miércoles, 13 de diciembre de 2006

Una de Almodóvar

[Antonio trata a las mujeres como se merecen... Ella acabará por comprenderlo]

Zapeando, tropiezan con una escena de "Átame".

Él: A riesgo de que me llames cascarrabias, te diré que cuando Almodóvar hizo esta puta mierda de película, a casi nadie se le ocurrió decir que era la cosa más machista, misógina y abominable que se había visto en años. Ni siquiera se movieron las feministas pedorras que se dedican a mirar con lupa los anuncios de la tele por ver si se encuentran con un remoto matiz sexista y tal. Para todos esos memos, Almodóvar seguía siendo "un gran observador de las mujeres".

Ella: Eres un cascarrabias.

Él: Y eso que no he empezado con Zapatero...

viernes, 11 de agosto de 2006

Galicia Caníbal

Transcribo parte de una conversación telefónica mantenida hoy con un amigo gallego, Anxo Forcarei.

—Hombre, qué sorpresa.

—Qué, ¿cómo os va por ahí?

—No me puedo quejar, porque aquí aún tenemos árboles sin calcinar. ¿Qué tal se vive entre el humo y la ceniza?

—Con ganas de relativizarlo todo, pero sin energías para hacerlo. Lo que veis en la tele es una muestra homeopática de lo que te encuentras por la carretera.

—Tranquilos, que ya han ido Zapatero y Rubalcaba por ahí, ya todo está solucionado…

—Bueno, algunos se han creído que abuchear a Zapatero era una buena manera de combatir el fuego.

—Qué curioso. A Zapatero lo abuchean porque ha ido a hacerse la foto, pero a Aznar, que apenas compareció cuando lo del Prestige, le criticaron muchísimo por no haber ido a hacerse la foto.

—Lo pusieron «podre». Lo de Zapatero de ahora es, evidentemente, un ajuste de cuentas por las últimas veces que han reventado actos a Rajoy los de la UGT o el PSOE. El caso es que venimos a parar en que si vienen a hacerse la foto, mal. Si no se la hacen, también mal. Ya estamos de acuerdo en algo: el acto de presencia no hace nada; ni siquiera queda bien en el telediario.

—Mejor harían abucheando y denunciando a los causantes de los fuegos.

—¡Huy, eso nunca! Tendrían que hacerlo señalándose a sí mismos delante del espejo.

—No te pases, no te pases.

—No me paso. Lo de este año puede ser extraordinario, pero por lo concentrado. ¿Acaso no te das cuenta de que en Galicia se da la mayoría de los incendios de España? Sólo nos sigue en salvajismo Cataluña. Lo que está ocurriendo esta semana es lo que viene sucediendo el verano pasado, el anterior, el anterior, el anterior… Forma parte de nosotros. Mi sorpresa, ya ves, es parcial.

—Hablas así porque te has deprimido con este tema. Lo que tiene que ocurrir es el descubrimiento de las tramas que hay detrás.

—¿Qué tramas? O, mejor dicho, ¿qué importancia tienen? Lo que ocurre nos ocurre porque lo hacemos todos. No tenemos el menor amor por la naturaleza. Al menos los gallegos.

—No es precisamente ése un rasgo que os suela distinguir.

—Sí, hemos vendido el mito del gallego en comunión con la naturaleza, pero mira qué montes tenemos. No hablo de la chamusquina de ahora, sino de nuestras arraigadas costumbres de destrucción de los parajes naturales. Quizás Pepiño el de Curtis no pegue fuego al monte, pero sospecha acertadamente que Manoliño, que vive dos casas más allá, sí lo hace, y calla la boca, y seguramente envidia su suerte. Los mismos que proclaman su amor por el monte se parecen bastante a quienes se hacen la casiña en cualquier parte (porque, claro, no hay planes urbanísticos) con todo lo que eso trae. Los que proclaman el carballo como el árbol nacional de Galicia se parecen bastante a los que plantan en sus montes eucaliptales sin control alguno (así el eucalipto se puede propagar a sus anchas por todas partes, como una plaga). Los que se indignaban con grandes aspavientos por la catástrofe del chapapote se parecen mucho, pero que mucho, a los que convierten las playas en estercoleros celebrando la noche de San Juan. Los que te cuentan, guiñándote un ojo, que son muy sutiles porque tienen mucha retranca gallega se parecen mucho a los que arreglan sus asuntos a berridos en el trabajo. Y tú no te rías, que has sido uno de nosotros durante varios años.

—Me río porque te pones muy gracioso cuando te indignas. Pensaba que si Castelao viviera hoy, debería dedicar uno de sus «retrincos» a «Manoliño, o incendiario».

—No es mala idea. Daría de lleno en el verdadero carácter gallego.

—Ya sabes que a mí eso de los caracteres por territorios me parece una majadería.

—Porque no te das cuenta de que para que algunas cosas existan basta con enunciarlas. Por ejemplo, una nación. Atiende lo que te digo. La identidad colectiva (no hablo de conciencia nacional porque sé que te pones nervioso) siempre, pero siempre, tiene una porción de soberbia y otra de agravios. Da igual que los agravios sean reales o míticos, eso es lo de menos, pero de las dos cosas tiene que haber. Hasta hace muy poco esa identidad era embrionaria, o demasiado fragmentaria. Un poco de la mentira de la herencia celta, otro poquito del pueblo sacudido por la miseria, la emigración, la explotación por los forasteros, etcétera; luego unas poesías de Celso Emilio Ferreiro («o pobo quere terra, a terra quere pobo») por aquello de darse pisto, y fuera. Nada más. Pues llegó el Prestige para terminar de constituir la identidad gallega. Una juventud pujante que pudo agarrarse al acontecimiento gracias a lo nefasto de los gobiernos de Fraga y Aznar. Madrid y cierta jerarquía gallega, los «malos gallegos», se convertían en culpables. A manifestarse a Madrid. El grito, más o menos, era: «nosotros no nos merecemos esto». Y es verdad: ¿quién se merece un Prestige? Bueno, pues miles de familias pegan en sus ventanas el cartelito de Nunca Máis y se enteran así de que la cosa puede funcionar. En seguida llegan las componendas: los informativos se llenan de imágenes de pescadores diciendo que «mexan por nós e din que chove», famoso adagio que, por cierto, si a algún botarate se le ocurre repetirlo con motivo de los incendios, prometo que le sacudo con un palo. Sigo con las componendas: Madrid se inventa el Plan Galicia, que es como una petición de disculpas. Los gallegos entienden el mensaje: si prometen una millonada en inversiones, será porque nos la merecemos, porque somos el pueblo castigado. Y la campaña electoral gira, más que acerca de lo patético de Fraga, sobre conceptos como el de «deuda histórica». Tan es así que no sólo se agarran a ello los nacionalistas. ¡El mismísimo Acebes habló de la deuda histórica en Pontevedra! Y en éstas estamos.

—Tenemos lío. ¿Has visto los titulares de El Mundo? Me refiero a que están hincando el diente en la cuestión lingüística.

—Cada cual a lo suyo…

—En un editorial decían que se podía dar la paradoja de que se admitiera en las brigadas de extinción de incendios a un belga o un alemán que acreditasen haber pasado los cursos de gallego, pero no a un español que no los tuviera.

—Ya, pero es que no llegan al fondo de la cuestión. Lo que dicen es cierto. No es necesariamente negativo, pero es cierto; sólo es la mitad del problema.

—Pues ya me estás explicando la segunda mitad.

—A ver… Me parece de lo más normal que quien aspire a una plaza de empleo público en Galicia tenga que acreditar que sabe gallego. La razón es muy simple: el gallego es un idioma perfectamente vivo y en buen uso por parte de una porción enorme de la población. Esto tú lo sabes perfectamente.

—Aceptado.

—Pues eso, que por mí ningún problema. Ahora bien, ¿por qué no se exige acreditar un conocimiento suficiente del castellano?

—Cierto. Es un idioma con una implantación incluso mayor que el gallego.

—Sabemos que en la práctica no hay casos así, pero un belga que sepa gallego y no castellano es tan apto, o inepto, para un trabajo público como un madrileño que no tenga ni idea de gallego.

—¿Oyes esto?

—Sí. ¿Qué haces?

—Estoy aplaudiendo. Y cuando colguemos voy a escribir un post.

lunes, 7 de agosto de 2006

Dejar de matar matando

Aprovechando la tradicional tendencia minimalista del mes de agosto según la cual todo debe ofrecer menos calidad, El País ha iniciado una serie de «crónicas de la vida» dedicada al País Vasco de la era de la esperanza. Vistos los capítulos de ayer y de hoy, encontramos una especie de reclamo turístico a base de impresiones joviales a cargo de la redactora, Tereixa Constenla —un apunte: en qué mazmorra han encerrado a mi añorado José Luis Barbería?—: entrevistas a aizkolaris y a humanísimos domadores de perros que no trabajarían para dueños que fueran a maltratarlos, el Guggenheim como imagen de una Euzkadi pujante y modernales, las tácitas normas de las cuadrillas bilbaínas de amiguetes… Por supuesto, no se habla de política, no sea que se vaya a estropear la armonía del paisaje. Las ilustraciones, abigarradas de buenos y sonrientes vascos, parecen aptas para un álbum familiar.

En general, creo que los juicios de intenciones son un grave pecado y una descortesía para con los demás. Sin embargo, no soy capaz de enjuiciar esta serie de reportajes si no es practicando esta misma descortesía. Porque unos textos tan inanes, tan insípidos, tan inofensivos y acaramelados no son justificables en un periódico «de referencia»; ni siquiera son explicables si no es partiendo de los propósitos del autor.

Me explicaré mejor si intento glosar la primera frase de la entradilla (vulgo «lead») del primero de los reportajes: «Nadie quiere echar las campanas al vuelo, pero desde hace tres años, los vascos respiran mejor y ríen más». Sin duda, lo más relevante, el único dato cierto e inapelable que nos ofrece la frase es temporal, «desde hace tres años». Notemos que para Tereixa el momento relevante de cambio no es la declaración de tregua indefinida de ETA, sino el momento desde el cual no comete asesinatos. Podríamos iniciar una discusión acerca de si verdaderamente podemos afirmar que ETA ha dejado sonreír a los vascos a lo largo de los últimos tres años, pero me interesa ceñirme a un plano, si se quiere, más formal.

La versión jocosa de la novela «La conciencia de Zeno» es el chiste que dice así: «dejar de fumar es facilísimo; ¡yo lo hago veinte veces al día!». La versión trágica es la ofrecida en su entradilla por Tereixa Constenla. ¿Qué hizo ETA hace tres años? Dejar de matar, ¡cómo no darse cuenta! Irrebatible lógica, pero que no repara en que ETA dejó de matar en el justo momento en que mataba a Bonifacio Martín y a Julián Embid. Como dos caras de una misma moneda, la realización de un acto independiente y la omisión del mismo se dan la mano en el instante en que el acto termina de realizarse. ¿Perogrullada? Pregúntenselo a Tereixa. Si aceptamos la docta sentencia de la redactora, podemos calcular en aproximadamente ochocientas las ocasiones en que ETA ha dejado de matar. Lo cual supone una irreprochable voluntad de paz que ni usted, amigo lector, ni yo podemos acreditar. Hale, ya hemos convertido a ETA en los campeones de la no violencia. Debo decir que yo, en este momento, tecleo en el ordenador; cuando deje de hacerlo, habré dejado de hacerlo. ¿Es otra perogrullada? Pero hay más. Mientras tecleo no miro la televisión, ni leo a Kant, ni hojeo el periódico, ni, claro es, estoy asesinando a nadie. Pero claro, como no soy Txapote, explico estas cosas y la gente se ríe de mí.

A ver si se me entiende: la realización u omisión del acto pueden ser más o menos relevantes, pero para el caso que estudiamos lo que nos interesa evaluar es el propósito del agente. Porque no hacerlo supone el riesgo de dejarnos llevar por la mera facticidad de la acción o de la omisión, no entender nada y escribir un reportaje para El País.

