lunes, 24 de septiembre de 2007

¿De qué estamos hablando?


Hay algunos temas que de forma inevitable movilizan sentimientos profundos y cuya discusión, en consecuencia, se hace muy difícil. Por ejemplo, todo lo que atañe al laicismo, demonio que suele excitar el recelo de los más religiosos y la precaución de quienes no quieren enemistarse con los primeros. Hace sólo unos días fui testigo de las posturas que se establecían en un debate en torno a este tema. Y, como no deja de tener cierta actualidad, uno se encuentra con artículos como el que publicó Gregorio Peces-Barba el 19 de septiembre en El País, con el título Sobre laicidad y laicismo.

En ese texto, el insigne catedrático hace un repaso a la historia de la separación entre la Iglesia y el Estado para censurar la llamada que la iglesia católica hace a la objeción de conciencia (o desobediencia civil, ustedes eligen) para que los niños y púberes no cursen la dichosa asignatura de Educación para la Ciudadanía. Como es de rigor, lamenta que el catolicismo no haya encontrado su lugar en una sociedad moderna, y propone el modelo de las Iglesias protestantes o de las Iglesias católicas francesa o alemana, “que han asumido sin reticencias la modernidad y la secularización y que conviven cómodamente en situaciones de laicidad”. El artículo termina con una conceptualización de cosecha propia acerca de lo que significan laicidad y laicismo. Así, la laicidad es “una situación” de secularización en “su dimensión político-jurídica” que supone “respeto para los que profesan cualquier religión”. El laicismo, sin embargo, vendría a ser “una actitud enfrentada y beligerante con la Iglesia” y, citando a Norberto Bobbio, “un comportamiento de los intransigentes defensores de los pretendidos valores laicos contrapuestos a las religiones y de intolerancia hacia las fes y las instituciones religiosas”. Por lo tanto, a juicio del autor la confusión entre los dos términos es interesada y pretende presentar como víctima a una Iglesia católica que nada tendría que temer aceptando la laicidad.

Pues hombre, no está mal, pero a mí no me deja satisfecho porque mi idea era un poco distinta. Así que recurro al Diccionario de la RAE en busca de un poco de luz —tranquilos todos: no voy a dar la lata con las etimologías como un Gustavo Bueno cualquiera—. Primera curiosidad: la laicidad no figura. No así el laicismo, que ostenta orgullosamente la siguiente definición: “Doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado, respecto de cualquier organización o confesión religiosa”. Pueden comparar la disparidad de definiciones entre lo que nos dicen los académicos y lo que nos cuentan Peces-Barba y Bobbio.

No voy a proponer la estúpida idea de que lo que no sale en el diccionario no cuenta, así que en aras de un debate honrado me inventaré una definición, escueta pero concluyente, para la laicidad: “cualidad de laico”. Siendo lo laico —y vuelvo a transcribir, concretamente la segunda acepción— lo “independiente de cualquier organización o confesión religiosa”. Por último, y en un afán de exhaustividad de los que ahuyentan a los lectores, encontramos laicizar (“hacer laico o independiente de toda influencia religiosa”) y laicización, su acción y efecto.

Se mire por donde se mire, no encuentro en ninguna de estas definiciones nada que case con una actitud enfrentada con la Iglesia, ni mucho menos con una supuesta intransigencia. Semejante confusión léxica puede justificarse por dos motivos: que no exista un término más adecuado para denotar la actitud beligerante con la iglesia; o que las definiciones existentes de los términos de este campo semántico sean insatisfactorias o irrelevantes. La primera de las motivaciones es sencilla de rebatir. Podríamos hablar, por ejemplo, de prejuicios antirreligiosos o irreligiosos, de anticlericalismo, incluso de profanidad o sacrilegio. En cuanto a la segunda…

Nadie puede sostener en serio que es útil forzar el significado de los términos para contraponer a la manera de Peces-Barba una cualidad, la laicidad, con una doctrina, el laicismo. Es, ni más ni menos, un crimen de lesa lógica. Así que voy a intentar aclarar el problema formulando un ejemplo paremiológico, un poco al estilo del “Ahí hay un niño que dice ¡ay!”. Vendría a quedar así:

“Unión, Progreso y Democracia defiende la laicidad del Estado; en consecuencia, es un partido político laicista”

¿A que no queda mal? Yo no veo el menor tinte agresivo en ello, y sí la descripción de un impulso razonable al reconocimiento de la separación de intereses y competencias entre la Iglesia y el Estado, algo de lo que aún estamos muy lejos. Luego podría entretenerme explicando que, mientras no se perfeccione la laicidad, muchos consideraremos imprescindible seguir siendo laicistas; no porque se nos erice el vello al ver una sotana o una procesión de Viernes Santo, no, sino porque creemos con el mayor de los respetos que las creencias personales no deben salir de un ámbito personal, y que, por ejemplo, la imposición al alumnado de una asignatura de adoctrinamiento religioso supone una intromisión indeseable en las competencias propias de un estado aconfesional. También podría explicar que defender la independencia respecto de cualquier organización o confesión religiosa no busca el perjuicio de la Iglesia católica —la mayoritaria en nuestro país—, sino la neutralidad absoluta respecto de cualquier creencia que no haya de ser compartida por todos los ciudadanos; que defendemos el alejamiento de la iglesia católica de la educación pública, sí, pero también el de las confesiones protestantes, islámica, budista o taoísta; que entendemos que ésta es la manera más eficaz y justa de defender la tolerancia entre los creyentes y de defender a todos, creyentes o escépticos, de los intolerantes; y que acabar con las lecciones de religión en la escuela pública no supone rechazar ni ignorar la tradición judeocristiana a la que tanto debemos, sino educar a los ciudadanos en unos valores voluntaristas y constructivos (y a menudo construidos, ay, con la fiera oposición del estamento religioso) para que crean lo que les dé la gana mientras sea en paz y libertad. El adoctrinamiento, señores, excede el respeto a valores y tradiciones pasados: es querer formar obligatoriamente a los ciudadanos del futuro en creencias que, querámoslo o no, nuestra convivencia no hace imprescindibles.

Pero para explicar esto lo primero es que todos sepamos de qué estamos hablando… Incluyendo un progresista de abolengo como Peces-Barba.

Coño, qué satisfecho me he quedado con este post.

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