Si he de creer en la manera en que —sobre todo— cierta izquierda maneja sus principios políticos y sociales, yo no soy yo sino un agregado de representaciones; para definirme dejaría de mencionar caracteres y empezaría a usar vínculos con diversos colectivos. Veamos.
Soy hombre, soy blanco. La implicación, evidente por sí misma, es de que por lo tanto me beneficio del mejor trato que se dispensa a miembros de mi sexo y de mi color.
Soy español y nacido en Valladolid. Estaré por siempre estigmatizado, ante los desarrollados nórdicos tanto como ante los en vías de desarrollo, por la mancha de la España negra e imperial, cuyas salpicaduras alcanzan hasta el casi ahora en forma de generalísimos; por si fuera poco, soy uno más de los que impiden a esas otras entidades colectivas, las naciones o nacionalidades o lo que usted quiera, realizarse en un ámbito de autodeterminación suficiente. Además, siempre mereceré aguantar ese chiste majadero cada vez que dé a conocer mi ciudad de nacimiento: «eres de Fachadolid».
Soy miembro de la mayoría heterosexual que ha castigado a los homosexuales con el desprecio y la persecución.
Soy ateo y pertenezco también a esa mayoría a la que la(s) iglesia(s) le importa más bien poco, una mayoría a la que le parece que el Estado debería tratar a esa(s) iglesia(s) con parecida despreocupación a la mía, lo cual me incluye entre los perseguidores del catolicismo.
Por si fuera poco, me eduqué con los jesuitas, gracias a lo cual siempre seré incluido en el vasto universo de cultura cristiana y, aún más grave, católica; toda una serie de culpas caen sobre mí: las cruzadas, la expulsión de judíos, moros y moriscos, el concilio de Trento, la condena a Galileo, la santa inquisición y las caricaturas de Mahoma.
Soy un joven maduro, de ésos que impiden a la juventud joven expresarse libremente.
No soy víctima de ETA, lo cual deslegitima mis opiniones sobre el terrorismo.
Soy castellanohablante, con lo que se supone que mi idioma ha sido una arma destinada a sojuzgar a otras lenguas, si bien minoritarias, incapaces de desarrollarse en plenitud.
Podría seguir añadiendo matices, pero me canso. Sólo trato de explicar una de las razones por las que me ponen difícil definirme como una persona de izquierdas.
lunes, 27 de febrero de 2006
domingo, 26 de febrero de 2006
Contra un cierto nihilismo
«Es infinitamente conmovedora la actitud de un hombre maduro, que siente realmente y con toda su alma esta responsabilidad por las consecuencias y actúa conforme a una ética de la responsabilidad, y que al llegar a un cierto momento dice: "no puedo hacer otra cosa, aquí me detengo". Esto sí es algo auténticamente humano y esto sí cala hondo»
Son palabras de Max Weber en El político como vocación, y en ellas se refiere a la escurridiza moralidad de la labor política. Yo voy más allá y creo que son perfectamente válidas no para el hombre político, sino para cualquiera que piense y actúe, es decir, para todo hombre y para toda acción.
Sería todo demasiado hermoso si la valoración ética que merecen nuestros actos dependiera solamente de un juicio de intenciones. Lo cierto es que hacemos y después comprobamos que el alcance de lo realizado llega mucho más allá de lo que nos proponíamos. A menudo, las consecuencias son penosas o difíciles de afrontar, contrarias a nuestros deseos o desproporcionadas respecto a nuestro propósito; no nos consuela decirnos: "si lo hubiera sabido…". Si nos defendemos de ellas apelando a que nos hemos conducido basándonos en nuestros principios, caeremos en la justificación del fanático, para quien sus creencias pasan por encima de todo lo demás. Una solución prestigiosa a este problema es la de plantear nuestras dudas no acerca de nuestros actos, sino acerca de los valores que, aun sin quererlo, hemos transgredido. ¿Qué son al fin y al cabo esos valores? Enseñanzas de comadres, creencias absurdas, esquemas que perpetúan el dominio sobre el ser humano…
Tengo dos razones para no caer en este nihilismo. La primera es intuitiva: me resulta antipático. Nietzsche me recuerda al abuelete cuyos escarnios acatamos pero en el fondo no nos creemos; Cioran sigue en sus libros los melancólicos principios de la obstinación y la intemperancia. Y poco más.
La segunda razón es racional: no me lo creo. Un nihilismo extremo (que rara vez encontramos) propone la maldad o el absurdo de toda actividad, ignorando así que la negación es en sí una acción —lo que nos conduce a la trivialidad del planteamiento— y que el ser no puede no actuar, porque en su naturaleza, aun con su sola presencia, como una cualidad inmanente, está el intervenir en el mundo. Demasiado tranquilizador sería poder sentirnos, por una vez, inocentes…
Me resultan más honradas posturas distintas y que están, en su método, cercanas a este nihilismo. Sánchez Ferlosio, por ejemplo, es un pesimista radical que pone en entredicho los valores dominantes para preservar los que más le importan; en el fondo, cree en una dignidad del ser humano que merecería otra cosa de nosotros. No me resisto a copiar aquí uno de sus pecios, el titulado Siglo XXI:
«He aquí que finalmente nos hallamos en perfectas condiciones de adivinar literalmente, sin temor a equivocarnos, lo que pondrá en la última pintada de la última pared que quede en pie en toda la historia de la especie humana: "¡Qué vergüenza!"»
Qué valioso ejemplo de desesperación y de consideración del hombre como valor fundamental. Y qué lejos de la aburrida sarta de injurias a la civilización de Más allá del bien y del mal. Quien reverencia la dignidad del ser humano sabe que lo hace a una construcción voluntarista, cuyo estatuto de realidad está siempre en entredicho, y de una manera siempre electiva, despreciando así las causas que «se imponen por sí mismas» y que son casualmente las más criminales; es decir, conoce de antemano los límites de sus principios y reconoce con gallardía el fracaso público de su propuesta. Sin embargo, no dejará de advertir de los descarríos y, aunque tal vez llegue a creer inútil su denuncia, no se resistirá a la indignación y al pataleo como testimonios últimos que demuestren que al menos una persona estaba en contra.
El pesimista también sabe que el moral es sólo uno de los casos de la tragedia que nos somete sin descanso, como una condena perpetua, recordándonos nuestra libertad y nuestra incesante responsabilidad en un mundo irreducible a nuestros deseos. Nunca seremos inocentes aunque intentemos ser buenos, ni siquiera aunque practiquemos la renuncia absoluta. Otra vez lo dirá mejor Weber en esta cita de La política como vocación: «el mundo está regido por los demonios (…) Quien no ve esto es un niño»; para ir a parar en La ciencia como vocación en este apremiante eco: «no basta con esperar y anhelar. Hay que hacer algo más. Hay que ponerse al trabajo y responder a las "exigencias de cada día". Esto es simple y sencillo si cada cual encuentra el demonio que maneja los hilos de su vida y le presta obediencia». Conviviremos, pues, con los demonios.
Son palabras de Max Weber en El político como vocación, y en ellas se refiere a la escurridiza moralidad de la labor política. Yo voy más allá y creo que son perfectamente válidas no para el hombre político, sino para cualquiera que piense y actúe, es decir, para todo hombre y para toda acción.
Sería todo demasiado hermoso si la valoración ética que merecen nuestros actos dependiera solamente de un juicio de intenciones. Lo cierto es que hacemos y después comprobamos que el alcance de lo realizado llega mucho más allá de lo que nos proponíamos. A menudo, las consecuencias son penosas o difíciles de afrontar, contrarias a nuestros deseos o desproporcionadas respecto a nuestro propósito; no nos consuela decirnos: "si lo hubiera sabido…". Si nos defendemos de ellas apelando a que nos hemos conducido basándonos en nuestros principios, caeremos en la justificación del fanático, para quien sus creencias pasan por encima de todo lo demás. Una solución prestigiosa a este problema es la de plantear nuestras dudas no acerca de nuestros actos, sino acerca de los valores que, aun sin quererlo, hemos transgredido. ¿Qué son al fin y al cabo esos valores? Enseñanzas de comadres, creencias absurdas, esquemas que perpetúan el dominio sobre el ser humano…
Tengo dos razones para no caer en este nihilismo. La primera es intuitiva: me resulta antipático. Nietzsche me recuerda al abuelete cuyos escarnios acatamos pero en el fondo no nos creemos; Cioran sigue en sus libros los melancólicos principios de la obstinación y la intemperancia. Y poco más.