Por si acaso los párrafos anteriores aún resultan oscuros, tomemos la frasecita de marras y sustituyamos la locución adverbial «desde hace tres años» por «desde que ETA asesinó con una bomba a Bonifacio Martín y a Julián Embid» y veamos el resultado:

«Nadie quiere echar las campanas al vuelo, pero desde que ETA asesinó con una bomba a Bonifacio Martín y a Julián Embid, los vascos respiran mejor y ríen más»

Donde concluimos algo así como que, muerto el perro, se acabó la rabia: la causa de que el ambiente vasco estuviera enrarecido y de que los vascos rieran poco era nada menos que estos dos policías nacionales, cuya molestia presencia en Navarra ha sido erradicada, como la de más de ochocientas víctimas mortales, la de miles de heridos y amargados de por vida, y la de decenas de miles de emigrados a otros lugares del universo mundo, erradicada digo, con precisión de cirujano de hierro por los inevitables morroskos.

Ya sé, ya sé que las intenciones de Tereixa no iban por ahí, pero no he sacado las cosas de quicio. La redactora no quería decir eso, pero ¿se puede saber qué carajo quería decir?

Concluyo haciendo votos para que en el momento en que Tereixa Constenla deje de teclear haga otra cosa: cesar de dejar de leer la «Crítica de la Razón Práctica», donde, creo yo, dejará de no encontrar unas atinadas pautas de enjuiciamiento de la conducta ajena.

domingo, 6 de agosto de 2006

Descanso forzoso


Unas obrillas en casa, efectuadas por unos operarios cuyo apetito de destrucción los hermanaba tanto con los Guns N'Roses como con Conan de Cimeria, me han obligado a desmontar el ordenador y a dejar reposar el blog durante una buena temporada. En fin, si al fin y al cabo soy yo quien lo ha echado más de menos…

domingo, 9 de julio de 2006

Auf wiedersehen!


Sí, amigos: se acabó. Italia ha ganado el mundial de fútbol, y estos son algunos apuntes efectuados con mi típica irresponsabilidad.

Unidad de método
La pregunta parece una de ésas que acaba en chiste: ¿en qué se parecen los periodistas deportivos a los economistas? La respuesta: en que siempre son capaces de predecir con toda fiabilidad… el pasado. Ocurre con las crisis económicas como con los resultados futbolísticos. Basta con empezar una frase diciendo “claro, claro, es normal que ocurra así porque…” y continuar con una batería de especiosas razones, habitualmente desatinadas.

En el caso del deporte, se producían estas explicaciones, muy a menudo de signo contrario, a un ritmo vertiginoso; varias veces a lo largo de un partido y efectuadas por las mismas personas. ¿Que España va ganando a Francia? Está claro que nuestros jóvenes mocetones son técnicamente superiores a los vejestorios franceses, y que el fútbol siempre es generoso con nuestro juego de ataque, y no remunera a los agarrados franchutes. ¿Que Francia nos mete tres chicharros? Claro está que la veteranía es un grado, y que los franceses han hecho valer su superior físico (¡qué altos son, cómo corren!) y su experiencia frente a los aún bisoños pupilos de Aragonés.

Y así todo. Un matiz: los economistas actúan así debido a la reconocida insuficiencia de sus métodos de análisis, mientras que los periodistas deportivos no hacen más que recordarnos que en la naturaleza del fútbol el azar ocupa un lugar importantísimo. Y no se debe solamente a que se juegue con los pies y no con las manos. Más importante es tener en cuenta que un juego en el que los marcadores son tan exiguos cualquier golpe de fortuna (un error arbitral, un rebote raro, un mal día) puede ser tan decisivo como los mismos goles. A ver si nos enteramos de una vez: quien quiera ver un deporte justo, que se aficione al baloncesto, al tenis o al voleibol. Y si son femeninos, mejor.

El medio es el medio; el mensaje no existe
El mundial nos ha permitido ver un fútbol muy distinguido y la peor televisión que recuerdo. En este caso, cualquier tiempo pasado fue mejor. Antes, los programas deportivos seguían un cierto orden, esto es, eran comprensibles para un espectador que sabía qué cabía esperar a cada momento; a menudo eran resúmenes bastante sustanciosos de los partidos, al fin y al cabo lo más importante.

Ahora se ha impuesto otro modelo. Para que el espectador no sienta la tentación de cambiar de canal, se trata de sorprenderlo siempre y, sobre todo, de producirle la impresión de que en cualquier momento puede llegar «lo bueno». No hay orden real ni aparente: los totales y las crónicas de los partidos se entremezclan sin ton ni son; los resúmenes de los partidos se han reducido a simples radiografías consistentes en imágenes de los goles, a ser posible tan escuetas como para que no se pueda apreciar las jugadas que los precedieron, y en montajes «ágiles» (vale decir, sincopados y estupidizantes) con los gestos de un jugador cuando falla un regate, marca un gol, o llora porque ha perdido. Mención aparte merecen los larguísimos, agotadores, aburridísimos reportajes en los que los corresponsales de los países participantes se zambullían en las algazaras correspondientes a las victorias, ya fuera en París, Roma, Lisboa o donde fuera; o los larguísimos, agotadores, aburridísimos reportajes en los que se nos contaba con todo lujo de detalles cómo había viajado a Alemania la hinchada española y la sana diversión que la caracterizaba.

Alfredo fue uno de mis compañeros de piso durante mis estudios en Salamanca. Había jugado al fútbol bastante, creo recordar que incluso federado, con el equipo de su pueblo. Una vez hizo una pregunta fundamental. Seguíamos en el telediario la narración de una de las frecuentes reuniones de ejecutivos de la UEFA. La imagen los mostraba: en su mayoría hombres, gordos, encorbatados, desparramados en sus sillones, fumando puros, decidiendo las primas a los equipos ganadores y cosas así. Alfredo, con una característica mezcla de candidez y malicia que en nadie más he encontrado, dijo: «pero a estos tíos, ¿les gustará el fútbol?». Pues lo mismo me pregunto yo al ver la horrible televisión deportiva de estos mundiales. A los que cometen semejantes programas, ¿les gustará el fútbol?

Lasciate ogni spera
España ha vuelto a conocer, siguiendo su destino con edípica precisión, sus límites fatales. Tengo una hipótesis bastante poderosa para explicarlo. El problema de nuestra selección no es que pierda siempre que llega a un determinado nivel (digamos los siempre temidos cuartos de final), sino que nuestra selección no es capaz de ganar a equipos tradicionalmente competitivos (digamos Italia, Francia, Brasil, Alemania, Inglaterra… Añadid los que queráis). Cierto es que no siempre es así: a veces perdemos contra equipos notoriamente inferiores (digamos Nigeria, Corea… Añadid, añadid sin miedo). Creo en suma que el problema no es práctico sino trascendente, más apto para un ensayo de Ortega que para las capacidades del Aragonés de turno.

Adieu, Zizou
Adiós, Zidane. Es hermoso haberte visto.

[No, no es Zidane, sino el blogmaster con una camiseta de Zidane]

lunes, 3 de julio de 2006

Sin comentarios - Sen comentarios


[Aquí la víctima]

Me lo ha contado hoy mi amiga Xema. En el Telexornal de la Televisión de Galicia dijeron, más o menos, lo siguiente: «el accidente en el metro de Valencia ha causado más de treinta muertos. Tenemos una mala noticia: una de las víctimas era gallega».

domingo, 2 de julio de 2006

Mira tú


Me he preguntado a menudo por qué los relatos de decadencia nos resultan tan interesantes. Y he llegado a una conclusión tan débil que sólo sirve como razón fragmentaria y parcial, y por si fuera poco transitoria; no creo que pueda aplicarse a épocas distintas a la actual. Y es que opino que la imagen que ahora nos ofrece la decadencia está muy mediada por la imperante estética posmodernista, y, como todo el mundo debería saber, el posmodernismo se basa en la ironía. Comprobar cómo los grandes valores, costumbres y fortunas sostenidos durante generaciones pueden venirse abajo, viene a confirmar nuestra sospecha absoluta —y rabiosamente actual— de la imposibilidad de la perduración. [Notad que digo «imposibilidad de la perduración» y no «fugacidad de todas las cosas». Todo hincapié en el ingrediente corrosivo de estos tiempos se queda corto]

Claro, me refiero a las decadencias más elegantes, cosmopolitas y lúcidas, no a las lentas consunciones galdosianas con personajes memos de mesa camilla, sustancia en el cocido y misa de ocho. Galdós sabía, y asumía la labor en toda su dificultad, que el lector podría simpatizar con protagonistas con quienes no tomaríamos ni una caña en virtud de su humanidad misma y no de la equivocada y elevada idea que de ella tenemos. Don Fabrizio de Salina, sin embargo, no necesitaba apelar a la empatía ni a la piedad de sus lectores (ni mucho menos de los espectadores cuando lo encarnó para el cine nada menos que el gallardo Burt Lancaster): culto, lúcido y todavía riquísimo, su melancolía era de un género distinto a la del iluso y pobretón cesante Ramón Villaamil.

Un documental venía representando a mi parecer el primer tipo de decadentismo. Se trata de «El Desencanto», que se refocila en las patológicas relaciones familiares entre los deudos del poeta Leopoldo Panero. A cada ocasión en que lo he visto —han sido muchísimas— ha vuelto a despertarse en mí un mórbido gusto por los intentos de cada uno de los miembros de la familia de comprender sus hechos y circunstancias en un discurso razonable. Unos lo intentan con más denuedo o desesperación que los otros, y seguramente todos acaban siendo conscientes de sus respectivos fracasos. Felicidad Blanc, esposa del difunto, que al principio hace un relato muy en el tono de quien despliega su álbum de fotos de familia, acaba perdiendo los nervios cuando irrumpe el vástago Leopoldo María. Éste, aún no totalmente devorado por su egotismo psiquiátrico, asume convincentemente el papel de hijo incomprendido y genial. Juan Luis, el más despistado de todos, procura crear un personaje de poeta sarcástico aficionado al mot juste, pero desaparece cuando la película toma forma siguiendo un camino inesperado. Por último, Michi, el más consciente de lo que se cocía detrás de las cámaras, aporta el discurso del desapego y la melancolía; en sus palabras, el de los Panero es «un fin de raza astorgano, nada wagneriano», frase suculenta si antes la despojamos de su evidente sobrecarga de self-consciousness. En fin, una película interesantísima y apenas estropeada —sin duda gracias a su carácter de hallazgo casual— por una ineptitud, la del director Jaime Chavarri, que llega incluso al incomprensible título.

Pues hoy mismo he vuelto a ver otro curioso documental que ya hace unos meses me había llamado mucho la atención: «El encargo del cazador», emitido en televisión en recuerdo a su director, Joaquim Jordá, fallecido la semana pasada. Narra, usando testimonios de allegados y en menor medida documentos del momento, la vida de un curioso personaje de quien apenas sabía nada antes, Jacinto Esteva. Típico retoño de la alta burguesía tardofranquista catalana, abandonó sus estudios de arquitectura para dedicarse al cine experimental y a disfrutar de la vida con amiguetes igual de burgueses que él en esa mezcla de diversión y rebeldía con sordina que debió de ser la gauche divine. Con Ricardo Bofill, Pere Portabella o el propio Jordá se inventó eso de la Escuela de Barcelona, ahora analizable en términos sociológicos antes que cinematográficos. Sin embargo, entre las cualidades de su favorecida naturaleza no figuraba la constancia; abandonó el cine y afrontó la vida como todo un diletante: pintaba, fotografiaba, escribía, cazaba elefantes —¡noventa y dos!— en África, traficaba con marfil y, casi, con diamantes, se emparejaba con distintas compañeras —a todas ellas se les puede columbrar un curioso parecido físico entre sí—, todo ello sin poco ni mucho orden o concierto. Porque, según parece, lo único que hizo con un rigor digno de mejor causa fue acumular vicios como las timbas, el alcohol y probablemente «otras cosas». La minuciosa descripción que se hace de sus últimos tiempos es agobiante: aplastado por el suicidio de su jovencísimo hijo; en brazos de sus diversas adicciones; incapaz de acabar nada; entregado con una conciencia cada vez más clara a su propio desmoronamiento. Murió como era de esperar, demasiado pronto y dejando a todos con la amargura de saber que alguien tan generosamente dotado estaba destinado a más altos fines.

