A mí Sarkozy me parece un personaje (digo bien: personaje) fascinante. Aclaro que la fascinación es una sensación que nada tiene que ver con la simpatía o antipatía producida por el objeto. Igual puede quedar uno absorto estudiando una araña que contemplando el cuerpo de su amada. Aquí una última muestra del carácter de Monsieur Le President cuando le preguntan sobre los rumores de crisis en su matrimonio.
Descontada la acritud en sus reacciones, me parece que la retirada de la entrevista no es una mera espantá, sino una reacción digna y humanizadora del estadista. La decisión de emitir estas imágenes, eso sí, me parece indignante y alejada de la estatura que se le supone al mítico 60 minutes. Uno tiene estas manías: despreciar el off the record, el rumor, el margen de la noticia, lo que no se concibió para ser público.
martes, 30 de octubre de 2007
lunes, 29 de octubre de 2007
El caso del nen
La diferencia entre Eduardo Mendoza y un servidor: el primero es capaz de decir todo lo que merece la pena decir sobre el asunto, y con una economía de medios para mí inalcanzable. Sirva esta copia de su columna como rendición de pleitesía.
Presente
Un tipo pega a una persona en el metro de Barcelona, la acción queda grabada y los medios la difunden repetidamente, lo que desencadena una espiral de comentarios. Al final las circunstancias acaban prevaleciendo sobre el hecho en sí. Un fenómeno de nuestros alterados tiempos. En sus célebres coplas, Jorge Manrique afirma que lo presente en un punto se es ido y acabado. Una idea obvia que ya no nos vale. Hoy el presente sigue siendo presente mientras duren las pilas.
En el caso de la agresión, la posibilidad de análisis colectivo en vez de aclarar las cosas las enturbia. El agredido estaba borracho o sereno, la víctima era una chica ecuatoriana. Los temas del día eclipsan el caso: violencia de género, racismo, conducta incívica, inseguridad. Detalles sin importancia a la hora de afrontar lo ocurrido: A pega a B y punto. La legislación tipifica los delitos con claridad y añade atenuantes y agravantes que permiten al tribunal ajustar el dobladillo y la sisa. Con eso debería bastar. El debate sociológico tiende a convertir los actos individuales en síntomas de nuestro entorno, a diluirlos en el amplio panorama de lo colectivo. Si el agresor hubiera elegido una víctima de otras características, nada habría cambiado en el fondo. Por ejemplo, si hubiese atacado a un luchador de sumo, habría mostrado más valor, no más civismo; el resultado habría sido distinto y las imágenes más divertidas, pero no el carácter delictivo del ataque. El que uno esté en condiciones de repeler una agresión no la justifica ni disminuye su gravedad.
Pero tampoco se puede repeler el presente de la imagen, así que en el futuro habremos de decidir si seguimos con el sistema jurídico ancestral o si juzgamos a bulto y entre todos. Luego está la realidad, claro: el dolor, la vejación, el miedo. Pero esto sólo es presente para quien los sufrió.
jueves, 25 de octubre de 2007
Constatación antipática
Lo advierto con una sensación un tanto heladora: sólo yo comprendo al viajero que contempla con falsa impavidez la paliza del malote a la chica; su cobardía y la humillación que aquélla comporta en un mundo, según parece, repleto de héroes.
lunes, 22 de octubre de 2007
Así se las ponían a Carod-Rovira
Pues la lección fue inolvidable, pero errónea. Se la debemos a los dos aguerridos ciudadanos de Valladolid que embistieron a Carod-Rovira como si se tratase de la encarnación del mal absoluto. Ambos intentaron ganar al independentista en su terreno, el de las convicciones y unas artimañas retóricas benignas de puro catetas. Llamarle José Luis fue una bobada de la que el hábil político sacó muy buen partido. Primero, con una reacción algo desproporcionada que le dejó a la par del polemista y anónimo ciudadano. Segundo, obteniendo de una señora el, ejem, aserto según el cual ella no tenía “ningún interés en aprender catalán”. Como si a estas alturas no supiéramos que los nacionalistas (perdón, independentistas) son expertos usuarios de la maquinita del victimismo: así nos tratan los de Valladolid, no nos comprenden ni se interesan por lo nuestro, su concepto de España es el de un estado con un solo idioma, etcétera. Pues no. Esos dos ejemplares de pucelano no representan a todos los pucelanos, ni a los castellanos, ni a los españolistas ni a nadie salvo a sí mismos. Y ese fue precisamente el punto más olvidado en la de por sí olvidable emisión de Tengo una pregunta para usted.
