Empiezo a aficionarme a sostener opiniones anómalas. Y no es que procure la heterodoxia como meta, sino que intento, en la medida de mis posibilidades, tener criterios que pueda tener como míos. Ojo, no hablo de míos en el sentido de creados por mí, sino de adoptados conscientemente. Ya he escrito en otras ocasiones acerca de la diferencia entre tener razón y saber por qué se tiene.
Me suele ocurrir con el Debate sobre el estado de la Nación. Como me gusta escucharlo, o a ser posible verlo —qué pasa, cada cual puede ser friki de lo que le dé la gana—, me puedo permitir el lujo de evitar el dichoso «posdebate» en el cual los creadores de opinión suelen llegar a un acuerdo tácito, a partir por cierto de criterios bastante pobres, sobre quién ganó.
Por ejemplo, en el único enfrentamiento entre el entonces presidente Aznar y el por mí añorado Josep Borrell, todos los medios se apresuraron a dar como ganador al primero, con tal denuedo que el pobre líder de la oposición se sintió obligado a pedir disculpas a sus simpatizantes por haber sido «demasiado técnico». Yo vi ese debate, lo escuché, y comprobé que el único que habló con algo de sentido fue el socialista, mientras que Aznar se limitó a practicar unas cuantas variaciones de la injuria hacia el adversario, por no hablar de la actitud gamberra de los diputados populares, quienes, cuando tomaron conciencia de lo bien que les habían funcionado los insultos y abucheos, adoptaron ese comportamiento hasta el día de hoy.
Los medios de la derecha son hoy unánimes: Rajoy no debió enredarse con Marín por el asunto de los tiempos de intervención, y debió sacar a colación a ETA y el 11-M; fue débil, y no pudo con Zapatero. Seré resuelto: no creo que el presidente haya ganado el debate de ayer. La capacidad oratoria de Rajoy supera con mucho a la de Zapatero, quien se limitó a echar balones fuera buscando los supuestos puntos débiles de la oposición y provocando los bostezos de los circunstantes. Eludir el feo asunto del alto el fuego de ETA me parece a mí expresión de responsabilidad, y habla muy bien de un Rajoy que en esto no ha cedido a las presiones de sus simpatizantes más arriscados, los más proclives a usar su derecho a la indignación a modo de chantaje. En cuanto a la ridiculez de indagar lo no existente sobre la masacre de Madrid, no merece mayor comentario. Rajoy fue parcial e interesado, por supuesto, a la hora de ofrecer datos e interpretaciones, pero, pelillos a la mar, para eso está el parlamento. Quiero decir que de lo escuchado ayer lo más interesante, aunque en su mayor parte no mereciera mi aprobación, sólo lo dijo Rajoy.
El tema más controvertido e interesante, a mi juicio, fue el de la vertebración del Estado y sus efectos colaterales en forma de sectarismo. Rajoy se quejó amargamente y con razón del sonrojante Pacto del Tinell y de los dos lemas usados por el PSC para el referéndum sobre el Estatuto, y llamó a España «nación de ciudadanos». Zapatero entiende el pluralismo de otro modo, como suma de homogeneidades, y riñe a la oposición por no pensar igual que él.
Si algo bueno ha tenido el debate de ayer, ha sido que Zapatero al fin ha dado una imagen congruente y clara de su imagen de España. Veamos este fragmento de una de sus réplicas:
Han sido coherentes, pero han estado siempre fuera del consenso mayoritario para conciliar y reconciliar, para debatir y dialogar como hicimos en esta reforma del Estatuto de Cataluña, ejerciendo el marco comprometido en la investidura y en el mismo debate de la reforma del Estatuto de Cataluña, el marco que esta mayoría que sustenta al Gobierno había establecido: reformas de los estatutos sí porque tienen derecho a aumentar el autogobierno y es bueno para los ciudadanos, reforma de los estatutos sí porque representa reconocer mejor la identidad cultural, histórica y lingüística de cada pueblo, reforma de los estatutos sí para afrontar los cambios sociales, las transformaciones que se han producido, reforma de los estatutos sí para mejorar la cooperación y tener más relación bilateral con el Estado, y es razonable que un estatuto como el de Cataluña de 1979, que no se había reformado nunca a diferencia de todos los demás, igual que el de Andalucía y el del País Vasco, tenga también derecho a la reforma, reforma que era querida, sentida, pedida y ejercitada conforme a los derechos constitucionales por el Parlamento de Cataluña porque la Constitución atribuye el derecho a la reforma de los Estatutos a los parlamentos autonómicos
De aquí destaco dos datos interesantes. El primero, que Zapatero es capaz de perpetrar y pronunciar con su acreditada parsimonia oraciones de doscientas cinco palabras, supongo que para acabar con la resistencia de los oponentes a base de acosarlos con un fuego graneado de sustantivos abstractos. El segundo, las dos palabras «relación bilateral», que contienen todos los motivos por los que los nacionalistas pueden ir brindando con champán: los ricos, porque negociarán a la baja sus aportaciones al presupuesto del Estado; los pobres, porque sacarán provecho de su victimismo para exigir más de un Estado que va a recibir menos aportaciones de los primeros; todos ellos, porque supone hacer añicos el Consejo de Política Fiscal y Financiera, la expresión institucional y práctica de la soberanía única, cuyo único reflejo a partir de ahora será mediante expresiones trascendentes e inútiles. Tal vez tenga razón Gianni Vattimo al decir que Zapatero es un buen exponente del pensamiento débil, pero a unos cuantos de sus gobernados nos gustaría que eso no significase plegarse a los pensamientos, estos sí verdaderamente fuertes, de los nacionalistas.
En fin, esto me resulta doloroso, pero Rajoy fue ayer un defensor más eficaz y convincente del pluralismo que el socialista despistado que es Zapatero.
miércoles, 31 de mayo de 2006
viernes, 26 de mayo de 2006
Dos caras de la verdad, y sacrificios
Verdaderamente, uno acaba por no saber cómo tratar el doble lenguaje de los políticos. Puedo reconocer su necesidad en virtud de una hipocresía bien entendida, pero no admitir que uno solo de los dos planos del discurso sea falso, injusto o inmoral.
Así, he escuchado el último examen de conciencia de George Bush y Tony Blair sin acabar de creerme que aún tengan ganas de expresarse tan pobremente para explicar el desastre humano y los problemas políticos tan complejos que han provocado con suma diligencia en Irak.
El presidente americano nos ha legado la lección que ha aprendido: debió usar un lenguaje «más sofisticado», y no expresarse con emisiones tales como «quiero a Bin Laden vivo o muerto» —o «el eje del mal», «los países gamberros», «la doctora ántrax»… sin duda le han advertido de que su fama universal de mentecato viene, en buena medida, de ese lenguaje infantil—. Se arrepiente también de su mayor error, que es ni más ni menos que las condiciones de reclusión de los presos de Abu Ghraib —para qué hablar de Guantánamo, que al fin y al cabo se encuentra en Cuba—. Y declara con solemnidad que el hecho de que no hayan aparecido las armas de destrucción masiva prometidas ha hecho que la gente se cuestione si han merecido la pena los «sacrificios» padecidos en Irak.
Subrayo la palabra «sacrificios» porque nos mete de hoz y coz en lo que Sánchez Ferlosio llama en uno de sus mejores ensayos «mentalidad expiatoria». El sacrificio aludido reduce al ser humano a un instrumento de fines más altos que él mismo. Si pensamos en esto honradamente, ¿cómo podemos seguir tomando en serio esta forma de hablar? Más aún: si tenemos en cuenta el subtexto del discursito de Bush, ¿cómo puede aspirar el Presidente americano a que olvidemos la colusión de intereses estratégicos y económicos privados que, sospechamos justificadamente, fue el verdadero motor de la invasión?
Aprendamos (mucho) de Ferlosio en Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado:
Que la llamada causa del Progreso [Blair habla explícitamente de luchar contra las “fuerzas de la reacción”] esté sujeto a accidentes no es considerado como un defecto o culpa que haya que achacarle, sino como una suerte de portazgo o de peaje que legitima la entrada en circulación de la nueva mercancía, o hasta la credencial que avala y ennoblece al portador para poder presentarla dignamente ante cualquiera
El respeto y la fidelidad a los muertos, abusando del temor reverente a profanarlos, es usado como instrumento de chantaje para imponer silencio sobre la Causa por la que murieron y obligar al respeto hacia la clase de empresas de que se trate
La sacralización de la muerte, su transfiguración en sacrificio, es una forma de capitalización. Los sacrificados son una inversión; no está claro si una inversión hecha por ellos mismos, por los supervivientes o por todos juntos
…la noción de precio o de tributo que hay que pagar por el progreso es una rotunda superstición
Si el contenido de estas citas fueran elementales verdades del barquero admitidas por todo el mundo, nos iría mucho mejor y no nos meterían tantos cuentos. Lean a Ferlosio.