La verdadera herencia de Jacinto Esteva es, pues, la película realizada por uno de sus amigos de juventud. Aunque su tono y su tema las emparenten, «El encargo…» no es «El desencanto» ni, afortunadamente, Joaquim Jordá es Jaime Chávarri. Para empezar, el director catalán es del todo consciente de sus propias intenciones y del material que maneja. Su aproximación a la gauche divine es de lo más honrada: lejos de imponer su propia descripción, reúne a los viejos camaradas del Bocaccio para ponerlos a hablar en corrillos de los que nos llegan voces inconexas. Aunque el ojo distingue a Terenci Moix, Román Gubern o Rosa Regàs, las identidades quedan eficazmente amalgamadas en la penumbra de un pub. Unos hablan de aquella época con dulce nostalgia, otros acusan su ingenuidad de entonces, otros (acreedores a mi compasión) afirman audaces que de jóvenes hacían más de todo: beber, revolucionar, follar y tal.

Por lo demás, pocas cosas se han reservado de la vida pública, privada o íntima de Esteva. Ni su agresividad cuando se emborrachaba, ni su desmedida y ruinosa afición al póquer, ni su inmadurez, de la que daba muestra cada vez que podía; acabamos convencidos de que el protagonista poseía todos los rasgos constitutivos de un perfecto adolescente inaguantable. Todos los testimonios son reveladores. Los compañeros de juventud (Bofill, Portabella y compañía) lo tratan con una distancia incómoda y descortés. Sus sucesivas compañeras hablan de él como alguien que las hizo felices, pero a quien había que abandonar a toda costa; está claro que en la paradójica economía de la psique humana el diletantismo es perfectamente conciliable con el carácter excesivo y tempestuoso. Y, tal vez sin que resulte sorprendente, las aportaciones más ineptas vienen de los psiquiatras que en uno u otro momento le trataron. Nos hacemos así con todos los elementos para fabricarnos otra atractiva y ejemplar historia de decadencia y ruina humanas, uno de esos entrometidos apólogos que las porteras de los artículos costumbristas empiezan a contar diciendo «mira tú lo mal que acabó, con lo listo que era». Y nosotros escuchamos embargados por una fascinación atávica. ¿Para aprender a evitar la senda emprendida por Jacinto Esteva? ¿Para sentir lástima? Qué va: para asimilar la lección de la que hablaba más arriba: sic transit gloria mundi.

La colaboración más importante, la más amplia, la que constituye la espina dorsal de toda la película, es la de la hija del protagonista, Daria Esteva. Sus palabras, con seguridad las más maduradas de todas las que escuchamos a lo largo del metraje, revelan al personaje sin hacer burdas reservas ni subrayados patéticos. No cae en el temible, repetidísimo vicio de ofrecer una perspectiva sentimental de la catástrofe. No pretende conquistar al público invocando lo difícil de ser hija de semejante padre. Sus musas son la inteligencia, la lucidez y la reserva de toda tentación interpretativa. El filme, según ella nos explica al final, es su intento de cumplir con el encargo simbólico que el difunto Jacinto (ella siempre se refiere a él por su nombre de pila) le hizo.

Sí, sutil Daria, has cumplido con Jacinto. Por fin podemos conocerlo e imaginar un sentido a su vida. Otra vez podremos entonar la vieja cantinela: «mira tú…».

lunes, 26 de junio de 2006

Para la dignidad

Si me preguntaran cuál de las noticias de hoy me parece más trascendental, si las reacciones instantáneas acerca de las últimas medidas judiciales contra ETA o la fusión entre Arcelor y Mittal, seguramente me decidiría por esta última. Sin embargo, nada hay tan modestamente humano como fijarnos más no en lo más importante, sino en aquello sobre lo que podamos intervenir con alguna certidumbre de que vaya a servir para algo, aunque sea definir nuestro estado de ánimo.

Que no sea lo más importante no quiere decir que sea inocente ni trivial. Las notorias y a veces desquiciadas reacciones de partidos, estamentos y grupos de toda laya acerca de los acontecimientos que afectan al proceso de paz vienen a indicarnos una de dos: que en la negociación con ETA nos van muchas cosas importantes; o que acabarán por irnos muchas cosas importantes a fuerza de sobreactuar.

Sin afán de entrar en detalles, voy a mirar dónde se encuentra cada uno de los actores en este momento.

El Gobierno, bajo el ahora afianzadísimo liderazgo de Zapatero, lleva anunciando extraoficialmente el próximo inicio de las conversaciones con los terroristas desde hace unas semanas; aunque, eso sí, en el Congreso sólo lo anunciará de pasada y sin debate. Exige a todos los demás partidos que confíen en su iniciativa, vale decir, que callen y contemplen los resultados de las negociaciones. El Presidente, en cada ocasión que se le presenta, hace votos por el consenso con el PP, aunque aún no consta esfuerzo alguno para reanudar los contactos con el principal partido de la oposición.

El Partido Popular, después de la curiosa impresión de derrota cosechada en el Debate sobre el Estado de la Nación, sintiéndose traicionado por los anuncios efectuados por Patxi López (que se va a reunir con Batasuna) y por el propio Zapatero, está esperando sentado a que el Gobierno haga alguna aproximación para manifestarse. Sentado, pero no callado: proclama no ya su desconfianza, sino su oposición en los más tronantes términos morales. Negociar en estas condiciones constituye una derrota. ¿No será cierto entonces que el Gobierno quiere pagar el precio político?

El poder judicial está especialmente divertido. Mientras los jueces de la Audiencia Nacional siguen sus procesos como si nada estuviera sucediendo, los fiscales, bajo el mandato del servicial (observad esta exacta descripción que une mando y obediencia) Conde Pumpido, se esfuerzan en modular las exigencias de aquéllos, con lo cual las medidas solicitadas por los fiscales acostumbran a ser sobrepasadas por los presidentes de las salas. Casi nada.

Y por fin nuestros distinguidos amigos, los chicos de la gasolina, las bombas, los secuestros, las extorsiones y los zutabes. El alto el fuego, para ellos, no alcanza a suspender los pagos del impuesto revolucionario ni a dejar de emplear los cócteles molotov como sólidos argumentos. No han variado un ápice su discurso, y responsabilizan como es su costumbre a todo el Estado por un posible retorno de ETA a la violencia. Convencidos como están de que en España la separación de poderes no es real (y acaso estén en lo cierto) o no debería serlo, encajan sus últimos disgustillos con los tribunales en el apartado del «debe» gubernamental. No hay más que verlos en las vistas públicas, con qué cortesía se portan y qué gravedad en el continente; casi se diría que no se han dedicado a matar a sangre fría a seres humanos.

Como ejemplo máximo del enrarecimiento del ambiente tenemos la extraña actitud de un medio de comunicación como El País. No pretendo hacer análisis tan agudos de sus artículos como los de Arcadi Espada, el hijo descarriado de la calle Miguel Yuste, pero comentaré alguna cosilla de las mías. En el suplemento dominical del 11 de junio pasado, el juez Fernando Grande-Marlaska era Rey por un Día con entrevista de Rosa Montero y todo. Tesonero e inteligente, justiciero y vasco, homosexual y al fin casado; por si fuera poco, atractivo y con dos botones de la camisa desabrochados. En fin, una joya del antiterrorismo patrio… hasta que diez días después actuó contra la red de extorsión de ETA. Al día siguiente de las detenciones, Ernesto Ekaizer pensaba que éstas probablemente se debían al ya cercano agotamiento de la sustitución que cumple, por el regreso de Garzón a su sala en la Audiencia Nacional. Más aún, en su editorial de ayer, el Periódico de Referencia del Estado Plurinacional le dedicaba estas líneas:

«(…) sin desmerecer para nada la sacrificada y tantas veces incomprendida labor de los jueces, éstos deben actual siempre con prudencia y conscientes de la realidad social»

Acaso esté forzando indebidamente el argumento del editorialista; pero ¿debo entender que hay actuaciones judiciales que son tenidas por inconvenientes? ¿Que hay que detener la acción de la justicia con el fin de que quienes deben dejar de matar no empiecen de nuevo a hacerlo? Tal como yo lo entiendo, una política judicial y penitenciaria generosa con los terroristas consiste en eliminar las rigurosas cláusulas de cumplimiento de las condenas que se les vienen aplicando a condición que haya un compromiso en contra de la violencia. Pero la aproximación de los presos a sus domicilios o la administración en ciertos casos de terceros grados no tienen nada que ver con que a los que han delinquido se les permita ir de rositas… No pretendo imponer el fiat iustitia et pereat mundus, pero la existencia de una negociación, por importante que sea, no puede significar que los delitos detectados no comporten penas. ¡Caray, se quiere dejar pasar a quienes extorsionan a los empresarios y a la vez nos quieren enchironar por cometer una infracción de tráfico! ¡Qué sentido de la proporcionalidad!

Parecido desconcierto y parecidas razones nos aportan el PNV y el PSE. Patxi López ahora tacha de «elucubraciones» a la investigación de una posible filtración por parte de agentes de la ley al entorno etarra, de manera que algunos habrían podido eludir la acción de la justicia. Yo preguntaría a Patxi: ¿y usted cómo sabe que son simples elucubraciones? En cuanto a la imputación de un alto cargo del PNV en la trama de extorsión (nada sorprendente si pensamos en el partido encargado de recoger las famosas nueces), los nacionalistas se han apresurado a hablar de «traca final» de Grande-Marlaska. En fin, que los argumentos jurídicos son combatidos con ataques personales o, en el mejor de los casos, con llamadas a la sensibilidad ante la nueva realidad social. Sólo falta que le llamen maricón: a todo llegaremos.

Mientras tanto, Zapatero, que se esfuerza en hacer ostentación del mando en la negociación, muestra una enorme distancia entre lo que dice y lo que hace. Ya me he referido a sus proclamados y no realizados esfuerzos por incorporar al PP a su consenso. Pues el otro día Rajoy le hizo en el Congreso una pregunta muy directa. ¿Qué hay de cierto en lo que ETA afirma de que hay compromisos adquiridos por el Gobierno?

«Mire usted, señor Rajoy, le voy a responder categóricamente puesto que entiendo que en esta fase del proceso que estamos viviendo todos los ciudadanos deben tener bien clara cuál es la postura del Gobierno que les representa. No hemos adquirido ni vamos a adquirir ningún compromiso con ETA ni con Batasuna porque estamos decididos a no poner precio político al fin de la violencia. Y, dicho esto, le ruego que en lo sucesivo haga uso de su sentido de la responsabilidad para que no interpele a este Gobierno cada vez que ETA haga afirmaciones o insinuaciones que sólo vienen a dificultar el necesario consenso y la confianza que debemos mantener todos los demócratas y que yo me comprometo a perseguir y blablablá…»

Esto es lo que debería, o podría, haber contestado el Presidente del Gobierno. Sin embargo, eludió la pregunta e hizo una llamada al sosiego, llamada que obra en mí una virtud contraria a la pretendida: la respuesta de Zapatero a mí me estremece.

Porque, en el fondo, la discusión palpitante no se refiere estrictamente al fin de la violencia, sino otra que interviene aparentemente en un sentido algo marginal, pero que es de una importancia radical. ¿Está este gobierno dispuesto a lograr con ETA un pacto que deje insatisfechos a unos diez millones de españoles? Y esta pregunta no deberíamos hacerla sólo los escépticos, sino también los partidarios del actual diálogo, si tienen buena voluntad y se dan cuenta de que el país no es sólo de quienes gobiernan y de sus simpatizantes.

Es posible que el Partido Popular esté demasiado encastillado en sus posiciones, pero el Gobierno debería esforzarse en serio, y antes que nada, por integrarlo en el consenso. Este esfuerzo todavía no se está dando. Y, recordemos, la capacidad de iniciativa gubernamental invocada constantemente por el propio Gobierno, el PSOE y el Grupo Prisa no debe ser usada sólo para tratar con los terroristas, sino también, ¡y sobre todo!, para construir un acuerdo perdurable sobre un asunto tan importante. El malestar expresado en la pasada manifestación de la AVT, el PP y la Cope acaso es minoritario (en cualquier caso es abundante), pero es real, y cuesta creer que una política de estado como es la antiterrorista se efectúe haciendo oídos sordos a ese descontento. Y debo insistir en lo de siempre: el responsable de un asesinato es quien aprieta el gatillo, no quien se niega a negociar con él; por eso debemos más atención y consideración a este último.