La segunda razón es racional: no me lo creo. Un nihilismo extremo (que rara vez encontramos) propone la maldad o el absurdo de toda actividad, ignorando así que la negación es en sí una acción —lo que nos conduce a la trivialidad del planteamiento— y que el ser no puede no actuar, porque en su naturaleza, aun con su sola presencia, como una cualidad inmanente, está el intervenir en el mundo. Demasiado tranquilizador sería poder sentirnos, por una vez, inocentes…
Me resultan más honradas posturas distintas y que están, en su método, cercanas a este nihilismo. Sánchez Ferlosio, por ejemplo, es un pesimista radical que pone en entredicho los valores dominantes para preservar los que más le importan; en el fondo, cree en una dignidad del ser humano que merecería otra cosa de nosotros. No me resisto a copiar aquí uno de sus pecios, el titulado Siglo XXI:
«He aquí que finalmente nos hallamos en perfectas condiciones de adivinar literalmente, sin temor a equivocarnos, lo que pondrá en la última pintada de la última pared que quede en pie en toda la historia de la especie humana: "¡Qué vergüenza!"»
Qué valioso ejemplo de desesperación y de consideración del hombre como valor fundamental. Y qué lejos de la aburrida sarta de injurias a la civilización de Más allá del bien y del mal. Quien reverencia la dignidad del ser humano sabe que lo hace a una construcción voluntarista, cuyo estatuto de realidad está siempre en entredicho, y de una manera siempre electiva, despreciando así las causas que «se imponen por sí mismas» y que son casualmente las más criminales; es decir, conoce de antemano los límites de sus principios y reconoce con gallardía el fracaso público de su propuesta. Sin embargo, no dejará de advertir de los descarríos y, aunque tal vez llegue a creer inútil su denuncia, no se resistirá a la indignación y al pataleo como testimonios últimos que demuestren que al menos una persona estaba en contra.
El pesimista también sabe que el moral es sólo uno de los casos de la tragedia que nos somete sin descanso, como una condena perpetua, recordándonos nuestra libertad y nuestra incesante responsabilidad en un mundo irreducible a nuestros deseos. Nunca seremos inocentes aunque intentemos ser buenos, ni siquiera aunque practiquemos la renuncia absoluta. Otra vez lo dirá mejor Weber en esta cita de La política como vocación: «el mundo está regido por los demonios (…) Quien no ve esto es un niño»; para ir a parar en La ciencia como vocación en este apremiante eco: «no basta con esperar y anhelar. Hay que hacer algo más. Hay que ponerse al trabajo y responder a las "exigencias de cada día". Esto es simple y sencillo si cada cual encuentra el demonio que maneja los hilos de su vida y le presta obediencia». Conviviremos, pues, con los demonios.
viernes, 24 de febrero de 2006
Una y mil veces no (soneto)
Nonó nonó no nono no nonono
Nono no no nonono nono nono,
No nonó nononó nono no nono,
Nono no no nonono nononono;
No no, no nono nono no nonono,
Nononó no nonono, no nono nono:
Nonó nono no nono no no nono,
No nonó no nonono no nonono.
Nono no nono no nonó no nono,
Nono no no no nono nono nono,
Nonono no nonononono nono,
No nono nononó, no no nonono;
Nonó nonono, no nonó nonono;
Nono nonó, no nono nononono.
Nono no no nonono nono nono,
No nonó nononó nono no nono,
Nono no no nonono nononono;
No no, no nono nono no nonono,
Nononó no nonono, no nono nono:
Nonó nono no nono no no nono,
No nonó no nonono no nonono.
Nono no nono no nonó no nono,
Nono no no no nono nono nono,
Nonono no nonononono nono,
No nono nononó, no no nonono;
Nonó nonono, no nonó nonono;
Nono nonó, no nono nononono.
lunes, 20 de febrero de 2006
Calderoli
Un amigo me desafía a explicarme acerca de la actitud del ministro italiano Calderoli al mostrar una camiseta con las malhadadas caricaturas de Mahoma. «¿No es cierto», me pregunta, «que él también hace uso de su libertad de expresión en los mismos términos a los que tú te refieres?».
En efecto, Calderoli, al lucir una camiseta con las caricaturas, hace gala de su libertad personal. Sin embargo, los demás podemos considerar políticamente su gesto como desastroso; demuestra que, al menos en punto a este debate, es completamente inhábil para encauzar este conflicto; la tarea del político es la de facilitar las cosas, no la de complicarlas; tal vez fue fiel a su compromiso, pero no a la responsabilidad que admitió al convertirse en representante de sus conciudadanos. Olvidó que el cargo que desempeña implica la representación de la colectividad a la que gobierna y, por consiguiente, una responsabilidad reforzada. Por eso, condenar su gesto y forzar su dimisión merece mi conformidad. Calderoli no es una víctima de la batalla contra la libertad de expresión, sino de su propia torpeza y de su afán de provocación.
En efecto, Calderoli, al lucir una camiseta con las caricaturas, hace gala de su libertad personal. Sin embargo, los demás podemos considerar políticamente su gesto como desastroso; demuestra que, al menos en punto a este debate, es completamente inhábil para encauzar este conflicto; la tarea del político es la de facilitar las cosas, no la de complicarlas; tal vez fue fiel a su compromiso, pero no a la responsabilidad que admitió al convertirse en representante de sus conciudadanos. Olvidó que el cargo que desempeña implica la representación de la colectividad a la que gobierna y, por consiguiente, una responsabilidad reforzada. Por eso, condenar su gesto y forzar su dimisión merece mi conformidad. Calderoli no es una víctima de la batalla contra la libertad de expresión, sino de su propia torpeza y de su afán de provocación.
martes, 14 de febrero de 2006
Mi amigo Freud
Uno
Durante años he leído a Sigmund Freud con mucho gusto. Sus textos tienen la rara virtud de ejercer una educada persuasión, amparada por una prosa —al menos en su traducción castellana— limpia y circunstanciada. El caso Dora (Análisis fragmentario de una histeria), el caso Juanito, La interpretación de los sueños, Tótem y tabú… Recuerdo que mi primer trabajo universitario se refirió a la que quizás sea su obra más apreciable, El malestar en la cultura. En suma, Freud y su dilecto hijo, el psicoanálisis, me han interesado bastante.
Ahora se cumplen ciento cincuenta años del nacimiento de Freud. Con ese motivo, en los periódicos menudean los artículos que revisan los aspectos supuestamente más controvertidos de la curación por la palabra. Y digo "supuestamente" porque en general el enfoque que se da en la prensa, más que con el propósito de divulgar honradamente, parece obedecer más bien a la intención de promover controversias espectaculares y seguramente insignificantes del estilo de: "lo que decía Freud, ¿es cierto o falso?". Mi propósito es el de explicar que, para responder a esta pregunta, ninguna de las dos respuestas ofrecidas nos sirve; es decir, que las dos valen en ciertas condiciones.
Un artículo escrito en La Voz de Galicia por un psicoanalista lacaniano quería demostrar la vigencia de la terapia psicoanalítica, recurriendo sobre todo a un retórico y triunfal "Freud está más vivo que nunca" de cierre. Lástima que en todo el texto no he sido capaz de encontrar un solo argumento que avale una tesis tan audaz. Para su autor, bastaban dos lastimeras y despectivas alusiones a la terapia farmacológica y a otra cosa (supongo que se refiere a la terapia de conducta), a la que acusaba de proveer soluciones de corto plazo sin atajar los problemas más profundos. En general, me producen sospecha las defensas incapaces de sostenerse por si solas sin descalificar las adversarias, y en esta ocasión no encuentro razones para desconfiar de mi intuición.
El primer juicio inequívoco que podemos formular acerca del psicoanálisis es el de su posible estatuto como ciencia. Evidentemente no lo es. No se atiene a proposiciones claras y comprobables empíricamente. Genera discursos sistemáticos acaso con coherencia interna individual pero imposibles de confrontar entre sí, de modo que subyace en ellos una clamorosa asistematicidad: hay tantos psicoanálisis como psicoanalistas. Favorece la construcción de edificios teóricos a veces muy bellos, pero inaccesibles a una crítica científica: en la historia del psicoanálisis han pesado más las animadversiones personales que el intento serio de dotar de validez y fiabilidad a las teorías; teorías cuya aplicación a la experiencia humana es problemática y, por lo tanto, escasamente prácticas.
Como técnica, las consideraciones que merece no son mucho más favorables, puesto que es un tratamiento prolongado, costoso y de eficacia dudosa. No hay manera (y rara vez se ha puesto en práctica la intención) de evaluar objetivamente los logros de una terapia psicoanalítica: el investigador más conspicuo que se dedicó a ello, Eysenck, determinó su escasa o inexistente utilidad.
