Nunca pasa mucho tiempo antes de obtener nuevas pruebas de que el sexo es seguramente la mayor obsesión de los especímenes humanos, al menos en las sociedades industriales avanzadas: véase si no la pacata y perturbada reacción del Defensor del Menor de la Comunidad de Madrid ante un inocentón anuncio de
Armani Junior.
[Durante la realización de este blog no se ha dañado a ningún animal. Tampoco a ningún niño]
Por decirlo de una vez, creo que no nos atrevemos a afrontar el asunto de la satisfacción libidinal sino de forma sumamente indirecta, considerando la pulsión sexual a partir de sus efectos o de nuestros prejuicios y no del valor de la propia experiencia, lo cual supone una desconsideración con nuestra subjetividad y tiende a valorar y sobre todo enjuiciar una condición cuya naturalidad, sin embargo, nadie podría discutir. Me explicaré, o por lo menos voy a intentarlo, con ejemplos. Si para la iglesia oficial el sexo es una conducta de riesgo de condenación, para la moralidad oficial es una conducta de riesgo de embarazos no deseados o de transmisión de enfermedades. Las conductas sexuales han sido minuciosamente estudiadas hasta tal punto que para cualquier terapeuta equipado con el oportuno manual resultaría sencillísimo encontrar rasgos patológicos en las manías, aficiones o inclinaciones de cualquiera de nosotros. Por todas partes se somete al sexo a un análisis global y grosero sin que siquiera podamos atisbar el alivio de una huida individual.
Siempre hay personas, más o menos armadas de valor o de humor, que nos proponen una fuga de esa clase, o por lo menos una invitación al librepensamiento. En el prólogo a una edición reciente de la Psychopathia Sexualis de Krafft-Ebing (el título es suficientemente transparente: se trata del primer intento, en 1886, de clasificación y descripción de las "desviaciones sexuales"; y, para decirlo todo, es un libro interesantísimo que merecería un atento post), el erotómano oficial del reino Luis García Berlanga proponía al lector, a modo de ejercicio, resumir por escrito y a la amena manera del alemán la autobiografía erótica. Es un modo de reconocer lo difuso del límite entre normalidad y anomalía, sobre todo tratándose de un asunto sobre el que todos hacemos muchos chistes pero rara vez abordamos de frente.
Tranquilos: tampoco es cuestión de ponerse pesado incitando a una franqueza que puede acabar resultando dañina para una materia tan sutil como el erotismo, uno de cuyos ingredientes más frecuentes y acaso deseables es un cierto grado de intimidad y de progresiva iluminación acerca de uno mismo y de los demás, dependiente de la experiencia y no de la discusión en el foro. Pero éste es, en fin, otro tema.
A lo que iba: he encontrado una propuesta mucho mejor que la ofrecida por Berlanga. Se trata de unas memorias rigurosamente verídicas a cargo de una tal Catherine Millet, La vida sexual de Catherine M. La contraportada nos promete que la autora es "una figura de gran prestigio en el ámbito de la estética, autora de ensayos y monografías sobre artistas contemporáneos".
¿Qué incita a esta buena mujer a la exposición pública de su sexualidad bajo todos sus aspectos? ¿Exhibicionismo? ¿Afán de notoriedad? ¿Un dinerillo fácil? Cuando la leemos lo comprendemos todo. Al margen y tal vez por encima de su trabajo o de su familia o de lo que se quiera sugerir, para la Millet el sexo ha sido su principal afición, interés y actividad. Se ha dedicado a él con una disposición moral y física que hace sombra a la de todos los libertinos de los que yo haya podido tener noticia. Siempre se ha tratado, no hace falta aclararlo, de una actitud honrada y casi siempre diferenciada del sentimiento amoroso. De modo que escribir un libro sobre su vida sexual es una consecuencia tan natural como lo puede ser para García Márquez esa manía suya de dar la lata escribiendo sobre sus amigos importantes.
No he sido justo al describir el libro como unas memorias. A pesar de que la materia sea la descripción de sus experiencias, la obra está planeada de una manera que más bien se asemeja a un ensayo en el cual las partes narrativas o descriptivas ocupan mucho menos espacio que las consideraciones que le merece lo vivido. Aunque tampoco se dedique, precisamente, a realizar una extensa divagación que por lo demás sería poco interesante. Más exacto es creerla una sana observación de sí misma, aderezada por un conjunto de consideraciones adicionales, de lo que tonta y periodísticamente podríamos llamar "el motor de su vida".