La amenaza de volver a las andadas también es violencia. La «verificación» debería tenerlo en cuenta, como los cócteles molotov o la persistencia de las extorsiones. Y, sobre todo, la paz en el País Vasco no puede ser la paz de Zapatero. Todos hemos sufrido, y mucho, por culpa de ETA y de las barbaridades que directa e indirectamente han provocado. Todos hemos padecido una vida pública contaminada y a menudo estupidizada por el terrorismo. Todos nos podemos sentir culpables por el GAL, que más que un crimen de estado es una patología de estado. Todos agonizamos y protestamos cuando asesinaron a Miguel Ángel Blanco. Y si las desdichas de una sociedad en su conjunto no cuentan, siempre se puede atender a una víctima nada sectaria como es Fernando Savater, quien en su último artículo pedía al Presidente que no tuviera tanta prisa, porque más importante que la paz es una paz sin amenazas y en libertad: una paz en condiciones, vaya. La necesidad de encarecer el papel de la dignidad es el reactivo de los ciudadanos ante los peligros de un proceso de paz que, de efectuarse imprudentemente, puede terminar en una democracia degradada; no es una mera satisfacción de la que podamos prescindir. Además, cuando por fin tenemos la sensación de estar ganando después de tantas penalidades…

martes, 20 de junio de 2006

Brevísimo elogio de la discrepancia

¿Cómo no dar la bienvenida a Vidal después de su agradecible comentario? Si crear un blog es como lanzar una botella al mar, encontrar un solo lector es algo tan raro como un kraken… lo que convierte al océano en un espacio algo temible, pero mucho más interesante.
Vidal, te referías de manera lateral a «discrepancias puntuales» que no detallabas, supongo, por no estropear el alentador tono de tu comentario. Mi propuesta es la siguiente: si vuelves y tienes tiempo y paciencia, plantea esas discrepancias. Porque lo interesante, el jugo de la cuestión está en el debate y no en las pobres y solitarias opiniones que yo pueda tener sobre las cosas. Será la modesta forma en que demos la batalla contra dos peligros:
El primero es lo que los italianos llaman «qualunquismo», traducible al castellano por «cualquierismo»: qué más da quién mande, a quién votemos, qué pensemos, qué digamos. Es una actitud suicida y, desde luego, la más insidiosamente conservadora porque pareciendo inteligente cede la propia soberanía a qualunque.
El segundo es el sectarismo, que es lo contrario del pluralismo como una actitud positiva y eficaz de aproximación a los otros. No me refiero al viejo discurso escolar según el cual hay que buscar la cooperación porque sea buena en sí misma, sino al reconocimiento de la multitud de posturas que existen acerca de lo que nos pasa; este reconocimiento no se expresa en el aislamiento, como si los demás nos contaminasen con sus sucias opiniones, sino aclarando las razones propias cuando son desafiadas por las ajenas. Como todo buen científico sabe, la divergencia es una levadura magnífica para las propias posiciones.
Creo que respetar a los demás pasa siempre por discutir sus razones cuando no son las nuestras. Ni Falete, ni tú, ni yo ni quien quiera invitarse en adelante tenemos por costumbre mentarnos la madre, ni llegar a las manos, ni callarnos a gritos (como sí pasa, ay, en el dichoso oasis). Pues divirtámonos saliendo a la palestra.
Y (dicho sea en tono de broma), ¿acaso no es cierto que, desde los diálogos platónicos, en occidente siempre se pensó mejor en compañía, a golpe de polémica?

lunes, 19 de junio de 2006

Tiempo

Es el gorrión vibrante encerrado en mi garganta,
el peso de mis hombros, el brillo marmóreo de mis manos.
Los tendones de mis pies, la mancha de mi nuca,
El desgarrón en mi retina, la fractura en mi nombre.
Esa voz en mis oídos: saluda y se despide.

sábado, 17 de junio de 2006

Parte médico

Mientras la ciencia médica intenta dar con el diagnóstico, a mí sólo me resta esperar a que los antídotos hagan efecto sobre los síntomas, a saber: exantema cutáneo, dolores articulares, moscas en un ojo, prurito.

Lo peor, amigos, es el prurito. De niños nos contaban que la tortura china consistía en hacer cosquillas al reo. Pues esto es peor, porque del picor no puedes echarle la culpa a nadie. Se instala por toda la superficie de la piel, te aguijonea ahora en el antebrazo, ahora en la espalda, ahora en la nalga, ahora en el ombligo… «Si empiezo a rascarme», piensas, «no podré parar hasta desollarme vivo»; así que intentas aguantar con temple de acero. Pero las punzadas atacan cada vez con más fuerza, cada vez en más sitios, hasta que, me cago en todo, te das por vencido y te rascas sin remedio. He llegado a encontrarme en estado de frenesí, desnudo por casa dando gritos, frotándome con una toalla por todo el cuerpo enrojecido.

Es la primera vez que he comprobado que un estímulo aplicado con la suficiente intensidad y durante un período suficiente puede volverte, literalmente, loco. No dejas de pensar en ello, no puedes concentrarte en nada, no duermes, no haces nada salvo atender a tu picor incesante.

Remedios y cantidades diarias: corticoides (Urbasón), 40 miligramos; antihistamínico (Ebastel forte), 20 miligramos. Cuando se comprobó que a persar del Ebastel, el picor aumentaba —¡todavía más!—, una atenta doctora me lo cambió por Atarax 25: una verdadera joya indicada, más que como antihistamínico, como ansiolítico; no puedes conducir ni manejar maquinaria mientras lo tomes (da igual; el prurito te incapacita tanto o más) y su fin primordial es el combatir la ansiedad, la irritabilidad, el insomnio y los estados de tensión emocional (ciertamente a todo eso he llegado por culpa del dichoso picor, que aparece en último lugar entre las indicaciones). Leo en el prospecto que la cantidad de Atarax indicada para los problemas cutáneos sólo puede llegar a los 100 miligramos al día. El primer día, ayer, dupliqué esa cantidad. Pero al menos he podido pegar ojo unas pocas horas y escribir estas líneas. A ver cuando puedo terminar el post sobre la triste historia de Beatrice Cenci, que os va a gustar mucho.

jueves, 15 de junio de 2006

Darwin no conoció la televisión capitalista


Acabo de enterarme de que Telecinco, harta de soportar la competencia de Aquí no hay quien viva, de Antena 3, ha decidido pagar un dineral por su productora para eliminar dicha serie. Muerto el perro —o desaparecida la ventaja del competidor—, se acabó la rabia. Ahora estoy esperando a que aparezca un economista de ésos que encarecen la libertad de mercado porque la competencia mejora la oferta para el consumidor. Y que me explique este revelador caso de supervivencia de los menos aptos.

viernes, 9 de junio de 2006

Vicio y virtud de la hipocresía


El Tratado sobre la tolerancia con motivo de la muerte de Jean Calas, de Voltaire, ha perdido la frescura que hubo de tener en su época. Se concentra en criticar un caso especial de intolerancia, la religiosa, apenas presente ya en nuestra querida Europa o a la que, si existe, ya no se le presta importancia; para nuestra lástima, Voltaire no podía prever el auge del nacionalismo moderno ni del posmoderno, último lujo ideológico de las sociedades sobrealimentadas. El Tratado abusa de los argumentos de autoridad y de las prudentes componendas coyunturales que hubo de asumir al redactarlo, lo cual contribuyó a convertirlo en un texto muy eficaz en su momento (no olvidemos que tenía el doble propósito de promover tanto la tolerancia religiosa como la rehabilitación de la familia Calas, injustamente condenada en virtud de su calvinismo por el asesinato —aunque según parece se trató de un suicidio— de uno de sus miembros), pero que el lector actual padece como debilidades argumentativas; qué le vamos a hacer si todas las obras son hijas de su tiempo.

Rasgo curioso y ameno, Voltaire se sirve no sólo de argumentos racionales e históricos para defender su causa, sino también de dos breves apólogos. Ambos son excelentes, así que los resumo y entro al lío:

En el primero de ellos, el Diálogo entre un moribundo y un hombre de buena salud (capítulo xvi), éste último, fanático católico, va a visitar a un calvinista agonizante para ofrecerle un trato en apariencia ventajoso: si el moribundo reniega de sus creencias y abraza los dogmas católicos, será enterrado en el cementerio y no arrojado al vertedero; su herencia no será despojada por la Iglesia y sus hijos podrán disfrutarla; su mujer no se verá privada de su dote. El moribundo emplea sus limitadas fuerzas para resistirse a semejante coacción: ¡si obedeciera, estaría cometiendo perjurio! La respuesta del fanático es interesantísima:

«—Muere como hipócrita; la hipocresía es algo bueno; es como dicen, un homenaje que el vicio rinde a la virtud. ¿Qué cuesta un poco de hipocresía, amigo mío?»

El calvinista afirma que por palabras como ésas uno acaba respondiendo ante Dios. Le suplica que, si de veras cree, sea caritativo con él y con sus deudos. El católico insiste, ordena, se enfada. ¿Por qué? Al fin lo descubrimos: si consigue el arrepentimiento del hereje, obtendrá una canonjía.

Por último, la muerte llega como era de esperar y el antipático proselitista, chasqueado por la resistencia hasta el final de su oponente, decide imitar la letra del finado para pergeñar un falso arrepentimiento.

El uso de la hipocresía que el fanático propone mediante la amenaza de ruina para la familia del pobre moribundo ofrece alguna garantía en la esfera terrenal, pero asegura la perdición una vez cuando llegue la hora; hay un evidente juicio de valor favorable a la conservación de las propias convicciones. Así, la hipocresía es el vicio de quien no se cuida de la salvación espiritual y sólo asegura el bienestar temporal, mintiendo a quienes detentan el poder. La tolerancia demostrada por el moribundo es pasiva, la de las víctimas y las minorías deseosas de no tener que padecer agravios por sus creencias, y se enfrenta a la activísima intolerancia del católico integrante de la mayoría; porque la intolerancia se expresa siempre como una relación de poder que obliga a asumir «hipócritamente» normas arbitrarias para ganarse una tranquilidad exclusivamente personal, temporal y terrenal, a pesar de la condena eterna o, lo que más nos importa, a costa de la fidelidad a unos valores benignos. A Voltaire no le importa que uno sea católico y otro calvinista; no ignoraba las hogueras prendidas por Calvino y sus discípulos en la apacible Ginebra donde estaba escribiendo su defensa de los Calas… Cuando, en el curso de la argumentación, el fanático recuerda la máxima 218 de La Rochefoucauld ("L'hypocrisie est un hommage que le vice rend à la vertu"), la convierte en un sofisma: la hipocresía no es en este caso, no tiene nada que ver con la virtud.

El segundo apólogo, la Relación de una disputa de controversia en China (capítulo xix), usa del procedimiento ilustrado de enfrentar nuestras costumbres y creencias a un observador extraño y, por lo tanto, más apto para desconcertarse y resaltar así nuestros defectos convirtiéndolos en incomprensibles (*). Un mandarín de Cantón media en una disputa entre un jesuita, un limosnero de la compañía danesa y un capitán de Batavia. Cómo no, la discusión es religiosa. Los tres pretenden convencerse unos a otros de sus respectivas doctrinas, cada una de ellas amparadas por la autoridad de dispares concilios o asambleas. El mandarín escucha con toda paciencia las razones de los tres sin entender gran cosa, de manera que los despide con esta reconvención:

«—Si queréis que aquí se tolere vuestra doctrina, empezad por no ser ni intolerantes ni intolerables»

Los tres, corridos, abandonan la audiencia. Pero el jesuita (Voltaire no podía ni ver a la milicia ignaciana que le educó) se encuentra con un monje dominico con quien recae en el prurito de discutir sobre dogmas; ambos acaban por llegar a las manos. El mandarín, enterado de esto, los encierra en una misma prisión. ¿Hasta cuándo?, le preguntan. Si hay que esperar a que se pongan de acuerdo o a que se perdonen mutuamente, habrán de pudrirse en la cárcel toda su vida. La respuesta del mandarín es memorable:

«—Bueno, entonces hasta que finjan perdonarse»

Otro caso de hipocresía, ahora incitada por el paternal mandarín; si los dos litigantes no pueden ponerse de acuerdo ni otorgarse mutuo perdón, tienen que simularlo. Así se evitarán futuras violencias. El perdón mutuo, aun insincero, cobra el carácter de un contrato formal al cual atenerse en adelante. Pero, al contrario que en el caso anterior, todo son ventajas: evitan la violencia; no caen en contradicción con las propias convicciones, con lo cual no se compromete la salvación espiritual; no existe la coacción entre ellos, ni de la autoridad ni de la mayoría que tiende a imponer su fuerza. Bueno, sí hay coerción: la efectuada por el mandarín ante la violencia, cuando trata al jesuita y al dominico con toda lógica como si fueran niños, encerrándolos hasta que hagan sus deberes. La hipocresía es otro tipo de mentira que no atañe a las propias creencias, sino al dominio sobre el efecto que nos producen las de los demás, ya sea este desacuerdo, repugnancia o indignación. Eso sí, existe una condición para que esto se cumpla: el poder político ha de comprometerse en la causa de la tolerancia religiosa, sin tomar partido por unos dogmas u otros.