Josep-Lluís Carod-Rovira se enfrentó a unas preguntas muchas veces formuladas en un tono poco amable o incluso hostil, pero que no atendían al verdadero meollo —y enigma— de su nacionalismo identitario. Él se demostró demócrata y respetuoso de lo que pueda señalar la consulta sobre la independencia que él propone; lo demás fue llevar a término la típica profecía que se cumple a sí misma (bien dicho, mujer-pez): después de haber sido muy antipático con España cosecha la antipatía de los demás y la expone como la razón última de su desafección hacia España. ¿Por qué se le preguntó sobre su respeto al resultado de un referéndum de anexión a Cataluña en la Comunidad Valenciana? Naturalmente va a respetarlo, en primer lugar porque no le queda otro remedio. ¿Son ésas las agudas preguntas de la ciudadanía anónima?
No, no se debe reñir a Carod-Rovira porque piense lo que piensa, ni porque aliente una unión de “los Países Catalanes”. Se le debe indicar, y a ser posible con todo respeto, que se reconoce y estima cada una de las lenguas que existen y se usan en España, y que es lo más natural del mundo que quien quiera trabajar en Cataluña deba saber catalán; que sabemos que es un político sometido a las urnas, claro que sí, y que usa de su capacidad de influencia en la medida en que el sistema parlamentario se lo permite, faltaría más. Pero se le puede hacer escuchar lo que cada uno piense en torno a la relación entre Cataluña y el resto de España: en opinión de mucha gente no del todo desinformada, Cataluña ha sido secularmente beneficiada en su desarrollo económico por el Estado; el castellano no sólo ha sido un idioma de imposición, sino también adoptado por la sociedad catalana porque ha sido de gran utilidad para sus hablantes; basarse en supuestos y discutibles agravios históricos para fundamentar una idea nacional es una trampa que echa el lazo a las emociones con objetivos más oportunistas que racionales; un estado más grande garantiza mejor la defensa del bienestar, los derechos y las libertades de sus ciudadanos (y si no, véase el caso del País Vasco). Y se le pueden hacer preguntas muy democráticas: ¿Qué opina de que el Conseller Vendrell encarezca a Terra Lliure porque ayudó a “despertar conciencias”? ¿Es cierto que se penaliza a los comercios que no rotulan en catalán? ¿Eso incluye a las franquicias de Burger King? ¿Es cierto que el castellano ya no se usa como lengua vehicular en ningún centro educativo público? ¿No es cierto que su partido cultiva un rechazo a España no solamente achacable a la desconsideración de los vallisoletanos españolistas? Por ejemplo, ¿no es cierto que el único boicot promovido por un político ha sido el dirigido precisamente por Carod-Rovira contra la candidatura madrileña a los Juegos Olímpicos? ¿De verdad hemos de creernos que en sus dos reuniones con ETA —una de ellas desempeñando ya una importante responsabilidad institucional— se limitó a decirles que debían abandonar las armas? ¿No bastaba para eso una declaración pública, una llamada o una carta? ¿Qué opina de la escasísima participación en la consulta acerca de la modificación del Estatuto catalán?
Y se puede añadir: no, hombre, no; piense usted lo que le dé la gana, pero no me hable en nombre de Cataluña.
Josep-Lluís Carod-Rovira se enfrentó a unas preguntas muchas veces formuladas en un tono poco amable o incluso hostil, pero que no atendían al verdadero meollo —y enigma— de su nacionalismo identitario. Él se demostró demócrata y respetuoso de lo que pueda señalar la consulta sobre la independencia que él propone; lo demás fue llevar a término la típica profecía que se cumple a sí misma (bien dicho, mujer-pez): después de haber sido muy antipático con España cosecha la antipatía de los demás y la expone como la razón última de su desafección hacia España. ¿Por qué se le preguntó sobre su respeto al resultado de un referéndum de anexión a Cataluña en la Comunidad Valenciana? Naturalmente va a respetarlo, en primer lugar porque no le queda otro remedio. ¿Son ésas las agudas preguntas de la ciudadanía anónima?