Cuando un paciente entra en una consulta pensando en tumbarse en un diván no debería ignorar que se va a someter a una sutil adquisición de metáforas. No discutiré la importancia de esta práctica. Al fin y al cabo, el individuo es un empirista que precisa asimilar su experiencia mediante una organización. Esto es aún más cierto y constituye una necesidad más apremiante cuando se experimenta el sufrimiento. No es otra cosa lo que puede encontrar el paciente paciente psicoanalítico sino un discurso que le explique el dolor que determina su experiencia, un tanto schopenhauerianamente, como única emoción efectiva. Aprovecho una cita muy pertinente de Rafael Sánchez Ferlosio:
«…el estado del hombre siempre ha sido sentido como un estado de infelicidad, y , lo que es más importante, (…) toda la experiencia acumulada de la perdurabilidad y la constancia de esa infelicidad no ha bastado para dejar de considerarla como anómala, sino que, contra toda evidencia, contra el aplastante y anonadador desmentido de los hechos, sigue el hombre sintiéndose nacido para otro muy distinto y, por supuesto, más feliz estado»
O religión o historia
Ni que decir tiene que esta percepción del sufrimiento como anomalía determina nuestra infatigable voluntad de organizar la experiencia en un discurso. Esta tarea acaba siendo realizada por cada uno de nosotros con diversa fortuna, y de ello depende la mayor parte de la sensación de realización personal y de satisfacción que todos esperamos gozar. Tal vez no sea más que una esperanza utópica, una huida de la realidad. Pero constituye un pilar fundamental acaso para toda la cultura. Las religiones, las teorías, las ideologías, los sistemas filosóficos devienen de esta necesidad de organizar la experiencia, la impresión del dolor, en un discurso. Recurro de nuevo a Sánchez Ferlosio:
«…el dolor jamás dejará de ocupar el primer puesto en la mala conciencia universal. Todas las trampas, todas las rebeliones, todos los cinismos, todas las hipocresías, todas las neurosis, todos los disimulos, todas las supersticiones, todos los dogmatismos, todos los rencores, se originan en esta mala conciencia y en el denodado empeño por rehuir el trance de mirar cara a cara el espantoso rostro del dolor»
Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado
La adhesión del paciente al método dependerá del éxito logrado por esa impostación de un discurso; por lo tanto, el paciente atenderá sobre todo a consideraciones pragmáticas y particulares. En el caso del psicoanálisis, se produce una interpretación del mundo mediante una reflexión (qué bien viene precisamente esta alusión a la propia imagen) acerca de la propia experiencia y del propio ser. El problema deja de ser "¿cómo interpreto el mundo?" para convertirse en "¿qué es?". Este deslizamiento se produce con tanta discreción que las dos preguntas acaban por ser tenidas como una sola. Esta confusión, sin embargo, es inevitable, y no hay un sistema filosófico que haya podido desprenderse de ella. [las cavilaciones de Adorno acerca del concepto en relación con la realidad son una variación de este problema] Camus nos explica en El mito de Sísifo:
«Pensar es ante todo querer crear un mundo (o limitar el propio, lo cual viene a ser lo mismo). Es partir del desacuerdo fundamental que separa al hombre de su experiencia para encontrar un terreno de entendimiento conforme a su nostalgia, un universo encorsetado con razones o aclarado con analogías que permite resolver el insoportable divorcio»
Este divorcio entre el yo y el mundo, esta distinción tantas veces resuelta de una manera concebida habitualmente como trágica, es la verdadera materia de un tratamiento basado en la reflexión. Y, acaso, de cualquier terapia.
Dos
Describir la terapia psicoanalítica como impostación no supone, de por sí, condenarla: afirmo resueltamente que cada quien puede organizarse como mejor le convenga, y que esa adquisición del discurso es buena en tanto sirve a los propósitos del paciente. Sin embargo, es desacertado dilatar esta aceptación personal y voluntaria hasta convertirla en un criterio útil y global para todas las personas y para todas las ocasiones.
A propósito de esta importante distinción, la mejor crítica que conozco de la teoría y método psicoanalíticos es la burla de un escritor particularmente lúcido, Vladimir Nabokov, tradicional azote de los seguidores de Viena, para quienes reservaba casi sin defecto en todos los prólogos de sus novelas un parrafito de descalificación mordaz. Cito de memoria lo que dijo en una de sus entrevistas, tal vez la que concedió a Bernard Pivot para la radiotelevisión francesa: "aprecio mucho al psicoanálisis como parte del género cómico. Sin embargo, me preocupa cuando es utilizado para eximir de culpa a un asesino porque su padre le pegaba demasiado o demasiado poco". Tiene razón. Las teorías psicoanalíticas, a causa de su tendencia a la confusión, pueden dar las razones más contradictorias de la conducta humana. Y es como mínimo imprudente derivar consecuencias prácticas de cierta gravedad a partir de una construcción teórica incierta. Y es oportuno al distinguir entre la teoría y la práctica, porque es en la primera donde creo encontrar la esperanza de redención del psicoanálisis, una redención acaso parcial e insuficiente para los intereses de sus seguidores, pero indiscutible.
Volvemos a las metáforas. Creo que el psicoanálisis, Freud y sus seguidores más insignes merecen un puesto en la historia del pensamiento. Para reconocer esto no es menester estar de acuerdo en lo que dicen, sino reconocer la extraordinaria influencia que ha ejercido en la historia de esa especial construcción a la que llamamos cultura occidental, un influjo superior incluso al obrado por contribuciones como las de Nietzsche, el positivismo o el existencialismo. Dudo de la realidad de conceptos tales como el complejo de Edipo, las dos tópicas de la vida psíquica, el eterno combate entre eros y thanatos y demás; es decir, dudo que tales espejismos describan efectivamente o digan lo que necesitamos saber sobre el ser humano; pero han sido tan influyentes que puedo asegurar que, en el mismo sentido en que podríamos afirmarlo del eterno retorno, existen realmente o han comenzado a existir desde que se convirtieron en un lugar común para los hijos de una era. En mi caso, nunca me he podido sustraer a la convicción íntima de que los sueños son, también, una realización de deseos o de que existe una oposición real entre un principio de realidad y el principio del placer.
Alguien llamó era de la sospecha a esa delicada y estremecida época en la que las concepciones sobre las leyes de la física, de la biología, de la sociedad y del ser humano detonaron para transformarse de manera radical. Einstein, Planck, Böhr, los Curie, la popularización de la evolución biológica según el evangelio de Darwin, las conmociones teóricas y políticas provocadas por los movimientos de masas e ideologías como la comunista y la socialista, así como la contribución del propio Freud, han determinado lo que ahora somos y ocupan nuestro imaginario de manera más verdadera e íntima, creo, que los descubrimientos y la manipulación genéticas, las tres guerras mundiales, la teorización del Big Bang, la crisis de la familia tradicional o la irrupción de Internet y las nuevas tecnologías de la información.
Durante años he leído a Sigmund Freud con mucho gusto. Sus textos tienen la rara virtud de ejercer una educada persuasión, amparada por una prosa —al menos en su traducción castellana— limpia y circunstanciada. El caso Dora (Análisis fragmentario de una histeria), el caso Juanito, La interpretación de los sueños, Tótem y tabú… Recuerdo que mi primer trabajo universitario se refirió a la que quizás sea su obra más apreciable, El malestar en la cultura. En suma, Freud y su dilecto hijo, el psicoanálisis, me han interesado bastante.
Ahora se cumplen ciento cincuenta años del nacimiento de Freud. Con ese motivo, en los periódicos menudean los artículos que revisan los aspectos supuestamente más controvertidos de la curación por la palabra. Y digo "supuestamente" porque en general el enfoque que se da en la prensa, más que con el propósito de divulgar honradamente, parece obedecer más bien a la intención de promover controversias espectaculares y seguramente insignificantes del estilo de: "lo que decía Freud, ¿es cierto o falso?". Mi propósito es el de explicar que, para responder a esta pregunta, ninguna de las dos respuestas ofrecidas nos sirve; es decir, que las dos valen en ciertas condiciones.
Un artículo escrito en La Voz de Galicia por un psicoanalista lacaniano quería demostrar la vigencia de la terapia psicoanalítica, recurriendo sobre todo a un retórico y triunfal "Freud está más vivo que nunca" de cierre. Lástima que en todo el texto no he sido capaz de encontrar un solo argumento que avale una tesis tan audaz. Para su autor, bastaban dos lastimeras y despectivas alusiones a la terapia farmacológica y a otra cosa (supongo que se refiere a la terapia de conducta), a la que acusaba de proveer soluciones de corto plazo sin atajar los problemas más profundos. En general, me producen sospecha las defensas incapaces de sostenerse por si solas sin descalificar las adversarias, y en esta ocasión no encuentro razones para desconfiar de mi intuición.
El primer juicio inequívoco que podemos formular acerca del psicoanálisis es el de su posible estatuto como ciencia. Evidentemente no lo es. No se atiene a proposiciones claras y comprobables empíricamente. Genera discursos sistemáticos acaso con coherencia interna individual pero imposibles de confrontar entre sí, de modo que subyace en ellos una clamorosa asistematicidad: hay tantos psicoanálisis como psicoanalistas. Favorece la construcción de edificios teóricos a veces muy bellos, pero inaccesibles a una crítica científica: en la historia del psicoanálisis han pesado más las animadversiones personales que el intento serio de dotar de validez y fiabilidad a las teorías; teorías cuya aplicación a la experiencia humana es problemática y, por lo tanto, escasamente prácticas.