El objetivo de un comportamiento hipócrita, ahora sí, corresponde a lo indicado por el moralista La Rochefoucauld: una convivencia en paz para la comunidad, evitando cualquier perjuicio para uno mismo y para los demás, en este mundo como en el futuro. En el fondo, supone el reconocimiento de una personalidad distinta en el otro, y por lo tanto de la humanidad del prójimo. Por algo se empieza.

La lección que podemos sacar entre las líneas podría resumirse así: la tolerancia es un hábito no meramente pasivo; exige un compromiso y un reconocimiento activo hacia los demás.

Hace años vi en televisión un documental sobre Jean Renoir, tal vez el cineasta que mejor ha retratado la alegría. En él se entrevistaba al director, ya en su bonachona vejez. Como pretexto para hablar de algo, usaban un libro con láminas que ilustraban algunos vicios humanos. En una de ellas figuraba la hipocresía. Renoir se apresuró a decir: «Ah, la hipocresía, qué buen pecado. Si no fuera por ella estaríamos a golpes todos los días». El diccionario de la RAE la define como el «fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan»; cautamente, no existe en la definición una referencia a las intenciones buscadas por la mentira, y que son sin embargo de interés capital para juzgar su valor.

Una nota
(*) Me llama la atención la falta de perspectiva histórica de algunas insignes inteligencias. En un reciente artículo de Juan Goytisolo (Voltaire y el Islam), se agarra por los pelos una razonable petición de algunos espíritus libres escapados del rigorismo musulmán («¡necesitamos un Voltaire islámico!») para instruirnos doctamente acerca de la supuesta admiración por tal cultura del autor del Poema sobre el desastre de Lisboa y de Mahoma o el fanatismo. Los ejemplos aducidos no podían ser peores: el Zadig, la Historia de los viajes de Escarmentado, algunos pasajes del Cándido. Los relatos de Voltaire son, casi sin excepción, apólogos que muy a menudo recurren a la mirada ingenua hacia nuestro mundo «con otros ojos». Su querencia por personajes y motivos exóticos es más que nada un rasgo de «orientalismo», lo que nos sugiere que la alabanza del Islam no era precisamente la intención primaria de su autor; intenciones que, no obstante, nuestro preclaro novelista sí distingue. No entender esto es como suponer que en Micromegas Voltaire defiende solemnemente la superioridad moral de los pueblos extraterrestres, o que la historieta aquí glosada tiene como central propósito encarecer la sabiduría de los mandarines cantoneses (si bien hay que reconocer que, a partir de su descubrimiento de las máximas de Confucio, admiró la cultura china).

La islamofobia es repugnante; pero la islamofilia es una actitud boba que nos conduce a asombrosos equívocos, como los que pudimos advertir con ocasión de las protestas violentas que siguieron a la publicación de ciertas caricaturas.

jueves, 8 de junio de 2006

Querido Falete…

Querido Falete, tu comentario [al post Mi posdebate, del 31 de mayo] casi me produce una depresión, y casi no sé por dónde empezar. Es cierto que estoy muy pegado y apegado al terreno político, pero como es un vicio que tengo desde pequeñito me parece que estoy muy lejos de corregirme; sí me comprometo a tratar en adelante otros asuntos en este blog, que me está empezando a hartar hasta a mí mismo.

En fin, vamos allá. La vinculación a una determinada ideología es, primariamente (y primitivamente), sentimental; estás del todo en lo cierto. Pero bueno, uno va creciendo y, aunque esos motivos sentimentales no se pierdan —porque también están vinculadas a experiencias muy cargadas de significación—, aspira a dotarlas de razón. En posts anteriores he tratado de exponer suficientemente, creo, mis razones; ahora me interesa más explicarte otra cosa.

En la actualidad, el moralismo tiene muy mala reputación. Generalmente relacionado con actitudes censorias y totalitarias, el postmodernismo lo ha despreciado como un residuo pseudorreligioso o algo así. Pienso en Nabokov, habituado al trato con la censura, cuando sonreía de medio lado al referirse a los «moralistas» que veían en Ada o el ardor una mera anécdota de insecto, perdón, incesto. En política, el liberalismo criticaba el dirigismo estatista en parecidos términos. Mira por ejemplo lo que dice Friedrich Hayek (liberal amadísimo aunque muy poco atendido por nuestra antiliberal derecha, quizás porque les hace recordar a la liberal —¡ojalá!— Salma) en Camino de servidumbre:

Cuando al hacer una ley se han previsto sus efectos particulares, aquélla deja de ser un simple instrumento para uso de las gentes y se transforma en un instrumento del legislador sobre el pueblo y para sus propios fines. El Estado deja de ser una pieza del mecanismo utilitario proyectado para ayudar a los individuos al pleno desarrollo de su personalidad individual y se convierte en una institución “moral”; donde “moral” no se usa en contraposición a inmoral, sino para caracterizar a una institución que impone a sus miembros sus propias opiniones sobre todas las cuestiones morales, sean morales o grandemente inmorales estas opiniones. En este sentido, el nazi u otro estado colectivista cualquiera es “moral”, mientras que el Estado liberal no lo es

Bueno, se trata de unas líneas escritas en plena Segunda Guerra Mundial, así que el tono que ahora nos resulta un poco tremendista está bien justificado, y no impide que yo esté de acuerdo, o, mejor dicho, de acuerdo a medias con lo expresado. Hayek, hay que subrayarlo, no estaba debatiendo la alternativa entre tories y whigs, sino entre el totalitarismo nazi o soviético y la democracia liberal hoy admitida entre nosotros como el sistema político más deseable. Mi reparo viene al considerar el supuesto carácter amoral del sistema. Supongo que era necesario conceptuarlo así en virtud del debate político, entonces literalmente inflamado. Ahora quizás Hayek volvería a considerar sus palabras y recurriría al término «neutral», más que a «amoral». Porque toda obra humana supone una elección entre alternativas, es decir, un juicio de valor, es decir, una decisión moral. Y esto vale incluso para el código civil más impersonal porque, si no somos ingenuos iusnaturalistas, estaremos de acuerdo en que las leyes están hechas para justificar y consolidar una determinada administración del poder. Un Estado que consagrase un laisser faire absoluto también sería, a su manera, moral.

Hayek critica con toda razón las leyes elaboradas previendo sus efectos particulares. Esto es lo que han olvidado nuestros queridos zapateristas cuando redactan las leyes penales que acomodan los castigos a aplicar según el sexo del delincuente, las promulgadas contra el consumo de tabaco [ver el post del 3 de febrero] o las ordenanzas que pretenden, y parafraseo de memoria un texto tuyo, eliminar el problema de los ruidos y las molestias a los habitantes de la ciudad prohibiendo una conducta tangencial como es beber alcohol en la calle. En efecto, estas leyes no son de izquierdas: son simplemente malas leyes que imponen sobre el individuo una coerción estatal arbitraria y basada en justificaciones coyunturales y, por tanto, nos separan de la noción que yo concibo acerca del verdadero progreso. Savater se lamentaba hace poco de esto mismo recordando una oportuna cita de Chesterton, dirigida contra «la tiranía de los pequeños valores».

Seguimos. El carácter moral de toda acción (u omisión) personal se extiende absolutamente a la esfera de las decisiones políticas mediante la intervención capital de la ideología. Hace poco aludía de refilón al contenido ideológico de la política de infraestructuras. Lo hacía porque, por ejemplo, conservar una red de autovías centralizada en Madrid tiene unas implicaciones bien distintas a establecer una verdadera trama con enlaces rápidos y seguros entre regiones vecinas. O, por ejemplo, el caso del Plan Hidrológico Nacional: me falta competencia para saber si trasvasar agua del Ebro es una solución deseable en términos económicos y ecológicos, pero sé de sobra que decidir a favor o en contra del trasvase supone establecer dos modelos muy distintos de cohesión territorial, vale decir, de valores, de moral y de la ideología que todo lo impregna. Por mucho que se parezcan los gobiernos del PSOE y del PP, a este respecto no puedo estar de acuerdo contigo. Que te lo digan los lingüistas nacionalistas con su defensa del idioma como rasgo identitario…

Y llego al final de este rodeo, demasiado largo ya. Vengo a parar en las razones que hacen que me reconozca como un izquierdista. Tengo una cierta idea sobre la dignidad del individuo, y creo que nos podemos acercar a su consumación si el Estado no se limita a redactar el Código Penal y a regular la libre competencia, sino que extiende su labor hasta garantizar en forma de derechos ciertos requisitos que entiendo mínimos para la creación de ciudadanos libres; cito los menos obvios: instrucción, atención sanitaria, asistencia, un monto mínimo de ingresos y tiempo libre. Al contrario que el bueno de Hayek, creo que el Estado de Derecho no tiene por qué colisionar con la promoción de medidas sustantivas, siempre que en el delicado juego de contrapesos se determine razonablemente y con alguna fiabilidad que la libertad garantizada o aumentada con tales medidas siempre supera a la que, por otro lado, elimina. Concibo, pues, que la libertad individual no viene garantizada por la mera igualdad ante la ley: la igualdad de oportunidades también es una condición a conquistar. Anatole France exclamó, un tanto demagógicamente, que las leyes prohibían con la misma magnanimidad al pobre y al rico dormir bajo los puentes; bien entendido, esto quiere decir que quien duerme bajo un puente lo hace probablemente porque no tiene otra elección, porque carece de determinada clase de libertad. En fin, soy de izquierdas porque a pesar de los pesares, o mejor dicho por todo lo que vengo diciendo hasta ahora, me reconozco como un moralista con ciertas cualidades distintivas.

Que este criterio político se adecue más o menos a la izquierda verdaderamente existente es otro problema. Por decirlo de algún modo, un conflicto ideológico entre mis críticas y sus acciones no tiene por qué ser insoluble: si la distancia se hace demasiado grande, que se retiren los demás. No se trata del excesivo apego a la denominación izquierdista, cuya fetichización interesada ya he execrado en otros posts, no. Entiendo que evaluar y fiscalizar si es preciso la acción de los partidos próximos es un deber, porque se corre el peligro de que olvidemos cuáles deberían ser sus objetivos y motivos y por tanto de que, entonces sí, la ideología no impregne nada. Por decirlo claro, aunque a menudo apruebe algunas expresiones o actitudes de sus dirigentes y tú me encuentres a sólo dos pasos de echarme a correr en sus brazos, no puedo sentirme de ninguna manera próximo al discurso del Partido Popular. De hecho, merece la pena pelearse un poco para que los grandes partidos no se parezcan demasiado.

Eso sí, ¿merece la pena preocuparse tanto por la política? Cuando reúna suficientes ganas, intentaré responder a este reproche. Por el momento sé que la política procura muchas, pero que muchas amenas paradojas. Fíjate en que los mismos estudiantes que inventaron el lema «prohibido prohibir» que tú me recuerdas agitaban el libro rojo de Mao, nada menos… Cuando se piensa un poco, es como para echarse a reír.

Termino comprometiendo desde ahora mi voto a favor del PMAR y agradeciéndote —¡no sabes cuánto!— la paciencia y el interés. Un abrazo.

miércoles, 7 de junio de 2006

¡Vuelven los Bordini!

Los he visto hoy mismo, con las caravanas estacionadas en el mismo lugar de siempre, el solar que da a la calle Antonio Lorenzo Hurtado, cerca de mi casa. ¿Hace cuánto tiempo no les veo actuar? ¡Más de 20 años!