Vuelvo al inicio. El doble lenguaje de los políticos es una necesidad en un entorno de relaciones fuertemente formalizadas y en las que buena parte de los afanes consiste en la construcción de la opinión pública; no es inherentemente malo, a condición de que tanto lo expresado como el propósito subyacente sean válidos. Pero es inaceptable cuando se convierte en una práctica orientada a mentir, ocultar o buscar chivos expiatorios. No lo podemos perdonar.
Así, he escuchado el último examen de conciencia de George Bush y Tony Blair sin acabar de creerme que aún tengan ganas de expresarse tan pobremente para explicar el desastre humano y los problemas políticos tan complejos que han provocado con suma diligencia en Irak.
El presidente americano nos ha legado la lección que ha aprendido: debió usar un lenguaje «más sofisticado», y no expresarse con emisiones tales como «quiero a Bin Laden vivo o muerto» —o «el eje del mal», «los países gamberros», «la doctora ántrax»… sin duda le han advertido de que su fama universal de mentecato viene, en buena medida, de ese lenguaje infantil—. Se arrepiente también de su mayor error, que es ni más ni menos que las condiciones de reclusión de los presos de Abu Ghraib —para qué hablar de Guantánamo, que al fin y al cabo se encuentra en Cuba—. Y declara con solemnidad que el hecho de que no hayan aparecido las armas de destrucción masiva prometidas ha hecho que la gente se cuestione si han merecido la pena los «sacrificios» padecidos en Irak.
Subrayo la palabra «sacrificios» porque nos mete de hoz y coz en lo que Sánchez Ferlosio llama en uno de sus mejores ensayos «mentalidad expiatoria». El sacrificio aludido reduce al ser humano a un instrumento de fines más altos que él mismo. Si pensamos en esto honradamente, ¿cómo podemos seguir tomando en serio esta forma de hablar? Más aún: si tenemos en cuenta el subtexto del discursito de Bush, ¿cómo puede aspirar el Presidente americano a que olvidemos la colusión de intereses estratégicos y económicos privados que, sospechamos justificadamente, fue el verdadero motor de la invasión?
Aprendamos (mucho) de Ferlosio en Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado:
Que la llamada causa del Progreso [Blair habla explícitamente de luchar contra las “fuerzas de la reacción”] esté sujeto a accidentes no es considerado como un defecto o culpa que haya que achacarle, sino como una suerte de portazgo o de peaje que legitima la entrada en circulación de la nueva mercancía, o hasta la credencial que avala y ennoblece al portador para poder presentarla dignamente ante cualquiera
El respeto y la fidelidad a los muertos, abusando del temor reverente a profanarlos, es usado como instrumento de chantaje para imponer silencio sobre la Causa por la que murieron y obligar al respeto hacia la clase de empresas de que se trate
La sacralización de la muerte, su transfiguración en sacrificio, es una forma de capitalización. Los sacrificados son una inversión; no está claro si una inversión hecha por ellos mismos, por los supervivientes o por todos juntos
…la noción de precio o de tributo que hay que pagar por el progreso es una rotunda superstición
Si el contenido de estas citas fueran elementales verdades del barquero admitidas por todo el mundo, nos iría mucho mejor y no nos meterían tantos cuentos. Lean a Ferlosio.
Vuelvo al inicio. El doble lenguaje de los políticos es una necesidad en un entorno de relaciones fuertemente formalizadas y en las que buena parte de los afanes consiste en la construcción de la opinión pública; no es inherentemente malo, a condición de que tanto lo expresado como el propósito subyacente sean válidos. Pero es inaceptable cuando se convierte en una práctica orientada a mentir, ocultar o buscar chivos expiatorios. No lo podemos perdonar.
jueves, 25 de mayo de 2006
Culpas y posibilidades de la izquierda
Las dos o tres personas que leéis este blog os habréis dado cuenta de que, teniéndome a mí mismo por alguien de izquierdas, habitualmente estoy más inclinado a criticar a mis presuntos correligionarios que a la derecha, el conservadurismo o como lo queráis llamar. Si echo la vista atrás hacia los posts que llevo publicados, inéditos o censurados (como bien haces notar, Fale), soy yo el primer sorprendido; creo que merece la pena que me pregunte el porqué de este hipercriticismo hacia quienes son, se supone, mis compañeros de viaje. Como, naturalmente, no creo que las causas estén en mí sino en los demás, trataré de resumir en estos prescindibles párrafos aquellos vicios, errores y actitudes que me parecen censurables en la corriente fundamental de la izquierda hoy en día: estáis avisados, y excuso decir que podéis pasar de todo y no leerlo. A mí, desde luego, me servirá para aclararme un poco.
Me extraña, por ejemplo que el simpatizante de izquierdas se encuentre tan cómodo con su etiqueta ideológica. La definición progresista se ha usado, sobado y malgastado a cargo de los políticos, quienes decidieron convertirla en el salvoconducto que les pusiera a salvo de la crítica de los oponentes. Qué acierto, y qué éxito; pronto se percataron de que ante la mención de tal palabra, cualquier justificación ulterior sobraba. La categorización ahorra esfuerzos, no exige reflexiones y desplaza la responsabilidad desde uno mismo hacia los partidos; pero resulta inaceptable cuando surte efectos como el siguiente: en una entrevista radiofónica a Magdalena Álvarez, Ministra de Fomento de escasas luces retóricas, se planteaba el desarrollo de las infraestructuras en su vertiente ideológica (que, efectivamente, la tiene), intentando deslindarla del simple sectarismo. La respuesta de la ministra me dejó estupefacto: «¡Los sectarios eran los de antes!». Se refería al PP, como si la simple expresión del enunciado lo convirtiera en una verdad indiscutible. Siempre me parecerá censurable esta complacencia en la propia marca, a modo de un estímulo condicionado pavloviano, según un automatismo que procura la equivalencia entre «progresista» y «justo y bueno». De manera que, tomando un ejemplo más serio, la aplicación de una medida cualquiera, pongamos la discutible ley contra la violencia de género, eludirá un debate serio sobre su conveniencia, la oportunidad de la aplicación o su posible naturaleza discriminatoria para ser precipitadamente aplicada en virtud de su declarado progresismo, reforzado por la intensa campaña de prensa a la que nos han sometido durante los últimos años.
Creo que aquí se oculta una confusión entre el cómo y el para qué. Si no estamos poseídos por el mal del totalitarismo, o si no abusamos de esa descortesía que es el juicio de intenciones, tendremos que convenir en que todas las opciones ideológicas y políticas están llevadas del impulso de hacer una vida mejor y más justa para todos los ciudadanos. Los izquierdistas perezosos creen que la ideología no progresista alberga la intención de mantener un statu quo injusto, un capitalismo cruel o la permanencia en el poder de una casta, o qué sé yo; la consiguiente reacción es la de respaldar todo aquello que suene a socialista, aunque no se sepa por qué. Me explico: lo que diferencia a las distintas opciones ideológicas, más que las intenciones, son los medios propuestos para lograrlas; todos, pequeños eudemonistas, queremos la felicidad, pero pocos están de acuerdo en la receta para alcanzarla. La discusión se refiere a los medios: en su eficacia, en la previsión de todos sus efectos —incluidos los no deseados—, etcétera. Se puede entender que una medida sea juzgada en virtud de su adecuación con el proyecto de progreso, no que se valide automáticamente porque proceda de un gobierno más o menos de izquierdas. Proceder de esta manera es francamente económico para el intelecto, pero también es, ni más ni menos, poner el carro delante de los bueyes.
