridad algo perturbadora entre dos situaciones muy distintas, en compañía de dos personas muy distintas. La primera es un diálogo que tuve hace… a ver, que lo tengo que pensar… hace unos tres meses. Para describir de un brochazo la escena, sirva mencionar que es la última conversación digna de tal nombre que he mantenido con la interlocutora en cuestión; más o menos concentrados y sobre todo expectantes (diríase que echábamos los dados para decidir el destino), hacíamos una revisión casi amable de una relación particularmente intensa que había durado bastantes meses. Luego he comprendido que estábamos componiendo, sin saberlo, algo parecido a una elegía. No recuerdo con claridad a qué se debía el comentario, pero me dijo algo así: “al principio pareces una persona muy seria, tienes la mirada seria…”, para corregirse de inmediato porque había encontrado el adjetivo preciso: “… no, triste”. Un pudor que no sabría explicar sólo me permitió sonreír como respuesta a tal apreciación.
Vamos con la segunda, hace unas dos o tres semanas. Un ambiente más distendido con una persona que apenas me conoce aún. Siempre son situaciones que invitan a agradables divagaciones en las que los temas graves se toman a la ligera y las trivialidades se tratan con solemnidad; a oscuras, mirando hacia un techo sólo intuido, los únicos lazos sensoriales con tu compañía son su voz venida de la nada, algún rumor, un roce accidental. Escucho la frase brotar súbita, muy espontánea: “¡tienes los ojos tristes!”.
Esto es todo.