No, no se debe reñir a Carod-Rovira porque piense lo que piensa, ni porque aliente una unión de “los Países Catalanes”. Se le debe indicar, y a ser posible con todo respeto, que se reconoce y estima cada una de las lenguas que existen y se usan en España, y que es lo más natural del mundo que quien quiera trabajar en Cataluña deba saber catalán; que sabemos que es un político sometido a las urnas, claro que sí, y que usa de su capacidad de influencia en la medida en que el sistema parlamentario se lo permite, faltaría más. Pero se le puede hacer escuchar lo que cada uno piense en torno a la relación entre Cataluña y el resto de España: en opinión de mucha gente no del todo desinformada, Cataluña ha sido secularmente beneficiada en su desarrollo económico por el Estado; el castellano no sólo ha sido un idioma de imposición, sino también adoptado por la sociedad catalana porque ha sido de gran utilidad para sus hablantes; basarse en supuestos y discutibles agravios históricos para fundamentar una idea nacional es una trampa que echa el lazo a las emociones con objetivos más oportunistas que racionales; un estado más grande garantiza mejor la defensa del bienestar, los derechos y las libertades de sus ciudadanos (y si no, véase el caso del País Vasco). Y se le pueden hacer preguntas muy democráticas: ¿Qué opina de que el Conseller Vendrell encarezca a Terra Lliure porque ayudó a “despertar conciencias”? ¿Es cierto que se penaliza a los comercios que no rotulan en catalán? ¿Eso incluye a las franquicias de Burger King? ¿Es cierto que el castellano ya no se usa como lengua vehicular en ningún centro educativo público? ¿No es cierto que su partido cultiva un rechazo a España no solamente achacable a la desconsideración de los vallisoletanos españolistas? Por ejemplo, ¿no es cierto que el único boicot promovido por un político ha sido el dirigido precisamente por Carod-Rovira contra la candidatura madrileña a los Juegos Olímpicos? ¿De verdad hemos de creernos que en sus dos reuniones con ETA —una de ellas desempeñando ya una importante responsabilidad institucional— se limitó a decirles que debían abandonar las armas? ¿No bastaba para eso una declaración pública, una llamada o una carta? ¿Qué opina de la escasísima participación en la consulta acerca de la modificación del Estatuto catalán?
Y se puede añadir: no, hombre, no; piense usted lo que le dé la gana, pero no me hable en nombre de Cataluña.
sábado, 20 de octubre de 2007
Todos nacionalistas
No sé qué es más censurable en el spot de la Vicepresidencia de la Xunta sobre las galescolas: la imagen en sepia de un antipático señorote que prohíbe a los niños hablar en gallego; el uso de los retoños que cultivan el jardín del futuro, eso sí, en color; la ringlera de cativos alternando —sustituyendo— la palabra “libertad” por “liberdade”…
Para los gobernantes del Bloque es preciso impugnar el uso del castellano en Galicia mediante una acusación directa: se trata de un idioma que se introdujo como resultado de una imposición. Esto se puede discutir de varias maneras. Por ejemplo, planteándonos si así se describe efectivamente una verdad histórica. Cierto es que la lengua gallega siempre permaneció fuera de las escuelas y de las instituciones oficiales; pero también lo es que entre los propios gallegos ha cundido durante decenios la idea despectiva de que el vernáculo era el idioma de lo rural y analfabeto mientras el castellano representaba a la urbe y la cultura. Ese prejuicio hacia el idioma, creo, no es atribuible a la pérfida España, ni al tiránico (y ferrolano) Franco, ni a los Reyes Católicos… Es más bien culpa de los mismos que lo alimentaron al ridiculizar a sus hablantes y al decidir ignorarlo.
Además, se puede plantear una pregunta muy osada: y si el castellano ha sido impuesto durante siglos —insisto en que me parece muy discutible—, ¿cuál es el problema? Los acontecimientos históricos abundan en crímenes, invasiones, conquistas y catástrofes, y todas las personalidades, aun las aparentemente más benignas, han sido objeto de debates historiográficos acerbos y a menudo superficiales sobre su significado y valor. Que sean más o menos simpáticos, mejores o peores, que arruinasen o enriqueciesen a la sociedad que lideraron, son opiniones un tanto desvaídas sobre unos hechos que forman inevitablemente parte de nuestro equipaje o, por decirlo a la manera cursi, de nuestro patrimonio histórico. Vacunémonos con Borges:
Como los drusos, como la luna, como la muerte, como la semana que viene, el pasado remoto es de aquellas cosas que puede enriquecer la ignorancia -que se alimentan sobre todo de la ignorancia. Es infinitamente plástico y agradable, mucho más servicial que el porvenir y mucho menos exigente de esfuerzos. Es la estación famosa y predilecta de las mitologías
El castellano, impuesto o no, es hoy en día tan autóctono como el gallego. Ambos son lenguas romances, y la Roma imperial no se distinguía precisamente por pedir permiso para ocupar territorios… Para los nacionalistas la historia será interpretable como la incesante lucha de un pueblo contra el opresor español o castellano o qué sé yo. Para mí, atribuir significados e intenciones a hechos y personas pasados desde los intereses actuales es manipular aquello que sólo debería estar en manos de historiadores especialmente conscientes del deber de ahorrarse valoraciones sobre su materia. Es, en suma, crear mitologías.