Creo que los Bordini son muy queridos en Valladolid, aunque tal vez me engañe generalizando el afecto que, inadvertidamente, yo les llegué a tener con mis 9 años. Tendían la cuerda desde la torre del Ayuntamiento hasta el nacimiento de la calle Santiago, metros y metros que se elevaban hasta una altura suicida. Tan larga era que necesitaban la colaboración de algunos espectadores para sujetar algunas sogas cuya función, pendientes de la cuerda floja en forma de triángulo isósceles, era la de tensarla un poco. No tardaban en encontrar voluntarios.

Varios miembros de la familia practicaban el funambulismo durante la primera parte del espectáculo. Sujetando la pértiga como si fuera un balaustre, avanzaban a tientas hacia arriba, siempre hacia arriba. Uno de ellos, explicaban, sólo tenía dieciséis años. Saludaba con la mano desde la torre, una vez ganada ésta. La primera cumbre del espectáculo era el momento en que, evolucionando en sentidos contrarios, dos de ellos se cruzaban en la cuerda. Uno se agachaba. El otro practicaba una coreografía en cámara lenta, no muy vistosa ni elegante, pero que, ahora lo sé, era admirable; lograba evitar el obstáculo. Concluida la maniobra, continuaban cada uno por su lado, escuchando la cerrada ovación del público.

Veo a una chica joven, rubia y rubicunda como sólo lo pueden ser los muy nórdicos. Está muy gruesa, y fuma con el ceño fruncido. ¿Será una de las criaturas a las que veía entonces, al pasar, jugando con sus hermanos?

Y luego venía la moto. En vez de neumáticos, tenía una especie de adaptación en las llantas, un surco que se trababa en la cuerda. La moto subía mientras nos pasmábamos con el equilibrio del piloto. Después descendía con toda gentileza, marcha atrás. Al cabo de algunas demostraciones llegaba el verdadero plato fuerte. Subido a un trapecio que a su vez colgaba del chasis de la moto, otro de los temerarios Bordini se dejaba transportar hacia las alturas, en una cota inferior a la de la cuerda. Allí, contrapesándose mutuamente, empezaban a dar vueltas de campana: una, dos, tres, yo qué sé cuántas. ¿Cómo harían para no caerse? Más cerradas ovaciones del público.

Uno de los Bordini más veteranos se encargaba de presentar el espectáculo, una voz incesante y cortés que, sin sobreactuar ni cambiar sus inflexiones, en un castellano justito y de durísimo acento alemán, lograba mantener incesante la atención del público. Pedía, sin hacer énfasis incómodos, las contribuciones de los espectadores. Presentaba a los miembros de la familia dejando ver algo del amor filial. Explicaba la dificultad de las acrobacias con la frialdad de un hombre del tiempo. Hacía que viéramos a los ejecutantes como animales raros.

Uno de los años gozaron de un patrocinio. Al acordarme de la forma de presentarlo, me sonrío sin remedio: «a nosotros nadie quiere hacernos un seguro, pero si pudiéramos lo contrataríamos en El Ocaso».

martes, 6 de junio de 2006

La fierecilla domada

A pesar de lo que dicen los más pesimistas, el proceso de paz ha producido algunos frutos de interés. Puede sonar exagerado, pero me parece notable que Otegi se haya referido como un error a la tradición abertzale de haber ignorado el sufrimiento ajeno; creo que esas declaraciones abren a los batasunos un horizonte ético comparable al descubrimiento de América. Sin embargo…

Tal vez se deba a la mera costumbre de encarecer el consenso, pero el enfrentamiento entre los partidos democráticos a causa del terrorismo me parece un motivo gravísimo de crisis. Cuando Acebes dice que el plan de ETA es el mismo del PSOE, cuando Blanco nos revela que el PP quiere acabar con el proceso de paz, qué queréis que os diga, yo me pongo a temblar.

El PP ha cultivado una ya arraigada tradición de uso electoralista del terrorismo, que en ciertos momentos —bajo el liderazgo de Aznar, durante la última campaña electoral— llegaba a resultar emético. Por el contrario, el PSOE fue el principal promotor del pacto por las libertades y contra el terrorismo, y siempre supo dejar en un segundo plano a ETA para no convertirla en objeto de debate partidario. Y ahora, ¿dónde estamos?

Según Iñaki Gabilondo, el PP ha reaccionado con virulencia ante el anuncio de conversaciones entre el PSE y Batasuna debido al mal resultado de Rajoy en el Debate sobre el Estado de la Nación. Yo le propondría que considerase otra perspectiva. Imaginar, por ejemplo, que Rajoy renunció a tocar el terrorismo y las versiones conspirativas acerca del 11-M como un gesto significativo de respaldo a las decisiones del Gobierno tras el alto el fuego. Que esa misma tarde, sin que lo hubieran consensuado previamente ni se lo hubieran comunicado, Patxi López anunció próximas conversaciones con Batasuna aceptando las premisas que éstos defienden (las dos mesas de diálogo y demás). Que al día siguiente, el Presidente del Gobierno explicó durante su turno de réplica al PNV que, como el proceso de paz va a ser muy largo, iniciará antes el diálogo político. Que los medios de comunicación de derechas preguntaron: ¿para esto renunciaste a hablar de terrorismo en el debate, Mariano?

Evidentemente, Zapatero quería apoyar a los dirigentes de Batasuna ante la posibilidad de que ingresaran en la cárcel; ha obtenido, por cierto, un éxito completo. Pero olvidó la delicada situación de los moderados del PP —como el propio Rajoy—, acosados por los halcones de su propio partido que piden hacer sangre, a los que ha dejado con el culo al aire. Como resultado inmediato, Rajoy ahora se siente obligado a hacerse el digno ante su propio partido y anunciar la ruptura con el Gobierno. Ante el proceso actual, el esfuerzo éste debería ser el de equilibrar todas las partes para que ninguna se retire. Sin embargo, el equilibrio debe tener en cuenta los puntos de partida de cada cual. La actitud del PP, si bien ha sido demasiadas veces demagógica e irresponsable, no equivale al extremismo de una izquierda abertzale que ha asesinado, extorsionado y aún coacciona a una buena parte de la sociedad, qué me digo, a toda la sociedad. El Gobierno no debe caer en la tentación de establecer una equidistancia respecto de la derecha española y del terrorismo nacionalista. Mi impresión es que, por muy inflexible que se ponga el PP, al PSOE le debería resultar más fácil dialogar con ellos que con Batasuna; no pueden querer en serio una paz que deje insatisfechos a un 40 por ciento de los españoles. Y esto no puede esconderse tras la pantalla del perdurable sufrimiento de los socialistas vascos en el adverso clima de violencia al que han debido acostumbrarse.

Y ahora un discursito moral. Escuchando a José Blanco y a algunos contertulios de Hora 25, parece que la responsabilidad de un eventual regreso a la violencia etarra fuera a depender de la cerril actitud del PP. Pues nada, habrá que recordar a todo el mundo lo evidente: quienes aprietan el gatillo, recaudan el producto de la extorsión, queman un autobús o arrojan piedras a un concejal constitucionalista no son Acebes, ni Zaplana ni Rajoy. Si éstos pusieran al gobierno en la tesitura de endurecer las condiciones de la legalización de Batasuna, ETA tendría para matar las mismas justificaciones que antes de la tregua permanente: ninguna, porque convivimos en un Estado de Derecho y la violencia, creo recordar, se ve como algo muy feo. Creo que si Zapatero está cometiendo un error es el de pensar que haber obtenido la tregua de ETA es algo así como haber domado a un tigre. El animalillo, pobre, no sabe hacer otra cosa que morder y dar zarpazos porque es un depredador; pero ETA es una organización compuesta por elementos de los que tal vez quepa suponer su condición de personas, con criterio para decidir y responsabilidad sobre sus actos.

Fin (por el momento)

Remate
Pues sí, era sólo por el momento. Rajoy, como si tuviera el secreto propósito de dar la razón a sus adversarios, ha declarado oficialmente esta tarde la ruptura de relaciones con el Gobierno, nada menos. Como reacción neurótica no está nada mal. En fin, yo insisto en lo mío: creo que la intención del líder del PP era dar un golpe de autoridad ante su propio partido, y que está pidiendo a gritos que el Gobierno le ofrezca una salida digna para retomar el consenso; también creo que el Gobierno debería intentarlo. Porque, aunque el PSOE obtenga una mayoría absoluta en las próximas Elecciones Generales, negociar el fin de la violencia requiere la fuerza moral de la unidad de todos los partidos democráticos, o por lo menos de los más importantes.
Voy a buscarme un país a mi medida, porque igual emigro. Veamos. Sildavia, Borduria, tal vez la hermana República de Feudalia…

lunes, 5 de junio de 2006

Democratic Life in Catalonia i en Espanya

En el civilizadísimo oasis catalán ya no es sorprendente que hoy hayan pegado a Arcadi Espada. Los aguerridos maulets que hace años arrojaban huevos a Vidal-Quadras en la diada, que ahora revientan, disfrazados de falangistas, las charlas organizadas por Ciutadans de Catalunya, que atacan en las manifestaciones o en Sant Jordi a los representantes del PP, que amenazan de muerte a quienes se oponen a las posiciones oficiales… Estas criaturas no es que sean siempre las mismas, pero son hijas de la misma cosa: el nacionalismo. No conozco otra ideología que haya recurrido, en nuestra historia democrática, a la violencia.

Sí, ya lo sé: no todos los nacionalistas insultan, agreden y matan. Pero la inversa es absolutamente cierta: los que insultan, agreden y matan (etarras, maulets, gudaris de la kale borroka, guerrilheiros do pobo galego, falangistas, especímenes del Batallón Vasco Español) son siempre, siempre, siempre nacionalistas. Es lo que viene a explicarnos esta contribución de Javier Maqueda, senador por el PNV, a una antología de la paremiología: «el que no se sienta nacionalista ni quiera a lo suyo no tiene derecho a vivir». Pues ya me puedo ir preparando a renunciar al derecho a la vida, un derecho que, eso sí, acaso disfruten en breve los grandes simios.

A mí esto me da motivos para pensar. No sé a ti.

domingo, 4 de junio de 2006

Carta de Hannah Arendt


He accedido a esta carta abierta, publicada por Hannah Arendt y por otros el 4 de diciembre de 1948 en el New York Times, en una versión francesa. Como ejercicio para mí mismo la traduje, y ahora la publico aquí para que veáis cómo no tenemos motivos para dejarnos amedrentar por quienes llaman antisemitas a los que criticamos o aborrecemos la política de exterminio efectuada por el Estado de Israel.
Lo que nos da este breve texto es un buen ejemplo de la actitud de esta intelectual judía que hubo de exiliarse de su Alemania natal: su empeño en conseguir que los hombres («no El Hombre») sean dignos, su aguda sensibilidad para detectar el totalitarismo hasta en los territorios ideológicos más cercanos; su clarividencia política, que tanto me recuerda a la de ese otro hombre decente, Albert Camus. Basta proyectar lo que decían en su momento unos cuantos años hacia delante para comprobar hasta qué punto acertaban. Cuanto más aprendo acerca de la agitada vida moral de occidente durante la posguerra, más admiro estas conductas.
Algunas aclaraciones:
Pocos meses antes de la publicación de esta carta, el 14 de mayo de 1948, se había proclamado Israel como república independiente y soberana. Desde la misma fundación se había desarrollado una guerra permanente entre israelíes y árabes en la que mediaron, sin éxito, las Naciones Unidas a través de su enviado, el conde Bernadotte, quien acabó asesinado por la banda sionista Lehi en septiembre de ese mismo 1948.
El Gang de Stern agrupaba a las organizaciones paramilitares Haganah, Lehi e IZL y se concentraba principalmente en los ataques terroristas contra los británicos. Como obra maestra de su ejecutoria cabe recordar el atentado con bomba en el hotel Rey David de Jerusalén en julio de 1946, que acabó con 91 víctimas mortales, la mayoría civiles, entre árabes, británicos, judíos y otros.
Arendt se extiende en algunas consideraciones acerca de Menahem Begin y su partido. Recordemos que Begin acabó, al cabo de los años, fundando el Likud y, admirémonos todos, ganando el Premio Nobel de la Paz en 1978 gracias a la conciliación negociada con Egipto. Lecciones de la historia.