El ejemplo más a mano con el que cuento para explicarme es el de la connivencia más o menos manifiesta entre la izquierda y el nacionalismo. Ha bastado que se hayan constituido partidos nacionalistas nominalmente izquierdistas para que todos hayan validado su progresismo sin mayores preguntas. Recientemente, Enrique Gil Calvo tenía que recordar en El País lo obvio: que el credo nacionalista siempre se da de bofetadas con proyectos políticos emancipadores y de progreso, y que el desarrollo autonómico recientemente pactado entre el PSOE y los nacionalismos identitarios (e incluso, por qué no reconocerlos como tales, etnicistas) era un paso en la dirección contraria a la de un gobierno cabalmente socialista. Pero bueno, acabo de hablar del pacto cuando lo que padecemos es, sobre todo, el simple tacticismo por parte de Zapatero…
Siguiendo con la distinción entre fines y medios, es preciso no olvidar los problemas de la izquierda con el individualismo. Porque a cada momento que pasa, más me sorprendo de que los ciudadanos progresistas se esfuercen en no ser ellos mismos para afrontar la realidad en función de los intereses de colectivos de pertenencia; prefieren ser hombres o mujeres, blancos o negros, catalanes, vascos, gallegos o madrileños (nunca, ni siquiera en momentos de descuido, españoles), jóvenes o viejos, carne o pescado… No se dan cuenta de que la emancipación tiene como único fin aquello que no debe ser tenido nunca como un accidente ni un medio: el individuo. Para la izquierda, las medidas a adoptar se tomarán en el ámbito social, económico y político; y el resultado debería ser la constitución de ciudadanos enteros y verdaderos, sin otros criterios de identidad que los que atañen a ellos mismos, sin que se aventuren a inscribirse en identidades colectivas accidentales, prestadas o simplemente míticas. Esta cesión de la propia identidad, esta falta de voluntad de pensar por uno mismo y esta invitación a interpretar la realidad siempre con términos espurios me parece una enfermedad que ataca a lo más fundamental del liberalismo y que, de paso, constituye el más auténtico y reprochable de los conservadurismos.
Ayer mismo, vi en mi ciudad una concentración de más o menos una docena de mujeres, sin duda progresistas, ante una pancarta que rezaba: "mujeres contra la guerra". Apreté el paso para quitarme de encima semejante visión de un grupo de personas que incluían en una misma definición una característica involuntaria e irrenunciable y por lo tanto trivial de puro evidente (el sexo) y un compromiso ideológico, supuestamente el que podría interesarnos (su oposición a la guerra), como si uno y otro fueran parejos o se alimentasen mutuamente. Lo mismo que la recepción que se hizo a Michele Bachelet en la Moncloa, reservada a mujeres, que no creo que se repita para una presidenta «de derechas» como lo es Angela Merkel. Al tiempo.
Pertenezco a una generación que se siente perfectamente ajena a las culpas de quienes consintieron o disculparon el estalinismo mientras hostigaban acerbamente el imperialismo yanqui; hoy en día tales alternativas son ridículas. Sin embargo, los vicios de pensamiento son parecidos. Basta con que se constituyan dos bandos para que el doble lenguaje que impregna en su peor vertiente el discurso de los políticos profesionales se extienda a los ciudadanos comunes: nos importará poco si «los nuestros» tienen razón; se trata de no consentir que nos afeen el discurso, caiga quien caiga. Y el problema está en el pobrecillo quien que a menudo es la víctima de esa deriva según la cual es más importante la causa defendida que los presuntos beneficiarios de la misma: él será el prescindible, cómo no, por el bien del progreso.
Un izquierdismo escarmentado y cuyo objetivo sea verdaderamente liberador seguirá los ideales de la ilustración, si bien descartando en todo momento la tentación de pensar que la razón está por encima del individuo. No ignorará, en el terreno ideológico, que el sistema económico liberal contribuye hasta cierto punto a una distribución más eficaz de la riqueza que los sistemas de planificación conocidos hasta ahora. Abogará resueltamente por un sistema de impuestos que permita a las administraciones disponer de la parte de la riqueza necesaria para cumplir con los fines verdaderamente igualitarios —es decir, para poner las condiciones para conformar verdaderos ciudadanos—. Se dará perfecta cuenta de que los seres humanos optan, en virtud de su naturaleza plural, por una pluralidad de opiniones, y convencerá de sus razones sin despreciar a los demás, porque sabrá que, al contrario que los hombres, los argumentos nunca son respetables. Sabrá que, para constituir ciudadanos más libres y responsables, los seres humanos deberán disfrutar de un bagaje educativo suficiente, tener garantizada la atención de su salud y la asistencia de las instituciones públicas ante las crisis personales, y disponer de un monto proporcionado de tiempo a su entera disposición. Defenderá con toda energía la libertad de expresión para sí mismo y para los demás, aun en los casos que le resulten más antipáticos e incluso contrarios a los términos de la convivencia actual. Invitará a los ciudadanos a que no cejen en su propósito de ser ellos mismos y a que dejen de interrogarse malsanamente acerca de su clase, creencia, sexo, etnia, nacionalidad o lo que sea. Entenderá que la igualdad entre los ciudadanos es la igualdad ante la ley y la igualdad de oportunidades para las personas, no para los colectivos cuya exigencia de uniformidad erosiona la base de una ciudadanía libre, es decir responsable. Creerá, sin complejos, que sus normas de convivencia pueden valer para todos, y por ello procurará extender universalmente sus razones y su modo de vida sin recurrir a la coacción ni a la arrogancia. La razón es el instrumento y el individuo es el fin. En resumen, es preferible ser liberal y racional a izquierdista, aunque no hay por qué renunciar a nada, abdicación que sí practican muchos de «los míos» para provocar todas mis fraternales críticas.
He dicho.
Me extraña, por ejemplo que el simpatizante de izquierdas se encuentre tan cómodo con su etiqueta ideológica. La definición progresista se ha usado, sobado y malgastado a cargo de los políticos, quienes decidieron convertirla en el salvoconducto que les pusiera a salvo de la crítica de los oponentes. Qué acierto, y qué éxito; pronto se percataron de que ante la mención de tal palabra, cualquier justificación ulterior sobraba. La categorización ahorra esfuerzos, no exige reflexiones y desplaza la responsabilidad desde uno mismo hacia los partidos; pero resulta inaceptable cuando surte efectos como el siguiente: en una entrevista radiofónica a Magdalena Álvarez, Ministra de Fomento de escasas luces retóricas, se planteaba el desarrollo de las infraestructuras en su vertiente ideológica (que, efectivamente, la tiene), intentando deslindarla del simple sectarismo. La respuesta de la ministra me dejó estupefacto: «¡Los sectarios eran los de antes!». Se refería al PP, como si la simple expresión del enunciado lo convirtiera en una verdad indiscutible. Siempre me parecerá censurable esta complacencia en la propia marca, a modo de un estímulo condicionado pavloviano, según un automatismo que procura la equivalencia entre «progresista» y «justo y bueno». De manera que, tomando un ejemplo más serio, la aplicación de una medida cualquiera, pongamos la discutible ley contra la violencia de género, eludirá un debate serio sobre su conveniencia, la oportunidad de la aplicación o su posible naturaleza discriminatoria para ser precipitadamente aplicada en virtud de su declarado progresismo, reforzado por la intensa campaña de prensa a la que nos han sometido durante los últimos años.
Creo que aquí se oculta una confusión entre el cómo y el para qué. Si no estamos poseídos por el mal del totalitarismo, o si no abusamos de esa descortesía que es el juicio de intenciones, tendremos que convenir en que todas las opciones ideológicas y políticas están llevadas del impulso de hacer una vida mejor y más justa para todos los ciudadanos. Los izquierdistas perezosos creen que la ideología no progresista alberga la intención de mantener un statu quo injusto, un capitalismo cruel o la permanencia en el poder de una casta, o qué sé yo; la consiguiente reacción es la de respaldar todo aquello que suene a socialista, aunque no se sepa por qué. Me explico: lo que diferencia a las distintas opciones ideológicas, más que las intenciones, son los medios propuestos para lograrlas; todos, pequeños eudemonistas, queremos la felicidad, pero pocos están de acuerdo en la receta para alcanzarla. La discusión se refiere a los medios: en su eficacia, en la previsión de todos sus efectos —incluidos los no deseados—, etcétera. Se puede entender que una medida sea juzgada en virtud de su adecuación con el proyecto de progreso, no que se valide automáticamente porque proceda de un gobierno más o menos de izquierdas. Proceder de esta manera es francamente económico para el intelecto, pero también es, ni más ni menos, poner el carro delante de los bueyes.