En el terreno político los niños simbolizan la inocencia y el ciudadano del futuro. Y el Bloque no nos da gato por liebre, sino gato por gato, cuando se manifiesta un tanto indirectamente a favor de instruir lingüísticamente a los futuros gallegos mediante medidas sustantivas etiquetables sin miedo a exagerar como “ingeniería de almas”. ¿Podríamos fiarnos de que en este caso la enseñanza en gallego va a ser independiente de una sobrecarga ideológica de tinte nacionalista? ¿Qué se enseñará acerca de Galicia? ¿Y sobre España? Distinguiré a toda velocidad entre instrucción y adoctrinamiento: la primera trata sobre hechos demostrables y la segunda sobre constructos ideológicos; así, cuando se explique a las criaturas que “Galiza é unha nazón” se caerá en el adoctrinamiento y no en la instrucción, dado que ese estatus de nación está radicalmente en entredicho, es objeto de opinión. Y la pregunta más incómoda: ¿qué distingue en las galescolas a la formación de la imposición? Cuando Anxo Quintana habla para los medios españoles elude sin problemas estas cuestiones; cuando hace una declaración para sus adeptos, en cambio, no deja de recurrir al victimismo y al tradicional asoballamento del pueblo gallego. Esta diversidad de discursos es como para desconfiar, la verdad.
Al final del anuncio, los niños empiezan sosteniendo las letras que componen la palabra LIBERTAD. Un par de pases mágicos y… ¡voilà! Pasa a ser LIBERDADE. La escena está hábilmente trazada para que el rechazo al castellano no sea evidente aunque quede implícito. A falta de un análisis semiológico más competente, el paso del inicial castellano al gallego resultante no me parece inocente. Dicho de otra manera, ¿por qué no se opta por simultanear las dos palabras en un escenario bilingüe?
Trataré de explicarme con claridad. El gallego es una lengua viva y en buen uso, y por lo tanto debe ser respetada y representada adecuadamente en las instituciones y en los centros de formación. Es la creación de las galescolas, o la imposición —ahora sí— de unas cuotas de materias a impartir en uno de los dos idiomas lo que genera un nuevo y eludible problema. En el ámbito de la educación pública el profesor podía escoger con naturalidad el idioma en que impartía sus clases; la consellería ahora lo decide por él, y con ello nos incita a todos a debatir cuáles son las cuotas más adecuadas. Desconfían del creciente uso del gallego por parte precisamente de los jóvenes más instruidos y prefieren dictar leyes sustantivas —las más peligrosas, las que se deben tratar con más tacto o sencillamente evitar— para precipitar un proceso natural y para caer una vez más en la típica hipóstasis esencialista de convertir un instrumento, el idioma, en un símbolo.
Lo que más me disgusta del nacionalismo, sea el del Bloque o cualquier otro, no es su inclinación a abusar de la propaganda agresiva y falaz, sino su insistencia en hacer brotar de la casi nada problemas y debates, por qué no decirlo, improcedentes, y que esos debates se nos hayan impuesto con tanto éxito. Nos hacen adoptar una y otra vez un lenguaje que sólo les beneficia a ellos: la deuda histórica, la víctima, el enfrentamiento con la potencia exterior, la nación por encima de todo. Olvidan siempre que los impuestos no los pagan los territorios, sino los ciudadanos. Se preocupan mucho por Galiza y poco por el futuro de los gallegos, mucho por la lengua gallega y poco por los galegofalantes. Nos obligan a entrar en el juego de preguntarnos “¿qué territorio recibe partidas presupuestarias más jugosas?”. Hacen creer que el interés de los ciudadanos se ha de confundir o subordinar al de una entidad más abstracta que trascendental como es Galicia. Nos convierten, en fin, a todos en nacionalistas.
Tampoco es para extrañarse: los gobiernos de Fraga ya se habían deslizado sin complejos por la senda de un galleguismo populista, y el fláccido socialismo actual no parece encontrarse en disposición de cambiar los términos del debate. Pero somos muchos —creo no equivocarme— quienes estamos hartos de la política tal como se viene entendiendo en los últimos años y queremos otra cosa. Para regenerar la democracia necesitamos crear un lenguaje nuevo, y algunos ya nos afanamos en ello. Si se les ha despertado la curiosidad, no tienen más que entrar en http://www.upyd.es/ para considerar lo que se allí se propone.
Para los gobernantes del Bloque es preciso impugnar el uso del castellano en Galicia mediante una acusación directa: se trata de un idioma que se introdujo como resultado de una imposición. Esto se puede discutir de varias maneras. Por ejemplo, planteándonos si así se describe efectivamente una verdad histórica. Cierto es que la lengua gallega siempre permaneció fuera de las escuelas y de las instituciones oficiales; pero también lo es que entre los propios gallegos ha cundido durante decenios la idea despectiva de que el vernáculo era el idioma de lo rural y analfabeto mientras el castellano representaba a la urbe y la cultura. Ese prejuicio hacia el idioma, creo, no es atribuible a la pérfida España, ni al tiránico (y ferrolano) Franco, ni a los Reyes Católicos… Es más bien culpa de los mismos que lo alimentaron al ridiculizar a sus hablantes y al decidir ignorarlo.