Hannah Arendt
LA VISITA DE MENAHEM BEGIN Y LOS OBJETIVOS DE SU MOVIMIENTO POLÍTICO

Entre los fenómenos políticos contemporáneos capaces de suscitar la mayor inquietud es preciso incluir el nacimiento del Partido de la Libertad (Triu’at Haherut) en el recién fundado Estado de Israel. En su estructura organizativa, en sus métodos, en su filosofía política y en su poder de persuasión social este partido se revela muy próximo a los partidos nacionalsocialistas y fascistas. Se ha formado a partir de miembros y de militantes del antiguo Irgun Zvai Leumi, una organización terrorista, encendidamente nacionalista y de extrema derecha de Palestina.
La actual visita efectuada por Menahem Begin, cabeza de este partido, a los Estados Unidos supone preparar las próximas elecciones en Israel dando la impresión de que los Estados Unidos lo sostienen, y ha de reforzar los lazos establecidos con los círculos sionistas conservadores de los EEUU. Un cierto número de americanos que gozan de renombre en los círculos influyentes del país ya han permitido utilizar su nombre para agasajar a Begin con motivo de esta visita. Ahora bien, es inconcebible que, si se les ha informado de una manera fiable acerca del pasado político y de las ideas políticas de Begin, quienes se oponen al fascismo en todo el mundo hayan prestado su nombre y su apoyo al movimiento que éste representa.
Antes de que se produzcan consecuencias irreparables en forma de ayuda financiera y de declaraciones públicas a favor de Begin, antes de que se produzca en Palestina la impresión de que una gran parte de América apoya a elementos fascistas en Israel, América debe ser informada del pasado y de los objetivos de Begin y de su movimiento.
Las declaraciones públicas del partido de Begin no anuncian nada en absoluto acerca de su verdadero carácter. Hoy en día se trata de la libertad, de la democracia y del antiimperialismo, mientras que aún hace poco estas declaraciones propagaban la doctrina de un estado fascista. Los actos revelan más la verdadera naturaleza terrorista del partido: sobre la base de su actividad práctica pasada, se puede juzgar mejor lo que cabe esperar de éste en el porvenir.

Ataque a una población árabe
Un ejemplo chocante de esta actividad fue el acontecido en la población árabe de Deir Yasín. Este pueblo aislado, rodeado por tierras pertenecientes a judíos, no había participado en la guerra e incluso había impedido el acceso a las bandas árabes que se querían servir de él como una base para sus incursiones. El 9 de abril, según el New York Times, bandas de terroristas atacaron este pueblo apacible que no representaba un objetivo militar, y dieron muerte a la mayoría de sus habitantes —240 hombres, mujeres y niños—; dejaron con vida a algunos para hacerles desfilar como prisioneros por las calles de Jerusalén. Este acontecimiento aterró a la gran masa de la comunidad judía y la Jewish Agency dirigió un telegrama de disculpas al rey Abdallah de Jordania. Pero, lejos de avergonzarse de su fechoría, los terroristas se enorgullecían de la masacre, se exhibían en público e invitaban a todos los corresponsales de los medios extranjeros presentes en Israel a visitar los montones de cadáveres y los destrozos que habían provocado en Deir Yasín.
Lo sucedido allí ilustra el carácter y la actividad del Partido de la Libertad.
En el seno de la comunidad judía, este partido ha adoptado una ideología compuesta a partir del ultranacionalismo, del misticismo religioso y de una propaganda de superioridad racial. Como otros partidos fascistas, se dedicó a romper huelgas y exigió la destrucción de los sindicatos libres. Estos sindicatos, según ellos, habrían de ser reemplazados por agrupaciones corporativas siguiendo el modelo del fascismo italiano.
Durante los últimos años de violencias esporádicas efectuadas contra los británicos, el IZL y el Gang de Stern, edificaron una verdadera dominación terrorista entre las poblaciones judías de Palestina. Educadores acabaron en el hospital porque tomaron posición en su contra. Adultos fueron asesinados porque prohibían a sus hijos unirse a estos grupos. Al multiplicar las trifulcas, las roturas de vidrios y las agresiones individuales, los terroristas aplicaron los métodos de los gángsteres para intimidar a la población y para hacerse con importantes tributos mediante la extorsión.
Los miembros del Partido de la Libertad no han participado en lo que se construye en Israel. No han trabajado para hacer cultivable la tierra, no han construido viviendas: se limitan a poner en peligro los esfuerzos defensivos de los inmigrantes. Los intentos de estimular la inmigración, de los que no han cesado de jactarse, se quedan en insignificantes y se dirigen esencialmente a atraer acólitos fascistas de su calaña.

Contradicciones manifiestas
Las contradicciones que se pueden extraer entre las audaces afirmaciones de Begin y de su partido y la realidad de sus pasadas acciones en Palestina, demuestran claramente que no se trata de un partido político tal como se entiende habitualmente. Estas contradicciones son el signo irrefutable de que se trata de un partido fascista para el cual el terrorismo (dirigido a la vez contra los judíos, los árabes y los británicos) y la falsificación de la realidad son los medios apropiados para crear un estado dictatorial («Führerstaat»).
Todo lo que antecede hace indispensable que en este país se conozca la verdad acerca de Begin y de su movimiento. Es aún más trágico que los dirigentes del sionismo americano hayan rechazado manifestarse contra sus manejos o, siquiera, exponer a los miembros de su comunidad los peligros que amenazan a Israel si este país le apoya.
Ésta es la razón de que los abajo firmantes hayan recurrido a la publicación de algunos antecedentes bien establecidos referentes a Begin y a su partido, con el fin de animar a todas las personas afectadas a no apoyar esta expresión, la más reciente, del fascismo.

miércoles, 31 de mayo de 2006

Mi posdebate

Empiezo a aficionarme a sostener opiniones anómalas. Y no es que procure la heterodoxia como meta, sino que intento, en la medida de mis posibilidades, tener criterios que pueda tener como míos. Ojo, no hablo de míos en el sentido de creados por mí, sino de adoptados conscientemente. Ya he escrito en otras ocasiones acerca de la diferencia entre tener razón y saber por qué se tiene.

Me suele ocurrir con el Debate sobre el estado de la Nación. Como me gusta escucharlo, o a ser posible verlo —qué pasa, cada cual puede ser friki de lo que le dé la gana—, me puedo permitir el lujo de evitar el dichoso «posdebate» en el cual los creadores de opinión suelen llegar a un acuerdo tácito, a partir por cierto de criterios bastante pobres, sobre quién ganó.
Por ejemplo, en el único enfrentamiento entre el entonces presidente Aznar y el por mí añorado Josep Borrell, todos los medios se apresuraron a dar como ganador al primero, con tal denuedo que el pobre líder de la oposición se sintió obligado a pedir disculpas a sus simpatizantes por haber sido «demasiado técnico». Yo vi ese debate, lo escuché, y comprobé que el único que habló con algo de sentido fue el socialista, mientras que Aznar se limitó a practicar unas cuantas variaciones de la injuria hacia el adversario, por no hablar de la actitud gamberra de los diputados populares, quienes, cuando tomaron conciencia de lo bien que les habían funcionado los insultos y abucheos, adoptaron ese comportamiento hasta el día de hoy.

Los medios de la derecha son hoy unánimes: Rajoy no debió enredarse con Marín por el asunto de los tiempos de intervención, y debió sacar a colación a ETA y el 11-M; fue débil, y no pudo con Zapatero. Seré resuelto: no creo que el presidente haya ganado el debate de ayer. La capacidad oratoria de Rajoy supera con mucho a la de Zapatero, quien se limitó a echar balones fuera buscando los supuestos puntos débiles de la oposición y provocando los bostezos de los circunstantes. Eludir el feo asunto del alto el fuego de ETA me parece a mí expresión de responsabilidad, y habla muy bien de un Rajoy que en esto no ha cedido a las presiones de sus simpatizantes más arriscados, los más proclives a usar su derecho a la indignación a modo de chantaje. En cuanto a la ridiculez de indagar lo no existente sobre la masacre de Madrid, no merece mayor comentario. Rajoy fue parcial e interesado, por supuesto, a la hora de ofrecer datos e interpretaciones, pero, pelillos a la mar, para eso está el parlamento. Quiero decir que de lo escuchado ayer lo más interesante, aunque en su mayor parte no mereciera mi aprobación, sólo lo dijo Rajoy.

El tema más controvertido e interesante, a mi juicio, fue el de la vertebración del Estado y sus efectos colaterales en forma de sectarismo. Rajoy se quejó amargamente y con razón del sonrojante Pacto del Tinell y de los dos lemas usados por el PSC para el referéndum sobre el Estatuto, y llamó a España «nación de ciudadanos». Zapatero entiende el pluralismo de otro modo, como suma de homogeneidades, y riñe a la oposición por no pensar igual que él.
Si algo bueno ha tenido el debate de ayer, ha sido que Zapatero al fin ha dado una imagen congruente y clara de su imagen de España. Veamos este fragmento de una de sus réplicas:

Han sido coherentes, pero han estado siempre fuera del consenso mayoritario para conciliar y reconciliar, para debatir y dialogar como hicimos en esta reforma del Estatuto de Cataluña, ejerciendo el marco comprometido en la investidura y en el mismo debate de la reforma del Estatuto de Cataluña, el marco que esta mayoría que sustenta al Gobierno había establecido: reformas de los estatutos sí porque tienen derecho a aumentar el autogobierno y es bueno para los ciudadanos, reforma de los estatutos sí porque representa reconocer mejor la identidad cultural, histórica y lingüística de cada pueblo, reforma de los estatutos sí para afrontar los cambios sociales, las transformaciones que se han producido, reforma de los estatutos sí para mejorar la cooperación y tener más relación bilateral con el Estado, y es razonable que un estatuto como el de Cataluña de 1979, que no se había reformado nunca a diferencia de todos los demás, igual que el de Andalucía y el del País Vasco, tenga también derecho a la reforma, reforma que era querida, sentida, pedida y ejercitada conforme a los derechos constitucionales por el Parlamento de Cataluña porque la Constitución atribuye el derecho a la reforma de los Estatutos a los parlamentos autonómicos

De aquí destaco dos datos interesantes. El primero, que Zapatero es capaz de perpetrar y pronunciar con su acreditada parsimonia oraciones de doscientas cinco palabras, supongo que para acabar con la resistencia de los oponentes a base de acosarlos con un fuego graneado de sustantivos abstractos. El segundo, las dos palabras «relación bilateral», que contienen todos los motivos por los que los nacionalistas pueden ir brindando con champán: los ricos, porque negociarán a la baja sus aportaciones al presupuesto del Estado; los pobres, porque sacarán provecho de su victimismo para exigir más de un Estado que va a recibir menos aportaciones de los primeros; todos ellos, porque supone hacer añicos el Consejo de Política Fiscal y Financiera, la expresión institucional y práctica de la soberanía única, cuyo único reflejo a partir de ahora será mediante expresiones trascendentes e inútiles. Tal vez tenga razón Gianni Vattimo al decir que Zapatero es un buen exponente del pensamiento débil, pero a unos cuantos de sus gobernados nos gustaría que eso no significase plegarse a los pensamientos, estos sí verdaderamente fuertes, de los nacionalistas.

En fin, esto me resulta doloroso, pero Rajoy fue ayer un defensor más eficaz y convincente del pluralismo que el socialista despistado que es Zapatero.

viernes, 26 de mayo de 2006

Dos caras de la verdad, y sacrificios

Verdaderamente, uno acaba por no saber cómo tratar el doble lenguaje de los políticos. Puedo reconocer su necesidad en virtud de una hipocresía bien entendida, pero no admitir que uno solo de los dos planos del discurso sea falso, injusto o inmoral.

Así, he escuchado el último examen de conciencia de George Bush y Tony Blair sin acabar de creerme que aún tengan ganas de expresarse tan pobremente para explicar el desastre humano y los problemas políticos tan complejos que han provocado con suma diligencia en Irak.
El presidente americano nos ha legado la lección que ha aprendido: debió usar un lenguaje «más sofisticado», y no expresarse con emisiones tales como «quiero a Bin Laden vivo o muerto» —o «el eje del mal», «los países gamberros», «la doctora ántrax»… sin duda le han advertido de que su fama universal de mentecato viene, en buena medida, de ese lenguaje infantil—. Se arrepiente también de su mayor error, que es ni más ni menos que las condiciones de reclusión de los presos de Abu Ghraib —para qué hablar de Guantánamo, que al fin y al cabo se encuentra en Cuba—. Y declara con solemnidad que el hecho de que no hayan aparecido las armas de destrucción masiva prometidas ha hecho que la gente se cuestione si han merecido la pena los «sacrificios» padecidos en Irak.

Subrayo la palabra «sacrificios» porque nos mete de hoz y coz en lo que Sánchez Ferlosio llama en uno de sus mejores ensayos «mentalidad expiatoria». El sacrificio aludido reduce al ser humano a un instrumento de fines más altos que él mismo. Si pensamos en esto honradamente, ¿cómo podemos seguir tomando en serio esta forma de hablar? Más aún: si tenemos en cuenta el subtexto del discursito de Bush, ¿cómo puede aspirar el Presidente americano a que olvidemos la colusión de intereses estratégicos y económicos privados que, sospechamos justificadamente, fue el verdadero motor de la invasión?

Aprendamos (mucho) de Ferlosio en Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado:

Que la llamada causa del Progreso [Blair habla explícitamente de luchar contra las “fuerzas de la reacción”] esté sujeto a accidentes no es considerado como un defecto o culpa que haya que achacarle, sino como una suerte de portazgo o de peaje que legitima la entrada en circulación de la nueva mercancía, o hasta la credencial que avala y ennoblece al portador para poder presentarla dignamente ante cualquiera

El respeto y la fidelidad a los muertos, abusando del temor reverente a profanarlos, es usado como instrumento de chantaje para imponer silencio sobre la Causa por la que murieron y obligar al respeto hacia la clase de empresas de que se trate

La sacralización de la muerte, su transfiguración en sacrificio, es una forma de capitalización. Los sacrificados son una inversión; no está claro si una inversión hecha por ellos mismos, por los supervivientes o por todos juntos

…la noción de precio o de tributo que hay que pagar por el progreso es una rotunda superstición


Si el contenido de estas citas fueran elementales verdades del barquero admitidas por todo el mundo, nos iría mucho mejor y no nos meterían tantos cuentos. Lean a Ferlosio.

Vuelvo al inicio. El doble lenguaje de los políticos es una necesidad en un entorno de relaciones fuertemente formalizadas y en las que buena parte de los afanes consiste en la construcción de la opinión pública; no es inherentemente malo, a condición de que tanto lo expresado como el propósito subyacente sean válidos. Pero es inaceptable cuando se convierte en una práctica orientada a mentir, ocultar o buscar chivos expiatorios. No lo podemos perdonar.

jueves, 25 de mayo de 2006

Culpas y posibilidades de la izquierda

Las dos o tres personas que leéis este blog os habréis dado cuenta de que, teniéndome a mí mismo por alguien de izquierdas, habitualmente estoy más inclinado a criticar a mis presuntos correligionarios que a la derecha, el conservadurismo o como lo queráis llamar. Si echo la vista atrás hacia los posts que llevo publicados, inéditos o censurados (como bien haces notar, Fale), soy yo el primer sorprendido; creo que merece la pena que me pregunte el porqué de este hipercriticismo hacia quienes son, se supone, mis compañeros de viaje. Como, naturalmente, no creo que las causas estén en mí sino en los demás, trataré de resumir en estos prescindibles párrafos aquellos vicios, errores y actitudes que me parecen censurables en la corriente fundamental de la izquierda hoy en día: estáis avisados, y excuso decir que podéis pasar de todo y no leerlo. A mí, desde luego, me servirá para aclararme un poco.

Me extraña, por ejemplo que el simpatizante de izquierdas se encuentre tan cómodo con su etiqueta ideológica. La definición progresista se ha usado, sobado y malgastado a cargo de los políticos, quienes decidieron convertirla en el salvoconducto que les pusiera a salvo de la crítica de los oponentes. Qué acierto, y qué éxito; pronto se percataron de que ante la mención de tal palabra, cualquier justificación ulterior sobraba. La categorización ahorra esfuerzos, no exige reflexiones y desplaza la responsabilidad desde uno mismo hacia los partidos; pero resulta inaceptable cuando surte efectos como el siguiente: en una entrevista radiofónica a Magdalena Álvarez, Ministra de Fomento de escasas luces retóricas, se planteaba el desarrollo de las infraestructuras en su vertiente ideológica (que, efectivamente, la tiene), intentando deslindarla del simple sectarismo. La respuesta de la ministra me dejó estupefacto: «¡Los sectarios eran los de antes!». Se refería al PP, como si la simple expresión del enunciado lo convirtiera en una verdad indiscutible. Siempre me parecerá censurable esta complacencia en la propia marca, a modo de un estímulo condicionado pavloviano, según un automatismo que procura la equivalencia entre «progresista» y «justo y bueno». De manera que, tomando un ejemplo más serio, la aplicación de una medida cualquiera, pongamos la discutible ley contra la violencia de género, eludirá un debate serio sobre su conveniencia, la oportunidad de la aplicación o su posible naturaleza discriminatoria para ser precipitadamente aplicada en virtud de su declarado progresismo, reforzado por la intensa campaña de prensa a la que nos han sometido durante los últimos años.

Creo que aquí se oculta una confusión entre el cómo y el para qué. Si no estamos poseídos por el mal del totalitarismo, o si no abusamos de esa descortesía que es el juicio de intenciones, tendremos que convenir en que todas las opciones ideológicas y políticas están llevadas del impulso de hacer una vida mejor y más justa para todos los ciudadanos. Los izquierdistas perezosos creen que la ideología no progresista alberga la intención de mantener un statu quo injusto, un capitalismo cruel o la permanencia en el poder de una casta, o qué sé yo; la consiguiente reacción es la de respaldar todo aquello que suene a socialista, aunque no se sepa por qué. Me explico: lo que diferencia a las distintas opciones ideológicas, más que las intenciones, son los medios propuestos para lograrlas; todos, pequeños eudemonistas, queremos la felicidad, pero pocos están de acuerdo en la receta para alcanzarla. La discusión se refiere a los medios: en su eficacia, en la previsión de todos sus efectos —incluidos los no deseados—, etcétera. Se puede entender que una medida sea juzgada en virtud de su adecuación con el proyecto de progreso, no que se valide automáticamente porque proceda de un gobierno más o menos de izquierdas. Proceder de esta manera es francamente económico para el intelecto, pero también es, ni más ni menos, poner el carro delante de los bueyes.

El ejemplo más a mano con el que cuento para explicarme es el de la connivencia más o menos manifiesta entre la izquierda y el nacionalismo. Ha bastado que se hayan constituido partidos nacionalistas nominalmente izquierdistas para que todos hayan validado su progresismo sin mayores preguntas. Recientemente, Enrique Gil Calvo tenía que recordar en El País lo obvio: que el credo nacionalista siempre se da de bofetadas con proyectos políticos emancipadores y de progreso, y que el desarrollo autonómico recientemente pactado entre el PSOE y los nacionalismos identitarios (e incluso, por qué no reconocerlos como tales, etnicistas) era un paso en la dirección contraria a la de un gobierno cabalmente socialista. Pero bueno, acabo de hablar del pacto cuando lo que padecemos es, sobre todo, el simple tacticismo por parte de Zapatero…
Siguiendo con la distinción entre fines y medios, es preciso no olvidar los problemas de la izquierda con el individualismo. Porque a cada momento que pasa, más me sorprendo de que los ciudadanos progresistas se esfuercen en no ser ellos mismos para afrontar la realidad en función de los intereses de colectivos de pertenencia; prefieren ser hombres o mujeres, blancos o negros, catalanes, vascos, gallegos o madrileños (nunca, ni siquiera en momentos de descuido, españoles), jóvenes o viejos, carne o pescado… No se dan cuenta de que la emancipación tiene como único fin aquello que no debe ser tenido nunca como un accidente ni un medio: el individuo. Para la izquierda, las medidas a adoptar se tomarán en el ámbito social, económico y político; y el resultado debería ser la constitución de ciudadanos enteros y verdaderos, sin otros criterios de identidad que los que atañen a ellos mismos, sin que se aventuren a inscribirse en identidades colectivas accidentales, prestadas o simplemente míticas. Esta cesión de la propia identidad, esta falta de voluntad de pensar por uno mismo y esta invitación a interpretar la realidad siempre con términos espurios me parece una enfermedad que ataca a lo más fundamental del liberalismo y que, de paso, constituye el más auténtico y reprochable de los conservadurismos.
Ayer mismo, vi en mi ciudad una concentración de más o menos una docena de mujeres, sin duda progresistas, ante una pancarta que rezaba: "mujeres contra la guerra". Apreté el paso para quitarme de encima semejante visión de un grupo de personas que incluían en una misma definición una característica involuntaria e irrenunciable y por lo tanto trivial de puro evidente (el sexo) y un compromiso ideológico, supuestamente el que podría interesarnos (su oposición a la guerra), como si uno y otro fueran parejos o se alimentasen mutuamente. Lo mismo que la recepción que se hizo a Michele Bachelet en la Moncloa, reservada a mujeres, que no creo que se repita para una presidenta «de derechas» como lo es Angela Merkel. Al tiempo.

Pertenezco a una generación que se siente perfectamente ajena a las culpas de quienes consintieron o disculparon el estalinismo mientras hostigaban acerbamente el imperialismo yanqui; hoy en día tales alternativas son ridículas. Sin embargo, los vicios de pensamiento son parecidos. Basta con que se constituyan dos bandos para que el doble lenguaje que impregna en su peor vertiente el discurso de los políticos profesionales se extienda a los ciudadanos comunes: nos importará poco si «los nuestros» tienen razón; se trata de no consentir que nos afeen el discurso, caiga quien caiga. Y el problema está en el pobrecillo quien que a menudo es la víctima de esa deriva según la cual es más importante la causa defendida que los presuntos beneficiarios de la misma: él será el prescindible, cómo no, por el bien del progreso.

Un izquierdismo escarmentado y cuyo objetivo sea verdaderamente liberador seguirá los ideales de la ilustración, si bien descartando en todo momento la tentación de pensar que la razón está por encima del individuo. No ignorará, en el terreno ideológico, que el sistema económico liberal contribuye hasta cierto punto a una distribución más eficaz de la riqueza que los sistemas de planificación conocidos hasta ahora. Abogará resueltamente por un sistema de impuestos que permita a las administraciones disponer de la parte de la riqueza necesaria para cumplir con los fines verdaderamente igualitarios —es decir, para poner las condiciones para conformar verdaderos ciudadanos—. Se dará perfecta cuenta de que los seres humanos optan, en virtud de su naturaleza plural, por una pluralidad de opiniones, y convencerá de sus razones sin despreciar a los demás, porque sabrá que, al contrario que los hombres, los argumentos nunca son respetables. Sabrá que, para constituir ciudadanos más libres y responsables, los seres humanos deberán disfrutar de un bagaje educativo suficiente, tener garantizada la atención de su salud y la asistencia de las instituciones públicas ante las crisis personales, y disponer de un monto proporcionado de tiempo a su entera disposición. Defenderá con toda energía la libertad de expresión para sí mismo y para los demás, aun en los casos que le resulten más antipáticos e incluso contrarios a los términos de la convivencia actual. Invitará a los ciudadanos a que no cejen en su propósito de ser ellos mismos y a que dejen de interrogarse malsanamente acerca de su clase, creencia, sexo, etnia, nacionalidad o lo que sea. Entenderá que la igualdad entre los ciudadanos es la igualdad ante la ley y la igualdad de oportunidades para las personas, no para los colectivos cuya exigencia de uniformidad erosiona la base de una ciudadanía libre, es decir responsable. Creerá, sin complejos, que sus normas de convivencia pueden valer para todos, y por ello procurará extender universalmente sus razones y su modo de vida sin recurrir a la coacción ni a la arrogancia. La razón es el instrumento y el individuo es el fin. En resumen, es preferible ser liberal y racional a izquierdista, aunque no hay por qué renunciar a nada, abdicación que sí practican muchos de «los míos» para provocar todas mis fraternales críticas.

He dicho.