martes, 4 de diciembre de 2007

Dos películas

Michael Clayton
Hablar de una película entretenida y que da que pensar es fácil. La trama discurre alrededor de un caso de fraude e intoxicación masiva a cargo de una firma de fertilizantes químicos. Sin embargo, y para beneficio del espectador, la anécdota actúa meramente como un paisaje; importan mucho más los personajes, la red de intereses, motivaciones y conflictos que se abre ante nuestros ojos cuando surge una crisis inesperada.

Si hubiera de resumirse el todo en una tesis, ésta afirmaría que el trato con el mal, con la decisión éticamente incorrecta, suscita la degeneración de la persona. Karen Crowder (Tilda Swinton, a la que siempre me alegra ver en pantalla), la ejecutiva que desencadena conscientemente una atroz cadena de crímenes, vive al filo del ataque de pánico una existencia infeliz y solitaria. Arthur Edens, abogado dedicado durante años a marear la perdiz en beneficio de la empresa contaminante y de su bufete, ha de perder el juicio (¡enamorándose!) para recobrar el sentido moral. Michael Clayton, solucionador de problemas extraoficiales, a cambio de su dedicación de años al pasteleo recibe el desprecio de sus jefes, una insatisfacción crónica y una vida, intuimos, también muy solitaria.
Hay una escena memorable. Michael Clayton, en compañía de su hijo, tropieza con su espectral hermano Timmy, a quien debe buena parte de sus amarguras. Pasado el incómodo encuentro, a Michael le abruma el terror ante la perspectiva de que el futuro del niño acabe por parecerse al del tío drogadicto. Detiene el coche y asegura a su hijo, expresando más un deseo que una convicción, que ve en él una fuerza de la que el tío Timmy carece, que no es la clase de persona que desbarataría su vida de esa manera; ya que no puede evitar el riesgo, trata de conjurarlo. Este diálogo desvela con claridad la desesperación del padre y su voluntad de seguir siempre adelante.

Sólo el final, inevitable peaje a pagar para que el espectador disfrute de un cierre a la trama de corrupción, mengua el interés que despierta el resto de una película muy correcta.

Beowulf meets Lara Croft
La última película de Zemeckis recoge el cantar de Beowulf y, tras aplicarle unos cuantos pases de guión para construir una trama más enteriza, nos lo presenta, sin miedo a la artificialidad de la imagen, en formato digital.

A pesar de que, como buena película CGI, lo maravilloso ocupe la pantalla buena parte del metraje, sorprende la cantidad e importancia de unos diálogos que no se limitan a un mero carácter enunciativo. La calidad del guión nos demuestra que se pretendía hacer una película adulta en un formato asociado al cine infantil —ahora llamado familiar—.

La pregunta se nos impone a todos al terminar de verla: ¿por qué hacer una película de animación digital para conservar los rasgos de los personajes, para esforzarse en recoger incluso los matices expresivos mediante un complejo y ultratecnológico método? ¿No se podía haber procurado una solución del estilo de 300? ¿No habría resultado más económico que los 150 millonazos declarados en su coste?

Cuando Umberto Eco afirmó que hacemos un uso masturbatorio de la tecnología no se refería al enorme negocio de la pornografía en Internet, sino a nuestra disposición a pasarnos largos ratos usando aparatos sin más propósito que el de disfrutar con su simple manipulación. Descontemos que la palabra “masturbatorio” para Eco contiene una carga peyorativa sin duda heredada de su educación en los colegios religiosos de los años 40 y preguntémonos si no tiene razón: ¿no es cierto que todos nosotros nos hemos dedicado horas y horas a manejar el ordenador sin obtener ninguna utilidad real, simplemente por el gusto de descubrirle aplicaciones y funciones nuevas y sorprendentes?


[En esta escena Beowulf pasa una noche en el museo de cera]

Es lo que le pasa a la productora, a Zemeckis y a todos los implicados con Beowulf. “Go wild!”, dijo el director a sus guionistas, “¡a lo loco!”, que el dinero no sea problema para hacer algo verdaderamente espectacular. Confían en que el logro tecnológico —ignorantes de que a fin de cuentas nuestra capacidad para maravillarnos ante los próximos hitos ya se nos ha estragado por culpa del incesante caudal de novedades con que Hollywood nos ahoga en todo momento— nos haga más interesante la experiencia cinematográfica, pero obligan a los espectadores a enfrentarse a texturas artificiales, movimientos caricaturescos (¡qué mal nadan los hombres, qué mal galopan los caballos!), colorines que evocan más certeramente un videojuego de última generación que una genuina ilusión de realidad, tal vez más lograda —y conseguida— en intentos del estilo de Final Fantasy. No desentona la aparición de la un tanto desabrigada Lara Croft incorporando a la madre de Grendel (los desnudos con píxeles no perturban nada, por si ésa fuera la intención), si consideramos el aspecto de Playstation que tiene toda la función.

Y todo esto, ¿con qué beneficio? Pues con el de permitirse largas tomas en las que se pase de planos de detalle a grandes panorámicas para volver a nuevos detalles, etcétera. Para lucirse, vaya. Por ejemplo, al comienzo se nos epata con un prolongadísimo movimiento del campo de visión desde la sala donde se celebra la fiesta, con especial atención a un par de ratas; una de ellas es capturada por una ave rapaz; la rata y el ave desaparecen (demostrando que su efímero protagonismo era completamente artificioso, una interpolación absurda), pero el movimiento de cámara continúa sin transiciones y a velocidad de vértigo, atravesando las secas y puntiagudas ramas de unos árboles cada vez más próximos a la guarida de Grendel, a quien entreveremos en otro detalle sufriendo por el ruido de los daneses jaraneros. Nada, nada, nada que no se hubiera podido resolver de manera más barata (en términos económicos y expresivos) con una sucesión de tomas que encadenasen la sala inicial y los paisajes sucesivos hasta llegar, por fin, a la cueva.

Si el propósito era escapar a las incómodas leyes del montaje y la fragmentación cinematográficos, el intento es fallido por dos motivos: primero, porque el montaje en el cine es el mayor proveedor de recursos expresivos, la contextura misma del lenguaje audiovisual; segundo —y relacionado con el primero—, porque el propio Zemeckis, con toda su presunción técnica, no puede renunciar al montaje. Ni a otras cosas: para dar una cierta apariencia de realidad, en la mayoría de los planos se desenfoca aquello que no se sitúa en primer término, tal como aparecería en una película de imagen real.

Lo dicho: ¿para qué?

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