Como técnica, las consideraciones que merece no son mucho más favorables, puesto que es un tratamiento prolongado, costoso y de eficacia dudosa. No hay manera (y rara vez se ha puesto en práctica la intención) de evaluar objetivamente los logros de una terapia psicoanalítica: el investigador más conspicuo que se dedicó a ello, Eysenck, determinó su escasa o inexistente utilidad.
Cuando un paciente entra en una consulta pensando en tumbarse en un diván no debería ignorar que se va a someter a una sutil adquisición de metáforas. No discutiré la importancia de esta práctica. Al fin y al cabo, el individuo es un empirista que precisa asimilar su experiencia mediante una organización. Esto es aún más cierto y constituye una necesidad más apremiante cuando se experimenta el sufrimiento. No es otra cosa lo que puede encontrar el paciente paciente psicoanalítico sino un discurso que le explique el dolor que determina su experiencia, un tanto schopenhauerianamente, como única emoción efectiva. Aprovecho una cita muy pertinente de Rafael Sánchez Ferlosio:
«…el estado del hombre siempre ha sido sentido como un estado de infelicidad, y , lo que es más importante, (…) toda la experiencia acumulada de la perdurabilidad y la constancia de esa infelicidad no ha bastado para dejar de considerarla como anómala, sino que, contra toda evidencia, contra el aplastante y anonadador desmentido de los hechos, sigue el hombre sintiéndose nacido para otro muy distinto y, por supuesto, más feliz estado»
O religión o historia
Ni que decir tiene que esta percepción del sufrimiento como anomalía determina nuestra infatigable voluntad de organizar la experiencia en un discurso. Esta tarea acaba siendo realizada por cada uno de nosotros con diversa fortuna, y de ello depende la mayor parte de la sensación de realización personal y de satisfacción que todos esperamos gozar. Tal vez no sea más que una esperanza utópica, una huida de la realidad. Pero constituye un pilar fundamental acaso para toda la cultura. Las religiones, las teorías, las ideologías, los sistemas filosóficos devienen de esta necesidad de organizar la experiencia, la impresión del dolor, en un discurso. Recurro de nuevo a Sánchez Ferlosio:
«…el dolor jamás dejará de ocupar el primer puesto en la mala conciencia universal. Todas las trampas, todas las rebeliones, todos los cinismos, todas las hipocresías, todas las neurosis, todos los disimulos, todas las supersticiones, todos los dogmatismos, todos los rencores, se originan en esta mala conciencia y en el denodado empeño por rehuir el trance de mirar cara a cara el espantoso rostro del dolor»
Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado
La adhesión del paciente al método dependerá del éxito logrado por esa impostación de un discurso; por lo tanto, el paciente atenderá sobre todo a consideraciones pragmáticas y particulares. En el caso del psicoanálisis, se produce una interpretación del mundo mediante una reflexión (qué bien viene precisamente esta alusión a la propia imagen) acerca de la propia experiencia y del propio ser. El problema deja de ser "¿cómo interpreto el mundo?" para convertirse en "¿qué es?". Este deslizamiento se produce con tanta discreción que las dos preguntas acaban por ser tenidas como una sola. Esta confusión, sin embargo, es inevitable, y no hay un sistema filosófico que haya podido desprenderse de ella. [las cavilaciones de Adorno acerca del concepto en relación con la realidad son una variación de este problema] Camus nos explica en El mito de Sísifo:
«Pensar es ante todo querer crear un mundo (o limitar el propio, lo cual viene a ser lo mismo). Es partir del desacuerdo fundamental que separa al hombre de su experiencia para encontrar un terreno de entendimiento conforme a su nostalgia, un universo encorsetado con razones o aclarado con analogías que permite resolver el insoportable divorcio»
Este divorcio entre el yo y el mundo, esta distinción tantas veces resuelta de una manera concebida habitualmente como trágica, es la verdadera materia de un tratamiento basado en la reflexión. Y, acaso, de cualquier terapia.
Dos
Describir la terapia psicoanalítica como impostación no supone, de por sí, condenarla: afirmo resueltamente que cada quien puede organizarse como mejor le convenga, y que esa adquisición del discurso es buena en tanto sirve a los propósitos del paciente. Sin embargo, es desacertado dilatar esta aceptación personal y voluntaria hasta convertirla en un criterio útil y global para todas las personas y para todas las ocasiones.
A propósito de esta importante distinción, la mejor crítica que conozco de la teoría y método psicoanalíticos es la burla de un escritor particularmente lúcido, Vladimir Nabokov, tradicional azote de los seguidores de Viena, para quienes reservaba casi sin defecto en todos los prólogos de sus novelas un parrafito de descalificación mordaz. Cito de memoria lo que dijo en una de sus entrevistas, tal vez la que concedió a Bernard Pivot para la radiotelevisión francesa: "aprecio mucho al psicoanálisis como parte del género cómico. Sin embargo, me preocupa cuando es utilizado para eximir de culpa a un asesino porque su padre le pegaba demasiado o demasiado poco". Tiene razón. Las teorías psicoanalíticas, a causa de su tendencia a la confusión, pueden dar las razones más contradictorias de la conducta humana. Y es como mínimo imprudente derivar consecuencias prácticas de cierta gravedad a partir de una construcción teórica incierta. Y es oportuno al distinguir entre la teoría y la práctica, porque es en la primera donde creo encontrar la esperanza de redención del psicoanálisis, una redención acaso parcial e insuficiente para los intereses de sus seguidores, pero indiscutible.
Volvemos a las metáforas. Creo que el psicoanálisis, Freud y sus seguidores más insignes merecen un puesto en la historia del pensamiento. Para reconocer esto no es menester estar de acuerdo en lo que dicen, sino reconocer la extraordinaria influencia que ha ejercido en la historia de esa especial construcción a la que llamamos cultura occidental, un influjo superior incluso al obrado por contribuciones como las de Nietzsche, el positivismo o el existencialismo. Dudo de la realidad de conceptos tales como el complejo de Edipo, las dos tópicas de la vida psíquica, el eterno combate entre eros y thanatos y demás; es decir, dudo que tales espejismos describan efectivamente o digan lo que necesitamos saber sobre el ser humano; pero han sido tan influyentes que puedo asegurar que, en el mismo sentido en que podríamos afirmarlo del eterno retorno, existen realmente o han comenzado a existir desde que se convirtieron en un lugar común para los hijos de una era. En mi caso, nunca me he podido sustraer a la convicción íntima de que los sueños son, también, una realización de deseos o de que existe una oposición real entre un principio de realidad y el principio del placer.
Alguien llamó era de la sospecha a esa delicada y estremecida época en la que las concepciones sobre las leyes de la física, de la biología, de la sociedad y del ser humano detonaron para transformarse de manera radical. Einstein, Planck, Böhr, los Curie, la popularización de la evolución biológica según el evangelio de Darwin, las conmociones teóricas y políticas provocadas por los movimientos de masas e ideologías como la comunista y la socialista, así como la contribución del propio Freud, han determinado lo que ahora somos y ocupan nuestro imaginario de manera más verdadera e íntima, creo, que los descubrimientos y la manipulación genéticas, las tres guerras mundiales, la teorización del Big Bang, la crisis de la familia tradicional o la irrupción de Internet y las nuevas tecnologías de la información.
lunes, 13 de febrero de 2006
Es lo que tiene
El artículo de Mario Vargas Llosa en El País de hoy, acerca del tan traído y llevado asunto de las caricaturas de Mahoma, es el primero de su autor en mucho tiempo que podría firmar yo mismo. En él afirma que el comportamiento de la izquierda le da "ganas de llorar". Cierto. La verdadera lástima es la nada sutil elección de los temas para sus artículos: me gustaría ver en él la misma energía para criticar la invasión de Irak (que le produjo una verdadera reacción neurótica. Para él la invasión estaba injustificada, pero la ONU debía haberla aprobado si no quería resultar deslegitimada. Todavía no me he repuesto del espanto), para condenar las torturas en Guantánamo o en Abu Ghraib, para condenar los gobiernos corruptos e ineptos de los países iberoamericanos que han venido a parar en victorias electorales de la izquierda populista —ésta sí oportunamente condenada—, et alii.
Esta actitud no es la de un intelectual que se pueda preciar de su independencia. Desde que Vargas Llosa dejó de defender una línea ideológica para convertirse en un hombre de partido, sus artículos se han devaluado y su discurso se ha debilitado. Es lo que tiene, una vez más, el sectarismo.