Sorprende su manera franca de entrar en materia. Ya el primer capítulo del libro se titula, significativamente, El número. Y es que son cientos (¿o miles?) los hombres con los que ha mantenido algún tipo de relación erótica. Millet ha practicado con la determinación de un deportista el sexo en grupo, a menudo simultaneando la atención a dos hombres o más. Un episodio chocante nos cuenta cómo ella, en la zona de carga de una furgoneta, follaba por turno con cada uno de los desconocidos que hacían cola en el exterior del vehículo, previamente animados y organizados por su compañero. No le importan sus identidades (a menudo prefiere no saber quién la penetra o a quién realiza una felación) ni las prácticas a realizar, y sus preferencias estéticas son suficientemente laxas —hecho curioso habiéndose tratado de una joven muy atractiva— como para no haber parado de regodearse durante toda su vida adulta.
[La Millet, inspirándose]
Para quien crea que un tema se puede agotar o puede perder el interés a fuerza de escrutarlo, el libro de la Millet debería suponer una refutación cabal. Todas las circunstancias: los lugares, las partes del cuerpo, la privacidad, el ámbito laboral, los amigos y amigas, las palabras; todas las circunstancias, digo, merecen de su parte una serie de consideraciones la mar de interesantes, y muy bien redactadas por cierto en una prosa exacta, vacía en general de elementos sentimentales y sensuales (con excepciones como esas memorables páginas en las que refiere detalladamente su técnica felatoria y las sensaciones que le produce). Sus guías son la inteligencia, gracias a la cual elude caer en el muy francés vicio de la pedantería y el escamoteo del patetismo. Al leerla he recordado a menudo, por la calidad de la materia introspectiva y lo logrado del tono, obras tan admiradas como La conciencia de Zeno.
Y volvemos al principio y a mi preocupación amoralista. Por lo que yo sé, La vida sexual de Catherine M es el primer libro que logra abarcar tan ampliamente la experiencia erótica de una persona sin entrar en distingos culpables que en su caso serían insinceros (culpable yo o culpable esa otra persona que tan mal me trató...) y que restan dimensiones a hechos y conductas que en la práctica nunca se avienen a esa ingenua manía psicologizante de establecer normas. Porque ella es así: acaso muy distinta al lector, pero coherente al fin.
Lo mejor es buscar un ejemplo. Apenas púber y aún muy inocente, Catherine es sobada por el rijoso abuelo de una amiga. Tras la descripción de la escena, narra una conversación con ésta última:
"Por la noche, en la cama, le conté el episodio. También la había tocado a ella. Al hablar nos mirábamos directamente a los ojos para medir en la mirada de la otra la magnitud de nuestro descubrimiento. No nos cabía duda de que el abuelo estaba haciendo algo que era ilícito, pero el secreto que él nos empujaba a compartir valía mucho más que una moral cuyo sentido, de todos modos, no estaba más claro"
En esta cita se esconde una verdad literaria, un descubrimiento para un lector de sensibilidad entumecida por los telediarios, los consultorios de las revistas y las campañas institucionales. Ningún subrayado del estilo de "jamás volví a ser la misma" o "¡ese hombre era un monstruo!". En apenas unas líneas yo encuentro una muestra de honestidad de la autora, una realidad más real y más verosímilmente cercana a la experiencia de una adolescente de la que se abusa que la de tantos testimonios recogidos en una prensa ávida de confirmar diagnósticos, de encontrar culpables y sobre todo víctimas para las faltas efectivas y aún para las más inventadas y arbitrarias.
Catherine Millet no se defiende ni merece reprobación alguna, porque no tiene un problema moral. Tampoco requiere nuestra comprensión porque, aun sabiendo que su conducta es infrecuente, no la siente como impropia ni anómala; por lo tanto no lo es. Y yo, que soy más bien incapaz de separar la experiencia sexual de la emoción amorosa —exactamente al contrario que la intrépida autora—, aprendo a ver actitudes como las descritas sin un ápice de extrañeza ni condescendencia. ¿Qué más se puede pedir a un libro de memorias?