Además, se puede plantear una pregunta muy osada: y si el castellano ha sido impuesto durante siglos —insisto en que me parece muy discutible—, ¿cuál es el problema? Los acontecimientos históricos abundan en crímenes, invasiones, conquistas y catástrofes, y todas las personalidades, aun las aparentemente más benignas, han sido objeto de debates historiográficos acerbos y a menudo superficiales sobre su significado y valor. Que sean más o menos simpáticos, mejores o peores, que arruinasen o enriqueciesen a la sociedad que lideraron, son opiniones un tanto desvaídas sobre unos hechos que forman inevitablemente parte de nuestro equipaje o, por decirlo a la manera cursi, de nuestro patrimonio histórico. Vacunémonos con Borges:
Como los drusos, como la luna, como la muerte, como la semana que viene, el pasado remoto es de aquellas cosas que puede enriquecer la ignorancia -que se alimentan sobre todo de la ignorancia. Es infinitamente plástico y agradable, mucho más servicial que el porvenir y mucho menos exigente de esfuerzos. Es la estación famosa y predilecta de las mitologías
El castellano, impuesto o no, es hoy en día tan autóctono como el gallego. Ambos son lenguas romances, y la Roma imperial no se distinguía precisamente por pedir permiso para ocupar territorios… Para los nacionalistas la historia será interpretable como la incesante lucha de un pueblo contra el opresor español o castellano o qué sé yo. Para mí, atribuir significados e intenciones a hechos y personas pasados desde los intereses actuales es manipular aquello que sólo debería estar en manos de historiadores especialmente conscientes del deber de ahorrarse valoraciones sobre su materia. Es, en suma, crear mitologías.
En el terreno político los niños simbolizan la inocencia y el ciudadano del futuro. Y el Bloque no nos da gato por liebre, sino gato por gato, cuando se manifiesta un tanto indirectamente a favor de instruir lingüísticamente a los futuros gallegos mediante medidas sustantivas etiquetables sin miedo a exagerar como “ingeniería de almas”. ¿Podríamos fiarnos de que en este caso la enseñanza en gallego va a ser independiente de una sobrecarga ideológica de tinte nacionalista? ¿Qué se enseñará acerca de Galicia? ¿Y sobre España? Distinguiré a toda velocidad entre instrucción y adoctrinamiento: la primera trata sobre hechos demostrables y la segunda sobre constructos ideológicos; así, cuando se explique a las criaturas que “Galiza é unha nazón” se caerá en el adoctrinamiento y no en la instrucción, dado que ese estatus de nación está radicalmente en entredicho, es objeto de opinión. Y la pregunta más incómoda: ¿qué distingue en las galescolas a la formación de la imposición? Cuando Anxo Quintana habla para los medios españoles elude sin problemas estas cuestiones; cuando hace una declaración para sus adeptos, en cambio, no deja de recurrir al victimismo y al tradicional asoballamento del pueblo gallego. Esta diversidad de discursos es como para desconfiar, la verdad.
Al final del anuncio, los niños empiezan sosteniendo las letras que componen la palabra LIBERTAD. Un par de pases mágicos y… ¡voilà! Pasa a ser LIBERDADE. La escena está hábilmente trazada para que el rechazo al castellano no sea evidente aunque quede implícito. A falta de un análisis semiológico más competente, el paso del inicial castellano al gallego resultante no me parece inocente. Dicho de otra manera, ¿por qué no se opta por simultanear las dos palabras en un escenario bilingüe?
Trataré de explicarme con claridad. El gallego es una lengua viva y en buen uso, y por lo tanto debe ser respetada y representada adecuadamente en las instituciones y en los centros de formación. Es la creación de las galescolas, o la imposición —ahora sí— de unas cuotas de materias a impartir en uno de los dos idiomas lo que genera un nuevo y eludible problema. En el ámbito de la educación pública el profesor podía escoger con naturalidad el idioma en que impartía sus clases; la consellería ahora lo decide por él, y con ello nos incita a todos a debatir cuáles son las cuotas más adecuadas. Desconfían del creciente uso del gallego por parte precisamente de los jóvenes más instruidos y prefieren dictar leyes sustantivas —las más peligrosas, las que se deben tratar con más tacto o sencillamente evitar— para precipitar un proceso natural y para caer una vez más en la típica hipóstasis esencialista de convertir un instrumento, el idioma, en un símbolo.