Esta actitud no es la de un intelectual que se pueda preciar de su independencia. Desde que Vargas Llosa dejó de defender una línea ideológica para convertirse en un hombre de partido, sus artículos se han devaluado y su discurso se ha debilitado. Es lo que tiene, una vez más, el sectarismo.
miércoles, 8 de febrero de 2006
Libertinaje de expresión
En el fondo los pacatos tienen toda la razón: la libertad de expresión debe ser ejercida con responsabilidad y con moralidad. Sólo veo el inconveniente de la perfecta futilidad de la sentencia, puesto que todos reconoceremos que cualquier libertad siempre debe ser ejercida con responsabilidad y con moralidad. Debido a la insustancialidad de los artículos de los bienpensantes, echamos de menos la respuesta a las preguntas ¿a qué llamamos responsabilidad? ¿Qué criterios morales usaremos? ¿Encontraremos respuestas válidas para todos? Lo particular de la libertad de expresión es suspender cualquier gesto de poder legal en contra de determinadas expresiones, por mucho que ese gesto esté justificado por unos principios (considerados siempre discutibles por un elemental liberalismo) que hayan sido, por ejemplo, ridiculizados. Si las caricaturas nos han parecido inoportunas, o insultantes, o una simple cafrada, tenemos la libertad de decirlo así, pero suponer que debe haber un límite para la sátira es como suponer que la libertad de expresión es un principio en estado de naturaleza que nos cayó de un árbol y que debemos dominar y reducir, colectivamente, a una escala manejable.
Lo que yo discuto es ese propuesto dominio colectivo sobre la regulación de tal derecho.
Desde un punto de vista individual —porque, insisto, la expresión, si bien se produce en un entorno social y tiene unas consecuencias sociales, es un acto individual—, los demás tienen perfecto derecho a equivocarse, a ser inmorales o groseros, y yo a decirles que se equivocan, a proferir mi condena moral, discutir su gusto y su sentido de la oportunidad. Y nada más.
Conviene hacer dos distinciones. En general, y limitándonos a un plano político, asumimos que la amplitud de posibilidades que nos ofrecen todos nuestros derechos y libertades nos hace parejamente responsables de nuestros actos, de igual modo que afirmar la libertad de movimientos no suponga el derecho a la intromisión en los espacios privados ajenos, o que el libre mercado no llegue a la posibilidad de adquirir por Internet una bomba nuclear, o que la libertad de acción no justifique el asesinato cometido haciendo uso de ella. El límite tolerable en el ejercicio de los derechos individuales queda (o debería quedar) instituido por las leyes penales, que son (o deberían ser) las únicas que se redactan para que disuadir a los ciudadanos que quieran ejecutar determinadas acciones consideradas no admisibles, puesto que pondrían en riesgo los fundamentos acordados de la sociedad misma.
Los límites tolerables de la libertad de expresión llegan hasta el respeto a las personas y no a sus opiniones, ideologías o creencias. Es fácil suponer por qué: la vida humana es el valor supremo en nuestro orden social, y sabemos que históricamente esta consideración es excepcional: cuando la vida humana ha sido considerada prescindible se ha debido a que se han antepuesto consideraciones ideológicas. El cambio de valores provoca un acuerdo (en el mismo sentido en que hablan de acuerdo o contrato Hobbes o Rousseau) según el cual los principios se afirman discutibles; la democracia bien entendida admite y promociona espacios para la discusión y en ella se sigue la costumbre de delegar la representación para la toma de decisiones. La elevación de la consideración debida a la vida humana supone, correlativamente, una devaluación de los principios que seguimos los hombres. Es la única manera de salvaguardar aquélla. La noción de que «todas las opiniones son respetables» es absurda. Si lo fueran, no cabría la existencia de un sistema democrático tal como lo entendemos o proyectamos. Sí son respetables, en cambio, las personas. Ésta es la primera distinción: entre el ciudadano y sus valores personales. Ésta distinción no es reconocida por los que afirman tranquilamente que faltar a un dogma religioso es atentar contra el respeto a las personas que lo admiten como eje de sus valores. Es una gran equivocación. Si elevamos hasta tal punto la consideración otorgada a las opiniones, ideologías o creencias, desbaratamos la posibilidad del debate y sólo nos encontraremos en el conflicto, peyorativamente entendido; eliminamos la capacidad del hombre de evolucionar y cambiar de aspectos o de puntos de vista personales, porque si los valores constituyen al hombre, ¿no provocará un cambio de aquéllos una modificación consiguiente en éste último?
Si admitimos el pluralismo, si sabemos que todas las ideas, creencias y valores deben ser discutibles, comprendemos que no puede haber un principio superior al de la libertad de expresión.
(La triple hipóstasis de los bienpensantes) Las iniciativas de reconsiderar los límites propuestos para la libertad de expresión suponen tres hipóstasis: una, la de confundir a la persona con sus valores; otra, la de sobreentender que la crítica o la burla a una creencia suponen una crítica o una burla a una colectividad; otra más, el suponer que las leyes deben entrar en el terreno que debería ser regulado estrictamente por la buena crianza o por el sentido de la oportunidad.
(Llamar a las cosas por su nombre) Como de costumbre [véase el post del 7 de enero], las razones de quienes quieren matizar los derechos son, o al menos parecen, espurias. Por ejemplo, el miedo a las consecuencias últimas de las protestas en los países islámicos; por ejemplo, la simpatía o el acuerdo en general con los valores del supuesto ofendido. La creencia, en fin, de que los derechos están muy bien cuando sirven a mis intereses y opiniones, o cuando perjudican a mis adversarios. Si se trata de temor o de imparcialidad, ¿por qué lo llamamos moral?
(Ejercicio de historia virtual, sobre la proporcionalidad) Si las protestas se hubieran limitado a una prolongada serie de manifestaciones ante las embajadas danesas, ante la redacción del Jyllands-Posten, a la publicación de caricaturas de contraataque en las que se retratase a Jesucristo como un plutócrata explotador y belicoso, o a los daneses como mentecatos consumidores de galletas, el periódico probablemente habría aclarado mediante comunicado público que su intención no era la de ofender los sentimientos de los musulmanes y pediría disculpas si ése había sido el resultado. Se habría activado el debate en Europa: ¿hay razones para la protesta de los ofendidos? ¿Se deben admitir presiones para limitar la libertad de expresión? Se habría concluido de manera tácita que la libertad de expresión es un bien muy preciado, y el periódico habría sido caracterizado durante unos años como tendencioso. Y nada más.
En otras palabras: si insulto a otro individuo, y más sin mediar motivo alguno, mi conducta es francamente reprobable; si el insultado me responde con una cuchillada en el vientre, considerar que "me lo tengo bien merecido", o que "bien podría haber sabido que podía acabar con un cuchillo en la barriga" sonarán como discursos poco pertinentes. Es prioritario suponer que el cuchillero es un individuo peligroso y al que hay que denunciar; no existe una carga de razón suficiente para justificar semejante agresión. Supongo obvio que esta sencilla parábola sólo se refiere a la proporcionalidad de las reacciones, y no a la libertad de expresión. Y la presento aquí porque se está cometiendo el vicio de medir el alcance del insulto por la brutalidad de las acciones de protesta; hermosa lógica que evoca en mí la misma aprensión que me ataca al oír esa antigua locución popular: "¡Algo habrá hecho!".
(Para mis Memorias de un niño de izquierdas) Qué desasosiego siento cuando oigo defender la libertad de expresión con más energía en la COPE que en la SER.
(Un texto para reflexionar, o argumentum ad hominem)
«Si el pluralismo es un punto de vista válido, y si es posible el respeto entre los sistemas de valores que no son necesariamente hostiles entre sí, entonces lo que se sigue es tolerancia y resultados liberales, lo que no ocurre con el monismo (sólo un conjunto de valores es verdadero, todos los demás son falsos) o con el relativismo (mis valores son míos, los tuyos son tuyos, y si chocamos, mal que peor, ninguno podrá decir que tiene razón)»
Lo que yo discuto es ese propuesto dominio colectivo sobre la regulación de tal derecho.
Desde un punto de vista individual —porque, insisto, la expresión, si bien se produce en un entorno social y tiene unas consecuencias sociales, es un acto individual—, los demás tienen perfecto derecho a equivocarse, a ser inmorales o groseros, y yo a decirles que se equivocan, a proferir mi condena moral, discutir su gusto y su sentido de la oportunidad. Y nada más.
Conviene hacer dos distinciones. En general, y limitándonos a un plano político, asumimos que la amplitud de posibilidades que nos ofrecen todos nuestros derechos y libertades nos hace parejamente responsables de nuestros actos, de igual modo que afirmar la libertad de movimientos no suponga el derecho a la intromisión en los espacios privados ajenos, o que el libre mercado no llegue a la posibilidad de adquirir por Internet una bomba nuclear, o que la libertad de acción no justifique el asesinato cometido haciendo uso de ella. El límite tolerable en el ejercicio de los derechos individuales queda (o debería quedar) instituido por las leyes penales, que son (o deberían ser) las únicas que se redactan para que disuadir a los ciudadanos que quieran ejecutar determinadas acciones consideradas no admisibles, puesto que pondrían en riesgo los fundamentos acordados de la sociedad misma.