El ejemplo más a mano con el que cuento para explicarme es el de la connivencia más o menos manifiesta entre la izquierda y el nacionalismo. Ha bastado que se hayan constituido partidos nacionalistas nominalmente izquierdistas para que todos hayan validado su progresismo sin mayores preguntas. Recientemente, Enrique Gil Calvo tenía que recordar en El País lo obvio: que el credo nacionalista siempre se da de bofetadas con proyectos políticos emancipadores y de progreso, y que el desarrollo autonómico recientemente pactado entre el PSOE y los nacionalismos identitarios (e incluso, por qué no reconocerlos como tales, etnicistas) era un paso en la dirección contraria a la de un gobierno cabalmente socialista. Pero bueno, acabo de hablar del pacto cuando lo que padecemos es, sobre todo, el simple tacticismo por parte de Zapatero…
Siguiendo con la distinción entre fines y medios, es preciso no olvidar los problemas de la izquierda con el individualismo. Porque a cada momento que pasa, más me sorprendo de que los ciudadanos progresistas se esfuercen en no ser ellos mismos para afrontar la realidad en función de los intereses de colectivos de pertenencia; prefieren ser hombres o mujeres, blancos o negros, catalanes, vascos, gallegos o madrileños (nunca, ni siquiera en momentos de descuido, españoles), jóvenes o viejos, carne o pescado… No se dan cuenta de que la emancipación tiene como único fin aquello que no debe ser tenido nunca como un accidente ni un medio: el individuo. Para la izquierda, las medidas a adoptar se tomarán en el ámbito social, económico y político; y el resultado debería ser la constitución de ciudadanos enteros y verdaderos, sin otros criterios de identidad que los que atañen a ellos mismos, sin que se aventuren a inscribirse en identidades colectivas accidentales, prestadas o simplemente míticas. Esta cesión de la propia identidad, esta falta de voluntad de pensar por uno mismo y esta invitación a interpretar la realidad siempre con términos espurios me parece una enfermedad que ataca a lo más fundamental del liberalismo y que, de paso, constituye el más auténtico y reprochable de los conservadurismos.
Ayer mismo, vi en mi ciudad una concentración de más o menos una docena de mujeres, sin duda progresistas, ante una pancarta que rezaba: "mujeres contra la guerra". Apreté el paso para quitarme de encima semejante visión de un grupo de personas que incluían en una misma definición una característica involuntaria e irrenunciable y por lo tanto trivial de puro evidente (el sexo) y un compromiso ideológico, supuestamente el que podría interesarnos (su oposición a la guerra), como si uno y otro fueran parejos o se alimentasen mutuamente. Lo mismo que la recepción que se hizo a Michele Bachelet en la Moncloa, reservada a mujeres, que no creo que se repita para una presidenta «de derechas» como lo es Angela Merkel. Al tiempo.
Pertenezco a una generación que se siente perfectamente ajena a las culpas de quienes consintieron o disculparon el estalinismo mientras hostigaban acerbamente el imperialismo yanqui; hoy en día tales alternativas son ridículas. Sin embargo, los vicios de pensamiento son parecidos. Basta con que se constituyan dos bandos para que el doble lenguaje que impregna en su peor vertiente el discurso de los políticos profesionales se extienda a los ciudadanos comunes: nos importará poco si «los nuestros» tienen razón; se trata de no consentir que nos afeen el discurso, caiga quien caiga. Y el problema está en el pobrecillo quien que a menudo es la víctima de esa deriva según la cual es más importante la causa defendida que los presuntos beneficiarios de la misma: él será el prescindible, cómo no, por el bien del progreso.
Un izquierdismo escarmentado y cuyo objetivo sea verdaderamente liberador seguirá los ideales de la ilustración, si bien descartando en todo momento la tentación de pensar que la razón está por encima del individuo. No ignorará, en el terreno ideológico, que el sistema económico liberal contribuye hasta cierto punto a una distribución más eficaz de la riqueza que los sistemas de planificación conocidos hasta ahora. Abogará resueltamente por un sistema de impuestos que permita a las administraciones disponer de la parte de la riqueza necesaria para cumplir con los fines verdaderamente igualitarios —es decir, para poner las condiciones para conformar verdaderos ciudadanos—. Se dará perfecta cuenta de que los seres humanos optan, en virtud de su naturaleza plural, por una pluralidad de opiniones, y convencerá de sus razones sin despreciar a los demás, porque sabrá que, al contrario que los hombres, los argumentos nunca son respetables. Sabrá que, para constituir ciudadanos más libres y responsables, los seres humanos deberán disfrutar de un bagaje educativo suficiente, tener garantizada la atención de su salud y la asistencia de las instituciones públicas ante las crisis personales, y disponer de un monto proporcionado de tiempo a su entera disposición. Defenderá con toda energía la libertad de expresión para sí mismo y para los demás, aun en los casos que le resulten más antipáticos e incluso contrarios a los términos de la convivencia actual. Invitará a los ciudadanos a que no cejen en su propósito de ser ellos mismos y a que dejen de interrogarse malsanamente acerca de su clase, creencia, sexo, etnia, nacionalidad o lo que sea. Entenderá que la igualdad entre los ciudadanos es la igualdad ante la ley y la igualdad de oportunidades para las personas, no para los colectivos cuya exigencia de uniformidad erosiona la base de una ciudadanía libre, es decir responsable. Creerá, sin complejos, que sus normas de convivencia pueden valer para todos, y por ello procurará extender universalmente sus razones y su modo de vida sin recurrir a la coacción ni a la arrogancia. La razón es el instrumento y el individuo es el fin. En resumen, es preferible ser liberal y racional a izquierdista, aunque no hay por qué renunciar a nada, abdicación que sí practican muchos de «los míos» para provocar todas mis fraternales críticas.
He dicho.
martes, 23 de mayo de 2006
Escuela de periodismo objetivo
En un programa de televisión entrevistan a un hombre recién separado, que protesta porque su mujer le denuncia falsamente con el fin de impedir el contacto con sus dos hijas. Todas las denuncias, y son siete, versan sobre maltrato: a su ex mujer, a la madre de ésta e incluso a sus propias hijas; todas son sistemáticamente sobreseídas, o se determina la inocencia del repetidamente acusado. Como resultado, en el juzgado de familia la solución de la custodia compartida no se plantea siquiera. Este hombre se queja amargamente por el uso de las falsas denuncias por malos tratos como medio para ganar fuerza legal durante los procesos de separación y divorcio.
La presentadora del programa sólo hace dos preguntas, que refiero:
¿Usted cree que a su mujer le gusta poner denuncias?
¿Pero qué ha hecho usted para que le pongan tantas denuncias?
A este hombre acabaron por despedirlo más bien con malas maneras, abusando de la condescendencia («arregle las cosas con su señora, hombre»), y dejándole con la palabra en la boca.
Por si hace falta explicarlo: el deber de mantener una adecuada y cautelosa distancia frente al personaje que realiza una afirmación polémica no equivale a poner en duda su testimonio y convertir al acusador en acusado. Aunque (y esto lo digo con la justa ironía) el acusador sea un hombre denunciado por malos tratos. La existencia de delitos de moda se acaba convirtiendo en un procedimiento económico de juicio previo para los comunicadores perezosos y para la opinión pública más adocenada. Por decirlo en otras palabras: «presunto» y «sospechoso» son términos sinónimos sólo en el corrector del Word, no en la vida real.
Un consejo para las mujeres menos escrupulosas: ¡si queréis convertir a un hombre en un paria, no tenéis más que denunciarlo por malos tratos! De nada.
La presentadora del programa sólo hace dos preguntas, que refiero:
¿Usted cree que a su mujer le gusta poner denuncias?
¿Pero qué ha hecho usted para que le pongan tantas denuncias?
A este hombre acabaron por despedirlo más bien con malas maneras, abusando de la condescendencia («arregle las cosas con su señora, hombre»), y dejándole con la palabra en la boca.
Por si hace falta explicarlo: el deber de mantener una adecuada y cautelosa distancia frente al personaje que realiza una afirmación polémica no equivale a poner en duda su testimonio y convertir al acusador en acusado. Aunque (y esto lo digo con la justa ironía) el acusador sea un hombre denunciado por malos tratos. La existencia de delitos de moda se acaba convirtiendo en un procedimiento económico de juicio previo para los comunicadores perezosos y para la opinión pública más adocenada. Por decirlo en otras palabras: «presunto» y «sospechoso» son términos sinónimos sólo en el corrector del Word, no en la vida real.
Un consejo para las mujeres menos escrupulosas: ¡si queréis convertir a un hombre en un paria, no tenéis más que denunciarlo por malos tratos! De nada.
domingo, 21 de mayo de 2006
¡¡¡Que llega Dan Brown!!!
