martes, 16 de octubre de 2007

En torno a la renuncia

[Fragmento en bruto de un texto más largo y más bruto]

Ya sabemos que la metáfora del camino se utiliza con asiduidad para referirse a la experiencia vital. Sea al hablar de un currículum vitae o carrera de la vida, del itinerario que alude a lo previsible de las etapas recorridas, o de los populares versos de Machado que primero niegan la figura para luego abrazarla con toda la fuerza, es muy difícil escuchar a alguien que contemple su propia vida sin referirse a ella como un trayecto con sus accidentes: cuestas, pendientes, curvas o recortes abruptos se entrelazan con las anécdotas referidas con toda naturalidad y de manera casi imperceptible para el oyente. No obstante, la imagen se antoja muy limitada. Aunque consista precisamente en una transposición de la dimensión temporal a la espacial, no da cuenta satisfactoriamente del movimiento incesante de la vida, del inevitable transcurrir del tiempo, como sí lo hace otra imagen muy común aunque menos sancionada por el uso cotidiano, la del río. La metáfora fluvial describe adecuadamente la fuerza del tiempo que forma parte de la contextura misma de la experiencia. Uno penetra en el agua y puede flotar y nadar formando parte ya, siquiera como cuerpo extraño, de un elemento fluyente en el que puede desenvolverse y a cuya corriente puede resistirse, pero siempre en vano. Por una parte, las fuerzas se agotan y cunden más cuando se usan a favor del sentido que toman las aguas; por la otra, dejarse flotar es dejarse llevar.

Ambos casos vuelven a ser diversos, aunque en otro aspecto son complementarios. El camino terrestre siempre conduce a encrucijadas en las cuales el viajero puede tomar partido por cualquiera de las alternativas. Por el contrario, quien se desplaza corriente abajo del río deja atrás desembocaduras incapaz de considerar nada al respecto, imposibilitado para que los juicios y deseos que se pueda formar cuenten. El caminante es soberano y su decisión es activa, el navegante vive pasivamente en la constricción de sus capacidades. Quien recorre la metáfora del camino puede ir y volver, arrepentirse e incluso corregir sus malos pasos, equivocarse y acertar o incluso probar suerte sin miedo a cometer errores insalvables. Quien boga en la metáfora del río sabe que es inútil gastarse en esfuerzos contra la corriente y que la ruta ya está trazada de antemano, incluso si él ignora adónde le conduce —a pesar de que Jorge Manrique ya nos lo explicó en toda su crudeza—. Si la vida como camino nos incita a pensar en un trayecto decidido, ese trayecto puede estar efectivamente determinado o recorrerse al albur del capricho o el azar, pero al menos existe la posibilidad de decidir un destino; por el contrario, el río va a parar necesariamente en "la mar, que es el morir". El primer caso hace que nos preguntemos acerca del cumplimiento de nuestro proyecto si acaso nos lo llegásemos a formular. Lejos de este voluntarismo, la versión fluvial nos convierte en cínicos conscientes del futuro que a todos acecha, un destino que desnuda de sentido a los acontecimientos vitales para convertirlos en meras anécdotas. En resumen, el camino nos habla de actividad y el río del mero aunque trascendental paso del tiempo al que no se puede burlar. Uno y otro tropo inciden en aspectos distintos de la vida del hombre, aunque compartan el concepto de desplazamiento. En uno predomina el ethos, el carácter, mientras con el otro se daría cuenta del daimon, la dimensión divina, lo inescrutable e inmanejable. Si existe una confluencia entre lo denotado en ambas imágenes, ésa está representada y ensamblada en la fórmula narrativa de la tragedia.

No nos resulta difícil admitir a la renuncia como uno de los constituyentes de la madurez, lo cual merece una explicación. A cada instante volvemos la mirada y nos percatamos de las encrucijadas o desembocaduras dejadas a nuestra espalda, todo aquello que acaba por componer la biografía. Si la memoria se comporta con poca amabilidad recordando los proyectos pretéritos y nunca cumplidos, siempre nos ejercitaremos en la afanosa elaboración de un sentido a nuestras experiencias incluidas naturalmente las menos gratas, tales como las ilusiones abandonadas, las pérdidas sentimentales y materiales o las habitualmente traumáticas crisis emocionales. Esta insistencia en las experiencias de carácter más amargo es arbitraria sólo en apariencia; un hombre que cumpliese todos sus deseos no tendría conflictos que transformar en un discurso coherente e interpretable, vale decir explicable. Lo que nos impone el deber de articular un discurso es el conflicto, el choque de nuestros deseos con los acontecimientos efectivos —y aquí se usa acontecimientos en forma amplia, para denotar tanto a los de origen externo como a los privados y de orden psíquico—.

Lo distintivo de la renuncia en su sentido biográfico es que se trata del cese de un deseo, de un proyecto, de una expectativa que contribuyó a ordenar nuestra actividad y que pierde su poder generador una vez pasado un momento determinado reconocido como punto de no retorno. En otros términos ahora más familiares, el inabordable fluir del tiempo desnuda el trayecto proyectado hasta dejarlo en la más pura virtualidad. Cuando nos damos cuenta de ello y lo llegamos a asimilar, admitimos la renuncia. Hay varias posibilidades para dar este paso: como ya queda sugerido, acaso por la continua limitación del tiempo restante, que acaba por revelarse insuficiente; acaso a consecuencia de actos que estrechan nuestras posteriores capacidades o nos han llevado a un curso de los acontecimientos en principio no deseado; acaso por una evaluación rebajada o más certera de las propias fuerzas. En cualquier caso, siempre nos muestra la naturaleza dual peculiar a la tragedia. Se quiere decir que intervienen, de una parte, nuestra eterna ignorancia de los resultados distantes de nuestras acciones y, de la otra, que se verifica en el cotejo de la experiencia respecto a las expectativas previas. Lo cual sirve tanto como señalar el irremediable conflicto entre el proyecto y su evaluación, la previsión y la revisión, el futuro y el pasado.

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