Los límites tolerables de la libertad de expresión llegan hasta el respeto a las personas y no a sus opiniones, ideologías o creencias. Es fácil suponer por qué: la vida humana es el valor supremo en nuestro orden social, y sabemos que históricamente esta consideración es excepcional: cuando la vida humana ha sido considerada prescindible se ha debido a que se han antepuesto consideraciones ideológicas. El cambio de valores provoca un acuerdo (en el mismo sentido en que hablan de acuerdo o contrato Hobbes o Rousseau) según el cual los principios se afirman discutibles; la democracia bien entendida admite y promociona espacios para la discusión y en ella se sigue la costumbre de delegar la representación para la toma de decisiones. La elevación de la consideración debida a la vida humana supone, correlativamente, una devaluación de los principios que seguimos los hombres. Es la única manera de salvaguardar aquélla. La noción de que «todas las opiniones son respetables» es absurda. Si lo fueran, no cabría la existencia de un sistema democrático tal como lo entendemos o proyectamos. Sí son respetables, en cambio, las personas. Ésta es la primera distinción: entre el ciudadano y sus valores personales. Ésta distinción no es reconocida por los que afirman tranquilamente que faltar a un dogma religioso es atentar contra el respeto a las personas que lo admiten como eje de sus valores. Es una gran equivocación. Si elevamos hasta tal punto la consideración otorgada a las opiniones, ideologías o creencias, desbaratamos la posibilidad del debate y sólo nos encontraremos en el conflicto, peyorativamente entendido; eliminamos la capacidad del hombre de evolucionar y cambiar de aspectos o de puntos de vista personales, porque si los valores constituyen al hombre, ¿no provocará un cambio de aquéllos una modificación consiguiente en éste último?
[¡Parad! ¡Se nos han acabado las vírgenes!]
En efecto, los derechos deben ser ejercidos con responsabilidad, pero para ello deben poder ser ejercidos. Es un pilar de la humanidad tal como la entendemos construirse una concepción del mundo; no lo es elaborar una concepción del mundo determinada. Para la ordenación de la vida en sociedad, tener en cuenta la idea particular acerca de cómo son las cosas es algo completamente excusable. Se debe distinguir, y esta es la segunda distinción, entre la existencia del derecho, que debe ser lo más absoluta posible, y el uso que se hace de tal derecho, limitado por el propio individuo y opinable; ambos términos van completamente unidos en la práctica, pero para un análisis aceptable de la responsabilidad esta separación es fundamental.Si admitimos el pluralismo, si sabemos que todas las ideas, creencias y valores deben ser discutibles, comprendemos que no puede haber un principio superior al de la libertad de expresión.
(La triple hipóstasis de los bienpensantes) Las iniciativas de reconsiderar los límites propuestos para la libertad de expresión suponen tres hipóstasis: una, la de confundir a la persona con sus valores; otra, la de sobreentender que la crítica o la burla a una creencia suponen una crítica o una burla a una colectividad; otra más, el suponer que las leyes deben entrar en el terreno que debería ser regulado estrictamente por la buena crianza o por el sentido de la oportunidad.
(Llamar a las cosas por su nombre) Como de costumbre [véase el post del 7 de enero], las razones de quienes quieren matizar los derechos son, o al menos parecen, espurias. Por ejemplo, el miedo a las consecuencias últimas de las protestas en los países islámicos; por ejemplo, la simpatía o el acuerdo en general con los valores del supuesto ofendido. La creencia, en fin, de que los derechos están muy bien cuando sirven a mis intereses y opiniones, o cuando perjudican a mis adversarios. Si se trata de temor o de imparcialidad, ¿por qué lo llamamos moral?
(Ejercicio de historia virtual, sobre la proporcionalidad) Si las protestas se hubieran limitado a una prolongada serie de manifestaciones ante las embajadas danesas, ante la redacción del Jyllands-Posten, a la publicación de caricaturas de contraataque en las que se retratase a Jesucristo como un plutócrata explotador y belicoso, o a los daneses como mentecatos consumidores de galletas, el periódico probablemente habría aclarado mediante comunicado público que su intención no era la de ofender los sentimientos de los musulmanes y pediría disculpas si ése había sido el resultado. Se habría activado el debate en Europa: ¿hay razones para la protesta de los ofendidos? ¿Se deben admitir presiones para limitar la libertad de expresión? Se habría concluido de manera tácita que la libertad de expresión es un bien muy preciado, y el periódico habría sido caracterizado durante unos años como tendencioso. Y nada más.
En otras palabras: si insulto a otro individuo, y más sin mediar motivo alguno, mi conducta es francamente reprobable; si el insultado me responde con una cuchillada en el vientre, considerar que "me lo tengo bien merecido", o que "bien podría haber sabido que podía acabar con un cuchillo en la barriga" sonarán como discursos poco pertinentes. Es prioritario suponer que el cuchillero es un individuo peligroso y al que hay que denunciar; no existe una carga de razón suficiente para justificar semejante agresión. Supongo obvio que esta sencilla parábola sólo se refiere a la proporcionalidad de las reacciones, y no a la libertad de expresión. Y la presento aquí porque se está cometiendo el vicio de medir el alcance del insulto por la brutalidad de las acciones de protesta; hermosa lógica que evoca en mí la misma aprensión que me ataca al oír esa antigua locución popular: "¡Algo habrá hecho!".
(Para mis Memorias de un niño de izquierdas) Qué desasosiego siento cuando oigo defender la libertad de expresión con más energía en la COPE que en la SER.
(Un texto para reflexionar, o argumentum ad hominem)
«Si el pluralismo es un punto de vista válido, y si es posible el respeto entre los sistemas de valores que no son necesariamente hostiles entre sí, entonces lo que se sigue es tolerancia y resultados liberales, lo que no ocurre con el monismo (sólo un conjunto de valores es verdadero, todos los demás son falsos) o con el relativismo (mis valores son míos, los tuyos son tuyos, y si chocamos, mal que peor, ninguno podrá decir que tiene razón)»
Isaiah Berlin, Mi trayectoria intelectual
domingo, 5 de febrero de 2006
Orwell: “La libertad es poder decir a los demás lo que no quieren oír”
Es inevitable decirlo: los que protestan incendiando embajadas o paseándose con carteles donde se nos promete a los europeos una eficaz e ineludible decapitación ofrecen una imagen del Islam harto menos halagadora que las caricaturas de Mahoma ofrecidas por el Jyllands-Posten.
A propósito de este conflicto, los periódicos de los países donde la libertad de expresión es corriente y celosamente guardada se han lanzado a opinar sobre la propia libertad y sus límites. Para que conste mi originalidad, he de señalar que lo que voy a decir no lo he encontrado en ningún artículo: buenas o malas, son mis conclusiones.
La confusión es bastante notable si nos percatamos de que quien piensa de esta manera utiliza argumentos basados en que los valores a respetar son sostenidos, según convenga, individual o colectivamente; que pide que esta concepción del respeto gobierne los actos de los que se expresan, entendidos como colectividad. En un curioso artículo de El País (hoy mismo, 5 de febrero) se recogen dos opiniones que vienen a coincidir en que la libertad de expresión ha de ser ejercida de manera responsable, pero que difieren en el motivo: para Walid Wattrabi, «hay que ser respetuosos con la fe de millones de millones de personas incluso si a veces afecta a la libertad de expresión»; para el dibujante Baha Bujari, la religión no ha de tocarse «porque es algo entre uno mismo y Dios». Evidentemente, no hay una relación lógica ni factual que justifique esa petición de respeto basándose en la noción de la colectividad ni en la de individualidad de la creencia afectada. Urge explicar que esas caricaturas son actos individuales y no colectivos (no de occidente, no de Dinamarca, sino de un periódico y de cada uno de los dibujantes) que pueden suponer, a un criterio particular, disgusto, desagrado o incluso ofensa, pero cuya posibilidad de aparición debe ser amparada por todos, en buena medida porque a todos nos gustaría ser amparados en ciertos momentos para expresar lo que queramos.
Ningún periodista se ha tomado la molestia de preguntar a los islamistas moderados si no son más graves los disturbios de Siria y Líbano que la publicación de las caricaturas. ¿Cuál habría sido la respuesta? Por cierto, el mismo Wattrabi se preguntaba retóricamente si se publicaría un dibujo de Jesucristo fornicando con San Juan (¡vive Dios, qué imaginación la de este buen hombre!). ¿Será preciso recordar las galerías de arte occidentales han acogido un crucifijo introducido en un depósito lleno de orina (vean la foto)? ¿Que he visto con estos ojos que se han de comer los gusanos, y en este estado plurinacional que habito, una publicación satírica en la que un Cristo en la cruz se beneficiaba del milagro de la resurrección gracias a una felación de María Magdalena? Afortunadamente, en algunos lugares del mundo hemos dejado atrás la teocracia…
Y éste es, creo, el problema político al que nos enfrentamos: unos regímenes que alientan un concepto de la vida pública atravesado por una concepción reduccionista e invasora de la religión. Muy posiblemente, buena parte de la responsabilidad de tal implantación cabe achacarla a los países más avanzados, que han alentado a su conveniencia determinadas dictaduras y estrangulado movimientos más laicistas que permitieran a los habitantes de los países islámicos desplazarse en pos de un concepto distinto de la vida política. Muy posiblemente las protestas han sido alentadas indirectamente gracias a una atención obsesiva de los medios occidentales, la que recibieron las (inaceptables) primeras medidas diplomáticas y comerciales de presión por parte de los países más tempraneros; nada precisan con tanto ardor los más brutos del lugar como una suficiente atención mediática. Y necesitamos apoyar a otro Islam porque necesitamos un Islam tolerante muy distinto del actual, que no mida con distintos raseros la violencia religiosa y la publicación de unos dibujos ofensivos.
