miércoles, 8 de febrero de 2006

Libertinaje de expresión

En el fondo los pacatos tienen toda la razón: la libertad de expresión debe ser ejercida con responsabilidad y con moralidad. Sólo veo el inconveniente de la perfecta futilidad de la sentencia, puesto que todos reconoceremos que cualquier libertad siempre debe ser ejercida con responsabilidad y con moralidad. Debido a la insustancialidad de los artículos de los bienpensantes, echamos de menos la respuesta a las preguntas ¿a qué llamamos responsabilidad? ¿Qué criterios morales usaremos? ¿Encontraremos respuestas válidas para todos? Lo particular de la libertad de expresión es suspender cualquier gesto de poder legal en contra de determinadas expresiones, por mucho que ese gesto esté justificado por unos principios (considerados siempre discutibles por un elemental liberalismo) que hayan sido, por ejemplo, ridiculizados. Si las caricaturas nos han parecido inoportunas, o insultantes, o una simple cafrada, tenemos la libertad de decirlo así, pero suponer que debe haber un límite para la sátira es como suponer que la libertad de expresión es un principio en estado de naturaleza que nos cayó de un árbol y que debemos dominar y reducir, colectivamente, a una escala manejable.

Lo que yo discuto es ese propuesto dominio colectivo sobre la regulación de tal derecho.
Desde un punto de vista individual —porque, insisto, la expresión, si bien se produce en un entorno social y tiene unas consecuencias sociales, es un acto individual—, los demás tienen perfecto derecho a equivocarse, a ser inmorales o groseros, y yo a decirles que se equivocan, a proferir mi condena moral, discutir su gusto y su sentido de la oportunidad. Y nada más.

Conviene hacer dos distinciones. En general, y limitándonos a un plano político, asumimos que la amplitud de posibilidades que nos ofrecen todos nuestros derechos y libertades nos hace parejamente responsables de nuestros actos, de igual modo que afirmar la libertad de movimientos no suponga el derecho a la intromisión en los espacios privados ajenos, o que el libre mercado no llegue a la posibilidad de adquirir por Internet una bomba nuclear, o que la libertad de acción no justifique el asesinato cometido haciendo uso de ella. El límite tolerable en el ejercicio de los derechos individuales queda (o debería quedar) instituido por las leyes penales, que son (o deberían ser) las únicas que se redactan para que disuadir a los ciudadanos que quieran ejecutar determinadas acciones consideradas no admisibles, puesto que pondrían en riesgo los fundamentos acordados de la sociedad misma.

Los límites tolerables de la libertad de expresión llegan hasta el respeto a las personas y no a sus opiniones, ideologías o creencias. Es fácil suponer por qué: la vida humana es el valor supremo en nuestro orden social, y sabemos que históricamente esta consideración es excepcional: cuando la vida humana ha sido considerada prescindible se ha debido a que se han antepuesto consideraciones ideológicas. El cambio de valores provoca un acuerdo (en el mismo sentido en que hablan de acuerdo o contrato Hobbes o Rousseau) según el cual los principios se afirman discutibles; la democracia bien entendida admite y promociona espacios para la discusión y en ella se sigue la costumbre de delegar la representación para la toma de decisiones. La elevación de la consideración debida a la vida humana supone, correlativamente, una devaluación de los principios que seguimos los hombres. Es la única manera de salvaguardar aquélla. La noción de que «todas las opiniones son respetables» es absurda. Si lo fueran, no cabría la existencia de un sistema democrático tal como lo entendemos o proyectamos. Sí son respetables, en cambio, las personas. Ésta es la primera distinción: entre el ciudadano y sus valores personales. