sábado, 31 de diciembre de 2005

A relajarse tocan

Anteayer acudí de forma inesperada a un balneario, por gentileza de Fale. Colándome de rondón acabé por recibir una minúscula muestra de las atenciones que se dispensan y que la modestia de mis recursos convierten en inéditas: un tratamiento facial. Me introduje en la cabina guiado por una joven y atenta masajista, quien me ofreció que me quitase el albornoz; me avergüenza reconocerlo, pero fui demasiado pudoroso para hacerlo, así que me recosté en la camilla tras descubrir sólo el torso. La chica me susurró: “ahora relájate”, y yo procuré obedecer de inmediato y dejarme llevar por las condiciones del ambiente: luz muy tenue, una música supuestamente hipnótica, etcétera. Describirlo es ocioso: ahora una cremita, ahora unos masajitos alrededor de las cuencas de los ojos, ahora te doy golpecitos en la frente, ahora te distiendo los músculos del cuello, ahora te rocío la jeta con agua termal.
También es superfluo decir que hice cualquier cosa menos relajarme. Pensé, por ejemplo, que había olvidado quitarme el reloj. También pensé que era una transacción de lo más curioso el pagar por disfrutar de una situación en la cual, entre otras cosas, se elimina la “odiosa dicotomía entre lo público y lo privado” (tengo una deuda con Leopoldo María Panero). Aunque tal vez yo tenga la culpa de incorporar un prejuicio; al fin y al cabo, masajes en el rostro sólo los había recibido en otras situaciones, indiscutiblemente privadas y aun íntimas...
Antes de abandonarme, la joven y atenta masajista me dio unas sencillas instrucciones. “Ahora quédate relajado cuanto quieras. Cuando salgas deja la puerta abierta”. Abrí los ojos y, con la mirada fija en la alarma antiincendios, me dije: “caramba, resulta que también se paga por el tiempo para no hacer nada”.

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