Lo que más me disgusta del nacionalismo, sea el del Bloque o cualquier otro, no es su inclinación a abusar de la propaganda agresiva y falaz, sino su insistencia en hacer brotar de la casi nada problemas y debates, por qué no decirlo, improcedentes, y que esos debates se nos hayan impuesto con tanto éxito. Nos hacen adoptar una y otra vez un lenguaje que sólo les beneficia a ellos: la deuda histórica, la víctima, el enfrentamiento con la potencia exterior, la nación por encima de todo. Olvidan siempre que los impuestos no los pagan los territorios, sino los ciudadanos. Se preocupan mucho por Galiza y poco por el futuro de los gallegos, mucho por la lengua gallega y poco por los galegofalantes. Nos obligan a entrar en el juego de preguntarnos “¿qué territorio recibe partidas presupuestarias más jugosas?”. Hacen creer que el interés de los ciudadanos se ha de confundir o subordinar al de una entidad más abstracta que trascendental como es Galicia. Nos convierten, en fin, a todos en nacionalistas.
Tampoco es para extrañarse: los gobiernos de Fraga ya se habían deslizado sin complejos por la senda de un galleguismo populista, y el fláccido socialismo actual no parece encontrarse en disposición de cambiar los términos del debate. Pero somos muchos —creo no equivocarme— quienes estamos hartos de la política tal como se viene entendiendo en los últimos años y queremos otra cosa. Para regenerar la democracia necesitamos crear un lenguaje nuevo, y algunos ya nos afanamos en ello. Si se les ha despertado la curiosidad, no tienen más que entrar en http://www.upyd.es/ para considerar lo que se allí se propone.
miércoles, 17 de octubre de 2007
Hola a todos
Acabo de desactivar la moderación de comentarios. Dado lo desértico del blog, hasta los trolls serán bienvenidos...
martes, 16 de octubre de 2007
Os que mandan en Galiza
Aquí una muestra de la incansable propaganda nacionalista. Tengo que darme una ducha después de verlo. Y tal vez me queden ganas de hacer algún comentario.
En torno a la renuncia
[Fragmento en bruto de un texto más largo y más bruto]
Ya sabemos que la metáfora del camino se utiliza con asiduidad para referirse a la experiencia vital. Sea al hablar de un currículum vitae o carrera de la vida, del itinerario que alude a lo previsible de las etapas recorridas, o de los populares versos de Machado que primero niegan la figura para luego abrazarla con toda la fuerza, es muy difícil escuchar a alguien que contemple su propia vida sin referirse a ella como un trayecto con sus accidentes: cuestas, pendientes, curvas o recortes abruptos se entrelazan con las anécdotas referidas con toda naturalidad y de manera casi imperceptible para el oyente. No obstante, la imagen se antoja muy limitada. Aunque consista precisamente en una transposición de la dimensión temporal a la espacial, no da cuenta satisfactoriamente del movimiento incesante de la vida, del inevitable transcurrir del tiempo, como sí lo hace otra imagen muy común aunque menos sancionada por el uso cotidiano, la del río. La metáfora fluvial describe adecuadamente la fuerza del tiempo que forma parte de la contextura misma de la experiencia. Uno penetra en el agua y puede flotar y nadar formando parte ya, siquiera como cuerpo extraño, de un elemento fluyente en el que puede desenvolverse y a cuya corriente puede resistirse, pero siempre en vano. Por una parte, las fuerzas se agotan y cunden más cuando se usan a favor del sentido que toman las aguas; por la otra, dejarse flotar es dejarse llevar.
Ambos casos vuelven a ser diversos, aunque en otro aspecto son complementarios. El camino terrestre siempre conduce a encrucijadas en las cuales el viajero puede tomar partido por cualquiera de las alternativas. Por el contrario, quien se desplaza corriente abajo del río deja atrás desembocaduras incapaz de considerar nada al respecto, imposibilitado para que los juicios y deseos que se pueda formar cuenten. El caminante es soberano y su decisión es activa, el navegante vive pasivamente en la constricción de sus capacidades. Quien recorre la metáfora del camino puede ir y volver, arrepentirse e incluso corregir sus malos pasos, equivocarse y acertar o incluso probar suerte sin miedo a cometer errores insalvables. Quien boga en la metáfora del río sabe que es inútil gastarse en esfuerzos contra la corriente y que la ruta ya está trazada de antemano, incluso si él ignora adónde le conduce —a pesar de que Jorge Manrique ya nos lo explicó en toda su crudeza—. Si la vida como camino nos incita a pensar en un trayecto decidido, ese trayecto puede estar efectivamente determinado o recorrerse al albur del capricho o el azar, pero al menos existe la posibilidad de decidir un destino; por el contrario, el río va a parar necesariamente en "la mar, que es el morir". El primer caso hace que nos preguntemos acerca del cumplimiento de nuestro proyecto si acaso nos lo llegásemos a formular. Lejos de este voluntarismo, la versión fluvial nos convierte en cínicos conscientes del futuro que a todos acecha, un destino que desnuda de sentido a los acontecimientos vitales para convertirlos en meras anécdotas. En resumen, el camino nos habla de actividad y el río del mero aunque trascendental paso del tiempo al que no se puede burlar. Uno y otro tropo inciden en aspectos distintos de la vida del hombre, aunque compartan el concepto de desplazamiento. En uno predomina el ethos, el carácter, mientras con el otro se daría cuenta del daimon, la dimensión divina, lo inescrutable e inmanejable. Si existe una confluencia entre lo denotado en ambas imágenes, ésa está representada y ensamblada en la fórmula narrativa de la tragedia.
No nos resulta difícil admitir a la renuncia como uno de los constituyentes de la madurez, lo cual merece una explicación. A cada instante volvemos la mirada y nos percatamos de las encrucijadas o desembocaduras dejadas a nuestra espalda, todo aquello que acaba por componer la biografía. Si la memoria se comporta con poca amabilidad recordando los proyectos pretéritos y nunca cumplidos, siempre nos ejercitaremos en la afanosa elaboración de un sentido a nuestras experiencias incluidas naturalmente las menos gratas, tales como las ilusiones abandonadas, las pérdidas sentimentales y materiales o las habitualmente traumáticas crisis emocionales. Esta insistencia en las experiencias de carácter más amargo es arbitraria sólo en apariencia; un hombre que cumpliese todos sus deseos no tendría conflictos que transformar en un discurso coherente e interpretable, vale decir explicable. Lo que nos impone el deber de articular un discurso es el conflicto, el choque de nuestros deseos con los acontecimientos efectivos —y aquí se usa acontecimientos en forma amplia, para denotar tanto a los de origen externo como a los privados y de orden psíquico—.
Lo distintivo de la renuncia en su sentido biográfico es que se trata del cese de un deseo, de un proyecto, de una expectativa que contribuyó a ordenar nuestra actividad y que pierde su poder generador una vez pasado un momento determinado reconocido como punto de no retorno. En otros términos ahora más familiares, el inabordable fluir del tiempo desnuda el trayecto proyectado hasta dejarlo en la más pura virtualidad. Cuando nos damos cuenta de ello y lo llegamos a asimilar, admitimos la renuncia. Hay varias posibilidades para dar este paso: como ya queda sugerido, acaso por la continua limitación del tiempo restante, que acaba por revelarse insuficiente; acaso a consecuencia de actos que estrechan nuestras posteriores capacidades o nos han llevado a un curso de los acontecimientos en principio no deseado; acaso por una evaluación rebajada o más certera de las propias fuerzas. En cualquier caso, siempre nos muestra la naturaleza dual peculiar a la tragedia. Se quiere decir que intervienen, de una parte, nuestra eterna ignorancia de los resultados distantes de nuestras acciones y, de la otra, que se verifica en el cotejo de la experiencia respecto a las expectativas previas. Lo cual sirve tanto como señalar el irremediable conflicto entre el proyecto y su evaluación, la previsión y la revisión, el futuro y el pasado.
Ya sabemos que la metáfora del camino se utiliza con asiduidad para referirse a la experiencia vital. Sea al hablar de un currículum vitae o carrera de la vida, del itinerario que alude a lo previsible de las etapas recorridas, o de los populares versos de Machado que primero niegan la figura para luego abrazarla con toda la fuerza, es muy difícil escuchar a alguien que contemple su propia vida sin referirse a ella como un trayecto con sus accidentes: cuestas, pendientes, curvas o recortes abruptos se entrelazan con las anécdotas referidas con toda naturalidad y de manera casi imperceptible para el oyente. No obstante, la imagen se antoja muy limitada. Aunque consista precisamente en una transposición de la dimensión temporal a la espacial, no da cuenta satisfactoriamente del movimiento incesante de la vida, del inevitable transcurrir del tiempo, como sí lo hace otra imagen muy común aunque menos sancionada por el uso cotidiano, la del río. La metáfora fluvial describe adecuadamente la fuerza del tiempo que forma parte de la contextura misma de la experiencia. Uno penetra en el agua y puede flotar y nadar formando parte ya, siquiera como cuerpo extraño, de un elemento fluyente en el que puede desenvolverse y a cuya corriente puede resistirse, pero siempre en vano. Por una parte, las fuerzas se agotan y cunden más cuando se usan a favor del sentido que toman las aguas; por la otra, dejarse flotar es dejarse llevar.