El estreno de la versión cinematográfica de El código Da Vinci es otra buena ocasión para observar la falta de familiaridad con la que nos enfrentamos a las ficciones. El motivo de los que se escandalizan trata de los errores cometidos en la novela de Dan Brown, que al parecer tienen su exacta correspondencia en la película. Según se sabe por la prensa, Brown es capaz de ambientar sus ficciones en ciudades en las que ha vivido (como Sevilla), pero exhibiendo gruesos errores de documentación fáciles de descubrir para cualquier lego en posesión de una sucinta guía turística. Vamos, que mister Brown no es un historiador, ni un periodista, ni un buen novelista.
Se nos dice que en la historia de El código… la madre del cordero consiste en la existencia de una supuesta descendencia de Jesús de Nazaret, quien habría tenido un hijo con María Magdalena. Esta descendencia alcanza, en nuestros días, hasta una de las protagonistas de la novela, una policía parisina. Esta «realidad histórica» trata de ser ocultada por la Iglesia Católica amenazada allá donde más duele —en los dogmas—, cuyo brazo ejecutor es, ni más ni menos, un monje del Opus Dei —a pesar de que el Opus Dei no sea una orden religiosa—. Occidente ha sido testigo de un enfrentamiento sordo entre conspiradores y contraconspiradores que, siguiendo una hermosa dialéctica, llega hasta hoy mismo. La anécdota sed resume en cómo los protagonistas resuelven una serie de acertijos para llegar a las sorprendentes revelaciones finales.
La cosa me recuerda mucho a novelas ultramediocres como El ocho o El último Catón, seguramente tan mal informadas como la de Brown y con una parecida querencia por esa variedad ingenua del determinismo histórico que es la suposición de la existencia de vastas conspiraciones milenarias a cargo de gentes de genio, y que se remonta, seguramente, a las raíces de Los protocolos de los sabios de Sión, hijos bastardos de las novelas de Eugenio Sue y del curioso Diálogo en el Infierno entre Montesquieu y Maquiavelo, de Maurice Joly. A mi juicio, Umberto Eco alcanzó la consumación de este tipo de ficciones y, más importante aún, las convirtió en un caso cerrado en su siempre infravalorada El péndulo de Foucault.
La posición de la Iglesia Católica ante esta sucesión de booms davincianos, por una vez, es inteligente: practicar la ignorancia activa, y prestar información más fiable a los consumidores con ganas de indagar en los motivos barajados en la novela. Más divertido es comprobar cómo, en los medios conservadores afines al catolicismo —el ABC, la COPE—, aun afectando seguir este criterio, sólo lo hacen de manera un tanto unconvincing. Los críticos de cine de la radio episcopal nos advierten de que la película de Ron Howard es «aburrida, muy aburrida», pero nos lo dicen tan a menudo, de manera tan resaltada y con una condescendencia tan mal imitada que no podemos dejar de advertir un interés que sobrepasa al de una opinión supuestamente ceñida a la calidad del filme. En el ABC del viernes pasado hay dos artículos (¡y prometen más!) de opinión tratando de desprestigiar a priori la película, poniendo de relieve todas las meteduras de pata de la historia.
La Iglesia realizó, muy razonablemente, una petición a la productora para que se incluyeran en los créditos unas líneas que aclarasen que se trata de una ficción cuyo parecido con la realidad etcétera. Por motivos que se me escapan, los chicos de Hollywood no accedieron, cosa extraña si tenemos en cuenta que se trata de una advertencia muy, pero que muy, utilizada, aun en casos perfectamente inocuos y escasamente polémicos.
No obstante, esa advertencia, si bien deseable, también es perfectamente fútil si los espectadores mantienen una adecuada distancia frente al producto. En una ficción de estas características todas la afirmaciones contenidas adquieren el mismo estatuto de realidad. Por ejemplo estas dos, una supuesta afirmación de alcance sobre la historia del cristianismo y otra aparentemente más particular, ambas contenidas en el mismo argumento:
—Jesús de Nazaret tuvo descendencia.
—Una encantadora policía parisina es descendiente de Jesús de Nazaret.
Podemos enfrentar estos dos enunciados, juntamente o por separado, al mismo examen crítico porque ambos forman parte de una misma anécdota:
¿Son reales o ficticios? Forman parte de una obra de ficción y, por lo tanto, son ficticios.
¿Son verdaderos o falsos? Esta pregunta es perfectamente irrelevante cuando de lo que se trata es de una ficción. Mientras dura el período de la fruición, y si ésta es satisfactoria, se suspende la incredulidad. En cuanto se cierran las tapas del libro o se desocupa la sala de cine, se acabó.
¿Son verosímiles o inverosímiles? Que me lo cuente quien lo haya leído o visto en la pantalla, porque yo no me voy a molestar en comprobarlo personalmente.
Seguramente no se podrían contestar a estas preguntas con tanta naturalidad si se tratase de una película que no participase de todas las características del gran espectáculo. En su caso, El código Da Vinci apela a un lenguaje narrativo similar al de las películas de Indiana Jones o los videojuegos de Lara Croft y debe crear las mismas expectativas de entretenimiento y de rigor intelectual. No comprender esto es lo que ha traído el éxito de todos los libros, películas y programas de televisión arrimados al calor del éxito de Brown y compañía. En cualquier caso, yo no soy nadie para hacer recomendaciones, ni a favor ni en contra.
Se nos dice que en la historia de El código… la madre del cordero consiste en la existencia de una supuesta descendencia de Jesús de Nazaret, quien habría tenido un hijo con María Magdalena. Esta descendencia alcanza, en nuestros días, hasta una de las protagonistas de la novela, una policía parisina. Esta «realidad histórica» trata de ser ocultada por la Iglesia Católica amenazada allá donde más duele —en los dogmas—, cuyo brazo ejecutor es, ni más ni menos, un monje del Opus Dei —a pesar de que el Opus Dei no sea una orden religiosa—. Occidente ha sido testigo de un enfrentamiento sordo entre conspiradores y contraconspiradores que, siguiendo una hermosa dialéctica, llega hasta hoy mismo. La anécdota sed resume en cómo los protagonistas resuelven una serie de acertijos para llegar a las sorprendentes revelaciones finales.
La cosa me recuerda mucho a novelas ultramediocres como El ocho o El último Catón, seguramente tan mal informadas como la de Brown y con una parecida querencia por esa variedad ingenua del determinismo histórico que es la suposición de la existencia de vastas conspiraciones milenarias a cargo de gentes de genio, y que se remonta, seguramente, a las raíces de Los protocolos de los sabios de Sión, hijos bastardos de las novelas de Eugenio Sue y del curioso Diálogo en el Infierno entre Montesquieu y Maquiavelo, de Maurice Joly. A mi juicio, Umberto Eco alcanzó la consumación de este tipo de ficciones y, más importante aún, las convirtió en un caso cerrado en su siempre infravalorada El péndulo de Foucault.
La posición de la Iglesia Católica ante esta sucesión de booms davincianos, por una vez, es inteligente: practicar la ignorancia activa, y prestar información más fiable a los consumidores con ganas de indagar en los motivos barajados en la novela. Más divertido es comprobar cómo, en los medios conservadores afines al catolicismo —el ABC, la COPE—, aun afectando seguir este criterio, sólo lo hacen de manera un tanto unconvincing. Los críticos de cine de la radio episcopal nos advierten de que la película de Ron Howard es «aburrida, muy aburrida», pero nos lo dicen tan a menudo, de manera tan resaltada y con una condescendencia tan mal imitada que no podemos dejar de advertir un interés que sobrepasa al de una opinión supuestamente ceñida a la calidad del filme. En el ABC del viernes pasado hay dos artículos (¡y prometen más!) de opinión tratando de desprestigiar a priori la película, poniendo de relieve todas las meteduras de pata de la historia.
La Iglesia realizó, muy razonablemente, una petición a la productora para que se incluyeran en los créditos unas líneas que aclarasen que se trata de una ficción cuyo parecido con la realidad etcétera. Por motivos que se me escapan, los chicos de Hollywood no accedieron, cosa extraña si tenemos en cuenta que se trata de una advertencia muy, pero que muy, utilizada, aun en casos perfectamente inocuos y escasamente polémicos.
No obstante, esa advertencia, si bien deseable, también es perfectamente fútil si los espectadores mantienen una adecuada distancia frente al producto. En una ficción de estas características todas la afirmaciones contenidas adquieren el mismo estatuto de realidad. Por ejemplo estas dos, una supuesta afirmación de alcance sobre la historia del cristianismo y otra aparentemente más particular, ambas contenidas en el mismo argumento:
—Jesús de Nazaret tuvo descendencia.