Me voy por las ramas. En resumen, el respeto es algo muy deseable y sí, debemos favorecerlo. Pero ahora, ante la duda, todos deberíamos estar a favor de la libertad. Y sin fisuras.
A propósito de este conflicto, los periódicos de los países donde la libertad de expresión es corriente y celosamente guardada se han lanzado a opinar sobre la propia libertad y sus límites. Para que conste mi originalidad, he de señalar que lo que voy a decir no lo he encontrado en ningún artículo: buenas o malas, son mis conclusiones.
[Con un par]
A mi juicio, es un error pronunciarse como se ha hecho en la mayoría de los casos, repitiendo lo que ha acabado por convertirse en una cantinela según la cual la libertad de expresión y de prensa es de un valor incalculable, pero que debe ejercerse con el suficiente tacto como para no ofender a los demás. Ambos juicios, por separado, son perfectamente plausibles, pero unidos en un texto escrito en un contexto semejante ofrecen la lamentable impresión de que bordean la justificación de la autocensura: uno más uno otra vez no hacen dos. Según estos especuladores, debemos tener derecho a decir lo que queramos y como queramos, aunque no queramos (eufemismo por podamos) usarlo.
La confusión es bastante notable si nos percatamos de que quien piensa de esta manera utiliza argumentos basados en que los valores a respetar son sostenidos, según convenga, individual o colectivamente; que pide que esta concepción del respeto gobierne los actos de los que se expresan, entendidos como colectividad. En un curioso artículo de El País (hoy mismo, 5 de febrero) se recogen dos opiniones que vienen a coincidir en que la libertad de expresión ha de ser ejercida de manera responsable, pero que difieren en el motivo: para Walid Wattrabi, «hay que ser respetuosos con la fe de millones de millones de personas incluso si a veces afecta a la libertad de expresión»; para el dibujante Baha Bujari, la religión no ha de tocarse «porque es algo entre uno mismo y Dios». Evidentemente, no hay una relación lógica ni factual que justifique esa petición de respeto basándose en la noción de la colectividad ni en la de individualidad de la creencia afectada. Urge explicar que esas caricaturas son actos individuales y no colectivos (no de occidente, no de Dinamarca, sino de un periódico y de cada uno de los dibujantes) que pueden suponer, a un criterio particular, disgusto, desagrado o incluso ofensa, pero cuya posibilidad de aparición debe ser amparada por todos, en buena medida porque a todos nos gustaría ser amparados en ciertos momentos para expresar lo que queramos.
Ningún periodista se ha tomado la molestia de preguntar a los islamistas moderados si no son más graves los disturbios de Siria y Líbano que la publicación de las caricaturas. ¿Cuál habría sido la respuesta? Por cierto, el mismo Wattrabi se preguntaba retóricamente si se publicaría un dibujo de Jesucristo fornicando con San Juan (¡vive Dios, qué imaginación la de este buen hombre!). ¿Será preciso recordar las galerías de arte occidentales han acogido un crucifijo introducido en un depósito lleno de orina (vean la foto)? ¿Que he visto con estos ojos que se han de comer los gusanos, y en este estado plurinacional que habito, una publicación satírica en la que un Cristo en la cruz se beneficiaba del milagro de la resurrección gracias a una felación de María Magdalena? Afortunadamente, en algunos lugares del mundo hemos dejado atrás la teocracia…
Y éste es, creo, el problema político al que nos enfrentamos: unos regímenes que alientan un concepto de la vida pública atravesado por una concepción reduccionista e invasora de la religión. Muy posiblemente, buena parte de la responsabilidad de tal implantación cabe achacarla a los países más avanzados, que han alentado a su conveniencia determinadas dictaduras y estrangulado movimientos más laicistas que permitieran a los habitantes de los países islámicos desplazarse en pos de un concepto distinto de la vida política. Muy posiblemente las protestas han sido alentadas indirectamente gracias a una atención obsesiva de los medios occidentales, la que recibieron las (inaceptables) primeras medidas diplomáticas y comerciales de presión por parte de los países más tempraneros; nada precisan con tanto ardor los más brutos del lugar como una suficiente atención mediática. Y necesitamos apoyar a otro Islam porque necesitamos un Islam tolerante muy distinto del actual, que no mida con distintos raseros la violencia religiosa y la publicación de unos dibujos ofensivos.
Me voy por las ramas. En resumen, el respeto es algo muy deseable y sí, debemos favorecerlo. Pero ahora, ante la duda, todos deberíamos estar a favor de la libertad. Y sin fisuras.
sábado, 4 de febrero de 2006
Amar la vida
Mientras estoy escribiendo escucho un recital de Vinicius, Toquinho y Quarteto em Cy. Una máxima de Dorival Caymmi, me lo prometo, figurará en mi evangelio privado: "quien no ama la samba no ama la vida".
Mis delgadas líneas rojas
La mujer que quiera enamorarme nunca, NUNCA, deberá proferir una de estas sentencias o apotegmas:
«No puedo estar sin hacer nada»
«¿Eres así de rápido para todo?»
«Busco al hombre de mi vida»
«El pan está seco, la sopa sosa, el vino picado, el filete demasiado hecho y el camarero me mira mal»
«Las mujeres somos más sensibles»
«Necesito estar con alguien»
«Yo digo las cosas a la cara»
«Qué peli más chula. Me encantó la fotografía»
«Si las mujeres mandásemos todo iría mejor»
«¿Puedes leerme el pensamiento?»
[después de hora y media de narración] «...y entonces él me dijo: "ya ves". ¿Tú te crees?»
«Es que soy así»
«No puedo estar sin hacer nada»
«¿Eres así de rápido para todo?»
«Busco al hombre de mi vida»
«El pan está seco, la sopa sosa, el vino picado, el filete demasiado hecho y el camarero me mira mal»
«Las mujeres somos más sensibles»
«Necesito estar con alguien»
«Yo digo las cosas a la cara»
«Qué peli más chula. Me encantó la fotografía»
«Si las mujeres mandásemos todo iría mejor»
«¿Puedes leerme el pensamiento?»
[después de hora y media de narración] «...y entonces él me dijo: "ya ves". ¿Tú te crees?»
«Es que soy así»
viernes, 3 de febrero de 2006
Muerte accidental del derecho natural
Desde que varios aspectos de la vida en sociedad son progresivamente regulados mediante normas que incluyen regímenes sancionadores, la capacidad de los ciudadanos de administrarse a sí mismos buscando pequeños consensos o rigiéndose por la costumbre cada vez está más deteriorada.
La Ministra de Sanidad acaba de descubrir algunos fundamentos de filosofía del derecho. Por ejemplo, que cuando uno se pone a prohibir, la gente sobreentiende que lo no prohibido está permitido, y actúa en consecuencia. Apenas ha pasado un mes desde que entró en vigor la Ley de medidas frente al tabaquismo y un precipitado furor evaluativo la ha llevado a observar que, si bien el estricto cumplimiento es satisfactorio, los efectos logrados sobre las conductas no son los deseados. Viene a propósito una cita del por otra parte un tanto inhumano Herbert Spencer (La esclavitud del porvenir, en El individuo contra el Estado):
«La teoría según la cual el político procede habitualmente, es la de que las medidas adoptadas no rebasarán los límites que él pretende trazarles de antemano. Estudia atentamente los resultados inmediatos de tal o cual acto, pero no sus efectos remotos, y menos aún los concomitantes»
En esta ocasión el Gobierno ha previsto mal, pero por haber calculado que un cumplimiento cabal de la ley iba a corresponder con su objetivo práctico de la disminución del consumo de tabaco. Cumplir la ley permite, después de todo, fumar más de lo que se proponía la Ministra; esa distancia entre el efecto conseguido (evaluado después de ¡sólo un mes!) y lo pretendido por la ley no estaba prevista, aunque fuera previsible. Vivir para ver.
Algún asesor jurídico debe de tenerla advertida de que es inconstitucional redactar una ley con un artículo único que rece: Prohibido fumar so pena de castigo grande. Ha querido entonces hacer otra ley que pareciera inspirarse en principios incuestionables, pero hete aquí que, una vez que cuando esa ley se promulga y se cumple no ha encontrado razones suficientes para conformarnos. Debe dar "un paso más". Y, mientras tanto, los ciudadanos comprendemos que facilitar a los no fumadores vivir sin humos no es lo mismo que obligar a los ciudadanos a no fumar.