Ambos casos vuelven a ser diversos, aunque en otro aspecto son complementarios. El camino terrestre siempre conduce a encrucijadas en las cuales el viajero puede tomar partido por cualquiera de las alternativas. Por el contrario, quien se desplaza corriente abajo del río deja atrás desembocaduras incapaz de considerar nada al respecto, imposibilitado para que los juicios y deseos que se pueda formar cuenten. El caminante es soberano y su decisión es activa, el navegante vive pasivamente en la constricción de sus capacidades. Quien recorre la metáfora del camino puede ir y volver, arrepentirse e incluso corregir sus malos pasos, equivocarse y acertar o incluso probar suerte sin miedo a cometer errores insalvables. Quien boga en la metáfora del río sabe que es inútil gastarse en esfuerzos contra la corriente y que la ruta ya está trazada de antemano, incluso si él ignora adónde le conduce —a pesar de que Jorge Manrique ya nos lo explicó en toda su crudeza—. Si la vida como camino nos incita a pensar en un trayecto decidido, ese trayecto puede estar efectivamente determinado o recorrerse al albur del capricho o el azar, pero al menos existe la posibilidad de decidir un destino; por el contrario, el río va a parar necesariamente en "la mar, que es el morir". El primer caso hace que nos preguntemos acerca del cumplimiento de nuestro proyecto si acaso nos lo llegásemos a formular. Lejos de este voluntarismo, la versión fluvial nos convierte en cínicos conscientes del futuro que a todos acecha, un destino que desnuda de sentido a los acontecimientos vitales para convertirlos en meras anécdotas. En resumen, el camino nos habla de actividad y el río del mero aunque trascendental paso del tiempo al que no se puede burlar. Uno y otro tropo inciden en aspectos distintos de la vida del hombre, aunque compartan el concepto de desplazamiento. En uno predomina el ethos, el carácter, mientras con el otro se daría cuenta del daimon, la dimensión divina, lo inescrutable e inmanejable. Si existe una confluencia entre lo denotado en ambas imágenes, ésa está representada y ensamblada en la fórmula narrativa de la tragedia.
No nos resulta difícil admitir a la renuncia como uno de los constituyentes de la madurez, lo cual merece una explicación. A cada instante volvemos la mirada y nos percatamos de las encrucijadas o desembocaduras dejadas a nuestra espalda, todo aquello que acaba por componer la biografía. Si la memoria se comporta con poca amabilidad recordando los proyectos pretéritos y nunca cumplidos, siempre nos ejercitaremos en la afanosa elaboración de un sentido a nuestras experiencias incluidas naturalmente las menos gratas, tales como las ilusiones abandonadas, las pérdidas sentimentales y materiales o las habitualmente traumáticas crisis emocionales. Esta insistencia en las experiencias de carácter más amargo es arbitraria sólo en apariencia; un hombre que cumpliese todos sus deseos no tendría conflictos que transformar en un discurso coherente e interpretable, vale decir explicable. Lo que nos impone el deber de articular un discurso es el conflicto, el choque de nuestros deseos con los acontecimientos efectivos —y aquí se usa acontecimientos en forma amplia, para denotar tanto a los de origen externo como a los privados y de orden psíquico—.
Lo distintivo de la renuncia en su sentido biográfico es que se trata del cese de un deseo, de un proyecto, de una expectativa que contribuyó a ordenar nuestra actividad y que pierde su poder generador una vez pasado un momento determinado reconocido como punto de no retorno. En otros términos ahora más familiares, el inabordable fluir del tiempo desnuda el trayecto proyectado hasta dejarlo en la más pura virtualidad. Cuando nos damos cuenta de ello y lo llegamos a asimilar, admitimos la renuncia. Hay varias posibilidades para dar este paso: como ya queda sugerido, acaso por la continua limitación del tiempo restante, que acaba por revelarse insuficiente; acaso a consecuencia de actos que estrechan nuestras posteriores capacidades o nos han llevado a un curso de los acontecimientos en principio no deseado; acaso por una evaluación rebajada o más certera de las propias fuerzas. En cualquier caso, siempre nos muestra la naturaleza dual peculiar a la tragedia. Se quiere decir que intervienen, de una parte, nuestra eterna ignorancia de los resultados distantes de nuestras acciones y, de la otra, que se verifica en el cotejo de la experiencia respecto a las expectativas previas. Lo cual sirve tanto como señalar el irremediable conflicto entre el proyecto y su evaluación, la previsión y la revisión, el futuro y el pasado.
lunes, 1 de octubre de 2007
Yo estuve allí
Tenemos criatura. Haría una crónica de lo que pasó el 29 de septiembre de 2007 en el Auditorio de la Casa de Campo de Madrid, pero lo mejor es que lo vean -y lo escuchen- ustedes mismos. Son cuatro excelentes discursos, cuatro, para convencer incluso a los más zotes, con perdón.
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