—Una encantadora policía parisina es descendiente de Jesús de Nazaret.
Podemos enfrentar estos dos enunciados, juntamente o por separado, al mismo examen crítico porque ambos forman parte de una misma anécdota:
¿Son reales o ficticios? Forman parte de una obra de ficción y, por lo tanto, son ficticios.
¿Son verdaderos o falsos? Esta pregunta es perfectamente irrelevante cuando de lo que se trata es de una ficción. Mientras dura el período de la fruición, y si ésta es satisfactoria, se suspende la incredulidad. En cuanto se cierran las tapas del libro o se desocupa la sala de cine, se acabó.
¿Son verosímiles o inverosímiles? Que me lo cuente quien lo haya leído o visto en la pantalla, porque yo no me voy a molestar en comprobarlo personalmente.
Seguramente no se podrían contestar a estas preguntas con tanta naturalidad si se tratase de una película que no participase de todas las características del gran espectáculo. En su caso, El código Da Vinci apela a un lenguaje narrativo similar al de las películas de Indiana Jones o los videojuegos de Lara Croft y debe crear las mismas expectativas de entretenimiento y de rigor intelectual. No comprender esto es lo que ha traído el éxito de todos los libros, películas y programas de televisión arrimados al calor del éxito de Brown y compañía. En cualquier caso, yo no soy nadie para hacer recomendaciones, ni a favor ni en contra.
jueves, 18 de mayo de 2006
El lema
Para demostrarnos que la política en Cataluña anda por cotas sólo accesibles a los más temerarios espeleólogos, el PSC exhibe orgulloso su slogan de campaña para el referéndum sobre el Estatut. Se trata de «El PP utilizará tu no contra Cataluña». Este blog ha tenido acceso a los lemas que se barajaron en el seno del partido, y que acabaron siendo descartados:
«Vota que sí porque el Estatut es estupendo»
«Vota que sí; es el mejor Estatut que se podía conseguir»
«Vota que sí; ¿por qué no?»
«Vota que sí. ¿Acaso no somos los más guays?»
«Vale, tienes razón, ¡pero vota que sí!»
«Vota que sí por caridad»
«Vota que sí: “los otros” se van a fastidiar»
«Vota que sí; con “los otros” nos referimos a los españoles y no a los de Esquerra»
«Vota que sí y no parezcas un español»
«Vota que sí y nos echaremos unas risas a costa de los españoles»
«¡Vota que sí y defiende a Cataluña de las asechanzas españolas!»
—Oye, tú, ¿cambiamos españoles por el PP?
—Vale, nen, qué buena idea.
«Vota que sí: hay que ver cómo son estos del PP»
«Vota que sí porque el Estatut es estupendo»
«Vota que sí; es el mejor Estatut que se podía conseguir»
«Vota que sí; ¿por qué no?»
«Vota que sí. ¿Acaso no somos los más guays?»
«Vale, tienes razón, ¡pero vota que sí!»
«Vota que sí por caridad»
«Vota que sí: “los otros” se van a fastidiar»
«Vota que sí; con “los otros” nos referimos a los españoles y no a los de Esquerra»
«Vota que sí y no parezcas un español»
«Vota que sí y nos echaremos unas risas a costa de los españoles»
«¡Vota que sí y defiende a Cataluña de las asechanzas españolas!»
—Oye, tú, ¿cambiamos españoles por el PP?
—Vale, nen, qué buena idea.
«Vota que sí: hay que ver cómo son estos del PP»
viernes, 12 de mayo de 2006
Adeu
Para perfeccionar la triste impresión que hemos albergado durante todo el proceso de negociación del nuevo Estatuto para Cataluña —y sin trazas de que aquélla vaya a mejorar—, Maragall ha cedido a la presión de la realidad —vale decir, la de todas sus torpezas— y ha descompuesto el tripartito. Quizás, pero sólo quizás, con el tiempo se juzguen los «avances» contenidos en el Estatut como un ejemplo cabal de victoria pírrica.
El autor de este blog no tiene la intención de hacerse el listo ni de ocultar sus ignorancias e ingenuidades: creí de buena fe que el gobierno de Maragall iba a ser un punto y aparte, y serviría de referente para futuros ejecutivos de centro izquierda. Qué equivocación tan grande, y qué decepción. Pero, también, qué instructivas enseñanzas nos proporciona este caso para comprender dónde está el verdadero talón de Aquiles de las democracias europeas.
Cuando el PSOE ganó las elecciones generales contra todo pronóstico —hay que subrayar esto—, el tripartito agitó un único estandarte, el del Estatuto. La oposición de CiU, temerosa de quedar sobrepasada en su nacionalismo por el mismísimo Gobierno, apostó fuerte y al alza. Nadie se opuso a la fuerza de este peculiar círculo vicioso, o virtuoso, o lo que sea; y digo nadie porque la voz del PP en Cataluña, sea por las razones que sea, es irrelevante.
Carod Rovira entendió rápidamente que su posición institucional de Conseller en Cap constituía una buena posibilidad para tratar a ETA como un interlocutor político legítimo, y obtener así una ventajosa tregua a la catalana de los terroristas. Para asombro de todos, aún no se ha dado cuenta de cuál ha sido su equivocación.
Al ver la reacción a los derrumbes en el barrio barcelonés del Carmelo ya encontramos motivos para cultivar la sospecha. Los medios de comunicación catalanes se mostraron peculiarmente unánimes para rebajar o eliminar la gravedad del caso. Cuando los hechos fueron demasiado notorios para seguir ocultándolos, los socialistas no encontraron mejor bombero que ¡el mismísimo Zapatero! En el Parlamento, el cocinero Maragall empezaba a enseñarnos a preparar un «suflé catalán» cuidando mucho la dosificación de los ingredientes: de comisiones bastaba con un tres por ciento. En una reacción reveladora como pocas, Artur Mas no rechazó la imputación y prefirió retirar momentánea y amenazadoramente su apoyo al Estatuto.
Los componentes del gobierno catalán nos demostraban cómo se ayuda a construir una sociedad democrática en su trato con los medios de comunicación. Descubrimos que el más opuesto y radicalizado, la cadena COPE, podía ser asaltado por hordas de jóvenes independentistas ante la indiferente mirada de los hermanos mayores Carod, Bargalló, Tardá y compañía. Comprobamos también que la manera de asentar un pluralismo responsable pasaba por constituir un Consejo Audiovisual obviamente dirigido contra los medios de la derecha no nacionalista. Incluso yo di un respingo cuando me enteré de la noticia; no en vano por entonces estaba leyendo al bueno de Isaiah Berlin, ejercicio que recomendaría vivamente a gentes como el bonachón Miquel Iceta, además de a todos los periodistas catalanes.
Eran reacciones tal vez comprensibles ante los ataques desmesurados por parte de los españolistas; tal vez no se merecían ese trato. Para que todos comprendiéramos lo acosados que se sentían en su rincón de la piel de toro, bastión del progreso, Pepe Rubianes, showman catalán de adopción, anheló con bizarría en la televisión pública, y en horario de protección a la infancia, que a los españoles nos explotasen los cojones; Carod, por su parte, propuso boicotear la candidatura madrileña a albergar los Juegos Olímpicos de 2012. Según tengo entendido, a Londres aún no ha llegado la noticia de este valioso apoyo a sus intereses. De cualquier manera, en el resto de España nos empeñamos en no comprender estos mensajes como lo que eran: súplicas amistosas para que tratásemos a Cataluña como una nación de hombres templados y buenazos que querían formar parte de nuestra realidad plural.
Maragall se apresuró a darnos una excelente lección sobre su manera de entender los límites de la política en una sociedad abierta. En una misma frase unió, bendijo y auguró un final feliz al Estatut, al cava que sufría un incipiente boicot, y… ¡a la OPA de Gas Natural a Endesa! Nuevo respingo: al oir esas palabras, del sobresalto escupí el sorbo de Freixenet que acababa de tomar. Aclaro que luego, para demostrar a todos que eso de los boicots no va conmigo, me metí otro buche de cava.
Más democracia, y a paladas: ERC se financia con aportaciones «voluntarias» —bajo chantaje— de los empleados públicos de las consejerías donde ellos gobiernan. Para escurrir el bulto despistando a los más idiotizados, hacen como que sólo se le hubieran reclamado cantidades a cargos de libre designación afiliados a su partido. Más tarde, cuando el Presidente por fin lleve a término una crisis de gobierno, lograrán imponer a Xavier Vendrell —el encargado de efectuar las coacciones— como Conseller. Toda una señal de renovación y ventilación de la vida pública.