Una opinión osada, pero que me permitirán expresar porque no fumo: la ministra se entrega a estos arranques porque por fin ha gozado el insuperable gusto de la docilidad del ciudadano ante la norma.
(Un juego de palabras) Allí donde me gano el sueldo la dirección ha pegado varios carteles que dicen: «En cumplimiento de la normativa vigente se prohíbe fumar en este centro de trabajo». Alguien, apegado a la literalidad de la norma, ha tachado se prohíbe y en su lugar ha escrito no se permite.
La Ministra de Sanidad acaba de descubrir algunos fundamentos de filosofía del derecho. Por ejemplo, que cuando uno se pone a prohibir, la gente sobreentiende que lo no prohibido está permitido, y actúa en consecuencia. Apenas ha pasado un mes desde que entró en vigor la Ley de medidas frente al tabaquismo y un precipitado furor evaluativo la ha llevado a observar que, si bien el estricto cumplimiento es satisfactorio, los efectos logrados sobre las conductas no son los deseados. Viene a propósito una cita del por otra parte un tanto inhumano Herbert Spencer (La esclavitud del porvenir, en El individuo contra el Estado):
«La teoría según la cual el político procede habitualmente, es la de que las medidas adoptadas no rebasarán los límites que él pretende trazarles de antemano. Estudia atentamente los resultados inmediatos de tal o cual acto, pero no sus efectos remotos, y menos aún los concomitantes»
En esta ocasión el Gobierno ha previsto mal, pero por haber calculado que un cumplimiento cabal de la ley iba a corresponder con su objetivo práctico de la disminución del consumo de tabaco. Cumplir la ley permite, después de todo, fumar más de lo que se proponía la Ministra; esa distancia entre el efecto conseguido (evaluado después de ¡sólo un mes!) y lo pretendido por la ley no estaba prevista, aunque fuera previsible. Vivir para ver.
Algún asesor jurídico debe de tenerla advertida de que es inconstitucional redactar una ley con un artículo único que rece: Prohibido fumar so pena de castigo grande. Ha querido entonces hacer otra ley que pareciera inspirarse en principios incuestionables, pero hete aquí que, una vez que cuando esa ley se promulga y se cumple no ha encontrado razones suficientes para conformarnos. Debe dar "un paso más". Y, mientras tanto, los ciudadanos comprendemos que facilitar a los no fumadores vivir sin humos no es lo mismo que obligar a los ciudadanos a no fumar.
Una opinión osada, pero que me permitirán expresar porque no fumo: la ministra se entrega a estos arranques porque por fin ha gozado el insuperable gusto de la docilidad del ciudadano ante la norma.
(Un juego de palabras) Allí donde me gano el sueldo la dirección ha pegado varios carteles que dicen: «En cumplimiento de la normativa vigente se prohíbe fumar en este centro de trabajo». Alguien, apegado a la literalidad de la norma, ha tachado se prohíbe y en su lugar ha escrito no se permite.
jueves, 2 de febrero de 2006
Ars Iniuriae
Hoy una compañera de trabajo me ha designado, en presencia de otros dos compañeros, como «cerdo», «maleducado», «sinvergüenza» y otros calificativos entre los que creo recordar «cabrón». Esta forma de expresarse viene a indicar perfectamente lo enrarecido del clima laboral en el que tengo que navegar y llegar a las componendas que tenga a mi alcance. Un matiz y dos preguntas:
(El pato cojo) Como resultado de un concurso de traslados a punto de resolverse, lo más probable es que pronto tenga que abandonar el puesto de trabajo que ahora ocupo. Se trata de un puesto de cierta responsabilidad, la justa para que haya dos categorías profesionales por debajo de la mía y, en principio, esperando mis instrucciones. A una de estas dos categorías pertenecía la encantadora persona que ha declarado este alto concepto de mí. Una compañera que, entre otras cosas, interpreta mi futura marcha como una pérdida de autoridad, y que aprovecha la oportunidad para reprocharme así un apercibimiento que hube de hacerle (en privado y en términos francamente correctos) en noviembre del año pasado. Ya tengo dicho en otra parte que las deudas siempre se pagan.
En los Estados Unidos se llama lame duck o "pato cojo" al presidente que está a punto de concluir su segunda y última legislatura. Su autoridad se evapora poco a poco, y cada vez es más contestado e ignorado: importa más a los subordinados llegar en buena situación simbólica o material al final de la legislatura actual o, preferiblemente, al inicio de la próxima. A menudo me veo como un miembro de esta rara especie.
(Una pregunta revolucionaria) ¿Qué hacer?
(La duda inevitable) ¿Habré dado algún motivo, por ínfimo que pueda parecer, para que alguien piense así de mí?
(El pato cojo) Como resultado de un concurso de traslados a punto de resolverse, lo más probable es que pronto tenga que abandonar el puesto de trabajo que ahora ocupo. Se trata de un puesto de cierta responsabilidad, la justa para que haya dos categorías profesionales por debajo de la mía y, en principio, esperando mis instrucciones. A una de estas dos categorías pertenecía la encantadora persona que ha declarado este alto concepto de mí. Una compañera que, entre otras cosas, interpreta mi futura marcha como una pérdida de autoridad, y que aprovecha la oportunidad para reprocharme así un apercibimiento que hube de hacerle (en privado y en términos francamente correctos) en noviembre del año pasado. Ya tengo dicho en otra parte que las deudas siempre se pagan.
En los Estados Unidos se llama lame duck o "pato cojo" al presidente que está a punto de concluir su segunda y última legislatura. Su autoridad se evapora poco a poco, y cada vez es más contestado e ignorado: importa más a los subordinados llegar en buena situación simbólica o material al final de la legislatura actual o, preferiblemente, al inicio de la próxima. A menudo me veo como un miembro de esta rara especie.
(Una pregunta revolucionaria) ¿Qué hacer?
(La duda inevitable) ¿Habré dado algún motivo, por ínfimo que pueda parecer, para que alguien piense así de mí?
miércoles, 1 de febrero de 2006
En la montaña mágica
Dos vaqueros, ovejeros más bien, mozos familiarizados con la precariedad, se conocen poco a poco en unas circunstancias de aislamiento extremado y se enamoran. Pero la verdadera soledad no les rodea en la montaña donde pastorean ovejas, sino a lo largo de toda su biografía. El mayor acierto del guión es hacernos entender que ellos, hasta que encuentran la conmoción del amor, no han alcanzado una suficiente conciencia de sí mismos como para reconocerse solos. Son demasiado toscos, no han podido literaturizar sus experiencias, la vida no les ha mostrado otras caras; su envidiable estoicismo no es electivo y por lo tanto no es estoicismo.
El súbito amor les hace reconocerse, mutuamente y a sí mismos, como personas distintivas. Lo comprendemos mientras vemos su manera de vivir la vida, entre paréntesis, anhelando el momento del breve reencuentro durante el que volverán a su auténtico ser. Las únicas palabras de ternura que oímos en la película son las que se dirigen entre sí, nunca a (o de) sus respectivas esposas.
Lo que quiero decir es que pensar que Brokeback Mountain es una película sobre la homosexualidad es no haber visto Brokeback Mountain. Pensar que es un western es no saber lo que es un western.
Ang Lee tiene la virtud de filmar a sus personajes a la distancia correcta, sin abusar del primerísimo plano (plaga muy de actualidad) ni del empeño de mostrar paisajes fotogénicos. Entendemos a los protagonistas también en su corporeidad, en sus posturas y ademanes.
La oveja despedazada es una imagen brillante. En la escena de su aparición, pensé en una metáfora de la herida moral que sufre Ennis. Después se comprende que también está recordando el instructivo cadáver que de niño le enseñó su padre.
Y un último mérito, no el menor: la aparición de Anne Hathaway con la velocidad, el desenfado, el fulgor y la belleza de las amazonas de otro tiempo.
El súbito amor les hace reconocerse, mutuamente y a sí mismos, como personas distintivas. Lo comprendemos mientras vemos su manera de vivir la vida, entre paréntesis, anhelando el momento del breve reencuentro durante el que volverán a su auténtico ser. Las únicas palabras de ternura que oímos en la película son las que se dirigen entre sí, nunca a (o de) sus respectivas esposas.
Lo que quiero decir es que pensar que Brokeback Mountain es una película sobre la homosexualidad es no haber visto Brokeback Mountain. Pensar que es un western es no saber lo que es un western.
Ang Lee tiene la virtud de filmar a sus personajes a la distancia correcta, sin abusar del primerísimo plano (plaga muy de actualidad) ni del empeño de mostrar paisajes fotogénicos. Entendemos a los protagonistas también en su corporeidad, en sus posturas y ademanes.
La oveja despedazada es una imagen brillante. En la escena de su aparición, pensé en una metáfora de la herida moral que sufre Ennis. Después se comprende que también está recordando el instructivo cadáver que de niño le enseñó su padre.
Y un último mérito, no el menor: la aparición de Anne Hathaway con la velocidad, el desenfado, el fulgor y la belleza de las amazonas de otro tiempo.
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