Zapatero, cansado ya de que el patio estuviera desmandado a cuenta del Estatut, decidió cortar malamente el nudo gordiano que él mismo había enredado y pactó con la C de CiU «traicionando» a ERC. Gracias a esta maniobra, todos lo verificamos: si lo comparamos Maragall y Carod, Artur Mas adquiere la dimensión de un Talleyrand.
La pregunta de los de Esquerra, «¿cómo expresar nuestro descontento con las concesiones efectuadas sobre el texto del Estatut?» tuvo una rápida respuesta en una manifestación de éxito. A corto plazo, Carod obtuvo razones para estar satisfecho; a largo plazo, empero, el movimiento que él había iniciado adquirió la inercia suficiente para estrellarlo en su última asamblea con la oposición de las bases a laisser passer el Estatuto. La aspiración de los dirigentes de Esquerra era hacerse los dignos y consentir a su pesar, beneficiándose al fin de un estatuto de autonomía del cual poderse sentir sin embargo un poco distanciados; vamos, como el PNV con la Constitución; pero, vaya hombre, no salió la jugada.
Las circunstancias a las que se enfrentaba el tripartito eran de una complejidad creciente; es más, alcazaban proporciones de verdadera alarma cuando se consideraba que su solución dependía de la ya por todos acreditada destreza del President Maragall. Pero, en fin, las presiones son las que son y mejor acabar de una vez por todas que seguir dando el espectáculo. Y así estamos hoy, conteniendo la vergüenza ajena.
No tengo ganas de andarme con matices. La incapacidad de Maragall y su amor por la improvisación no se compadecen de ninguna manera con el cargo de desempeña. Ni siquiera puede aportar unos principios coherentes sostenidos a lo largo de toda su vida pública. Recuerden: cuando abandonó la alcaldía de Barcelona, su principal preocupación no era la identidad nacional, sino la cesión de competencias y recursos a las instituciones locales. ¿Qué fue de aquello? ¿Dónde están las nieves de antaño, mi oportunista Pasqual?
A Zapatero, mejor lo dejaremos por hoy.
Respecto a Esquerra Republicana y a sus caras conocidas, cabe decir que se han beneficiado de una actitud amistosa de los medios catalanes y progubernamentales, que quisieron disfrazarlos de simpáticos y civilizados europeos. Nada más falso. Carod lo puede ocultar hablando en voz queda, con tranquilo continente e incluso en un deficientísimo gallego, pero él y su grupo representan posiciones fanáticas, antirreformistas, regresivas hasta lo mohoso, irracionales y absolutamente inconciliables con una izquierda liberal. Ante la inepta capacidad crítica, por no decir complicidad, del PSC, los amigos republicanos han practicado sin el menor complejo el manual del perfecto totalitario, intentando entregar a sus ciudadanos una democracia a la italiana. En la entrevista que ayer concedió a Iñaki Gabilondo, el cabecilla de ERC afirmó que, de romper el pacto de gobierno, el Presidente estaría demostrando que no quería un gobierno de izquierdas para Cataluña. ¿Tan pobre ha sido su ejecutoria para que no pueda defender la permanencia de un buen gobierno, sino de un gobierno de izquierdas? ¿Acaso su manera de concebir la izquierda pasa por rapiñar para uso de su facción un tanto por ciento tasado de los trabajadores contratados a cargo de todos los ciudadanos catalanes —y no de su partido, recordemos—? Insisto en lo afirmado en posts anteriores: a este paso, como sigamos haciendo un fetiche de la etiqueta política «izquierda», la vamos a dejar tan manoseada que no nos la va a querer ni el trapero.
Como explicaba didácticamente Max Weber, un político como es debido a menudo debe preferir la ética de la responsabilidad a la de la convicción. Reto a cualquiera a que me demuestre que Carod Rovira se ha manifestado una vez —¡una sola!— en defensa de esta noción de elemental liberalismo.
Y por seguir con las caras conocidas de los de Esquerra, declaro con toda solemnidad que sólo me interesa una: la de una atractiva jovencita, habitual presencia en el estrado cada vez que Carod hace una declaración institucional, situada a uno o dos pasos de él. ¿Sabrá alguien su nombre?
Tal vez, y esto lo digo con melancolía, el oasis catalán nunca existió, o lo fue a costa de las prácticas venales y autoritarias que estupefactos, atestiguamos.
El autor de este blog no tiene la intención de hacerse el listo ni de ocultar sus ignorancias e ingenuidades: creí de buena fe que el gobierno de Maragall iba a ser un punto y aparte, y serviría de referente para futuros ejecutivos de centro izquierda. Qué equivocación tan grande, y qué decepción. Pero, también, qué instructivas enseñanzas nos proporciona este caso para comprender dónde está el verdadero talón de Aquiles de las democracias europeas.
Cuando el PSOE ganó las elecciones generales contra todo pronóstico —hay que subrayar esto—, el tripartito agitó un único estandarte, el del Estatuto. La oposición de CiU, temerosa de quedar sobrepasada en su nacionalismo por el mismísimo Gobierno, apostó fuerte y al alza. Nadie se opuso a la fuerza de este peculiar círculo vicioso, o virtuoso, o lo que sea; y digo nadie porque la voz del PP en Cataluña, sea por las razones que sea, es irrelevante.
Carod Rovira entendió rápidamente que su posición institucional de Conseller en Cap constituía una buena posibilidad para tratar a ETA como un interlocutor político legítimo, y obtener así una ventajosa tregua a la catalana de los terroristas. Para asombro de todos, aún no se ha dado cuenta de cuál ha sido su equivocación.
Al ver la reacción a los derrumbes en el barrio barcelonés del Carmelo ya encontramos motivos para cultivar la sospecha. Los medios de comunicación catalanes se mostraron peculiarmente unánimes para rebajar o eliminar la gravedad del caso. Cuando los hechos fueron demasiado notorios para seguir ocultándolos, los socialistas no encontraron mejor bombero que ¡el mismísimo Zapatero! En el Parlamento, el cocinero Maragall empezaba a enseñarnos a preparar un «suflé catalán» cuidando mucho la dosificación de los ingredientes: de comisiones bastaba con un tres por ciento. En una reacción reveladora como pocas, Artur Mas no rechazó la imputación y prefirió retirar momentánea y amenazadoramente su apoyo al Estatuto.
Los componentes del gobierno catalán nos demostraban cómo se ayuda a construir una sociedad democrática en su trato con los medios de comunicación. Descubrimos que el más opuesto y radicalizado, la cadena COPE, podía ser asaltado por hordas de jóvenes independentistas ante la indiferente mirada de los hermanos mayores Carod, Bargalló, Tardá y compañía. Comprobamos también que la manera de asentar un pluralismo responsable pasaba por constituir un Consejo Audiovisual obviamente dirigido contra los medios de la derecha no nacionalista. Incluso yo di un respingo cuando me enteré de la noticia; no en vano por entonces estaba leyendo al bueno de Isaiah Berlin, ejercicio que recomendaría vivamente a gentes como el bonachón Miquel Iceta, además de a todos los periodistas catalanes.
Eran reacciones tal vez comprensibles ante los ataques desmesurados por parte de los españolistas; tal vez no se merecían ese trato. Para que todos comprendiéramos lo acosados que se sentían en su rincón de la piel de toro, bastión del progreso, Pepe Rubianes, showman catalán de adopción, anheló con bizarría en la televisión pública, y en horario de protección a la infancia, que a los españoles nos explotasen los cojones; Carod, por su parte, propuso boicotear la candidatura madrileña a albergar los Juegos Olímpicos de 2012. Según tengo entendido, a Londres aún no ha llegado la noticia de este valioso apoyo a sus intereses. De cualquier manera, en el resto de España nos empeñamos en no comprender estos mensajes como lo que eran: súplicas amistosas para que tratásemos a Cataluña como una nación de hombres templados y buenazos que querían formar parte de nuestra realidad plural.
Maragall se apresuró a darnos una excelente lección sobre su manera de entender los límites de la política en una sociedad abierta. En una misma frase unió, bendijo y auguró un final feliz al Estatut, al cava que sufría un incipiente boicot, y… ¡a la OPA de Gas Natural a Endesa! Nuevo respingo: al oir esas palabras, del sobresalto escupí el sorbo de Freixenet que acababa de tomar. Aclaro que luego, para demostrar a todos que eso de los boicots no va conmigo, me metí otro buche de cava.
Más democracia, y a paladas: ERC se financia con aportaciones «voluntarias» —bajo chantaje— de los empleados públicos de las consejerías donde ellos gobiernan. Para escurrir el bulto despistando a los más idiotizados, hacen como que sólo se le hubieran reclamado cantidades a cargos de libre designación afiliados a su partido. Más tarde, cuando el Presidente por fin lleve a término una crisis de gobierno, lograrán imponer a Xavier Vendrell —el encargado de efectuar las coacciones— como Conseller. Toda una señal de renovación y ventilación de la vida pública.
Zapatero, cansado ya de que el patio estuviera desmandado a cuenta del Estatut, decidió cortar malamente el nudo gordiano que él mismo había enredado y pactó con la C de CiU «traicionando» a ERC. Gracias a esta maniobra, todos lo verificamos: si lo comparamos Maragall y Carod, Artur Mas adquiere la dimensión de un Talleyrand.
La pregunta de los de Esquerra, «¿cómo expresar nuestro descontento con las concesiones efectuadas sobre el texto del Estatut?» tuvo una rápida respuesta en una manifestación de éxito. A corto plazo, Carod obtuvo razones para estar satisfecho; a largo plazo, empero, el movimiento que él había iniciado adquirió la inercia suficiente para estrellarlo en su última asamblea con la oposición de las bases a laisser passer el Estatuto. La aspiración de los dirigentes de Esquerra era hacerse los dignos y consentir a su pesar, beneficiándose al fin de un estatuto de autonomía del cual poderse sentir sin embargo un poco distanciados; vamos, como el PNV con la Constitución; pero, vaya hombre, no salió la jugada.
Las circunstancias a las que se enfrentaba el tripartito eran de una complejidad creciente; es más, alcazaban proporciones de verdadera alarma cuando se consideraba que su solución dependía de la ya por todos acreditada destreza del President Maragall. Pero, en fin, las presiones son las que son y mejor acabar de una vez por todas que seguir dando el espectáculo. Y así estamos hoy, conteniendo la vergüenza ajena.
No tengo ganas de andarme con matices. La incapacidad de Maragall y su amor por la improvisación no se compadecen de ninguna manera con el cargo de desempeña. Ni siquiera puede aportar unos principios coherentes sostenidos a lo largo de toda su vida pública. Recuerden: cuando abandonó la alcaldía de Barcelona, su principal preocupación no era la identidad nacional, sino la cesión de competencias y recursos a las instituciones locales. ¿Qué fue de aquello? ¿Dónde están las nieves de antaño, mi oportunista Pasqual?
A Zapatero, mejor lo dejaremos por hoy.
Respecto a Esquerra Republicana y a sus caras conocidas, cabe decir que se han beneficiado de una actitud amistosa de los medios catalanes y progubernamentales, que quisieron disfrazarlos de simpáticos y civilizados europeos. Nada más falso. Carod lo puede ocultar hablando en voz queda, con tranquilo continente e incluso en un deficientísimo gallego, pero él y su grupo representan posiciones fanáticas, antirreformistas, regresivas hasta lo mohoso, irracionales y absolutamente inconciliables con una izquierda liberal. Ante la inepta capacidad crítica, por no decir complicidad, del PSC, los amigos republicanos han practicado sin el menor complejo el manual del perfecto totalitario, intentando entregar a sus ciudadanos una democracia a la italiana. En la entrevista que ayer concedió a Iñaki Gabilondo, el cabecilla de ERC afirmó que, de romper el pacto de gobierno, el Presidente estaría demostrando que no quería un gobierno de izquierdas para Cataluña. ¿Tan pobre ha sido su ejecutoria para que no pueda defender la permanencia de un buen gobierno, sino de un gobierno de izquierdas? ¿Acaso su manera de concebir la izquierda pasa por rapiñar para uso de su facción un tanto por ciento tasado de los trabajadores contratados a cargo de todos los ciudadanos catalanes —y no de su partido, recordemos—? Insisto en lo afirmado en posts anteriores: a este paso, como sigamos haciendo un fetiche de la etiqueta política «izquierda», la vamos a dejar tan manoseada que no nos la va a querer ni el trapero.
Como explicaba didácticamente Max Weber, un político como es debido a menudo debe preferir la ética de la responsabilidad a la de la convicción. Reto a cualquiera a que me demuestre que Carod Rovira se ha manifestado una vez —¡una sola!— en defensa de esta noción de elemental liberalismo.
Y por seguir con las caras conocidas de los de Esquerra, declaro con toda solemnidad que sólo me interesa una: la de una atractiva jovencita, habitual presencia en el estrado cada vez que Carod hace una declaración institucional, situada a uno o dos pasos de él. ¿Sabrá alguien su nombre?
Tal vez, y esto lo digo con melancolía, el oasis catalán nunca existió, o lo fue a costa de las prácticas venales y autoritarias que estupefactos, atestiguamos.
miércoles, 10 de mayo de 2006
Dos anuncios
Uno
«Habitará el lobo con el cordero y el leopardo se acostará junto al cabrito; el becerro, el cachorro de león y el borriquillo andarán en compañía y un niño chico los pastoreará; la vaca y la osa pacerán juntas y juntas cuidarán a sus criaturas, y el león como el buey comerá paja; el niño de pecho escarbará en la hura de la víbora y el recién nacido meterá la mano en la madriguera del alacrán; nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi monte santo, porque la tierra estará llena del conocimiento de Yahvé como henchida de agua está la mar»
Es la famosa profecía del Monte Santo del libro de Isaías (11, 6-9). La humanísima ley según la cual nuestro lenguaje recaerá sempiternamente en las mismas fórmulas vuelve a cumplirse: ahora lo comprobamos en un spot en el que los metros que no llegaban empiezan a ser puntuales, los campos resecos reciben el riego de flamantes pívots, se crean nuevas carreteras (¿esta vez sin peaje?) y los correos electrónicos largamente anhelados son recibidos en tiempo y forma.
Hablo del anuncio que pide el voto en el referéndum sobre el Estatuto de Autonomía para Cataluña. Me pregunto quién tendrá el valor de votar «no» a una ley que, según parece, opera todos los milagros antes inalcanzables (¿por qué a CiU se le ha escapado esta lectura, nada favorable a sus intereses?): dinero para el riego, más trenes y carreteras, conexiones de banda ancha y una Cataluña en color.
Según creo, ni siquiera el Yahvé veterotestamentario daría el visto bueno a una campaña tan interesada y parcial, y pagada con dinero público.
Dos
El joven Leo Tolstoi se quedó castigado, incapaz de pensar en otra cosa que en el oso blanco, hasta ver en el siguiente anuncio a Bonelo anunciando cerveza.
«Habitará el lobo con el cordero y el leopardo se acostará junto al cabrito; el becerro, el cachorro de león y el borriquillo andarán en compañía y un niño chico los pastoreará; la vaca y la osa pacerán juntas y juntas cuidarán a sus criaturas, y el león como el buey comerá paja; el niño de pecho escarbará en la hura de la víbora y el recién nacido meterá la mano en la madriguera del alacrán; nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi monte santo, porque la tierra estará llena del conocimiento de Yahvé como henchida de agua está la mar»
Es la famosa profecía del Monte Santo del libro de Isaías (11, 6-9). La humanísima ley según la cual nuestro lenguaje recaerá sempiternamente en las mismas fórmulas vuelve a cumplirse: ahora lo comprobamos en un spot en el que los metros que no llegaban empiezan a ser puntuales, los campos resecos reciben el riego de flamantes pívots, se crean nuevas carreteras (¿esta vez sin peaje?) y los correos electrónicos largamente anhelados son recibidos en tiempo y forma.
Hablo del anuncio que pide el voto en el referéndum sobre el Estatuto de Autonomía para Cataluña. Me pregunto quién tendrá el valor de votar «no» a una ley que, según parece, opera todos los milagros antes inalcanzables (¿por qué a CiU se le ha escapado esta lectura, nada favorable a sus intereses?): dinero para el riego, más trenes y carreteras, conexiones de banda ancha y una Cataluña en color.
Según creo, ni siquiera el Yahvé veterotestamentario daría el visto bueno a una campaña tan interesada y parcial, y pagada con dinero público.
Dos
El joven Leo Tolstoi se quedó castigado, incapaz de pensar en otra cosa que en el oso blanco, hasta ver en el siguiente anuncio a Bonelo anunciando cerveza.
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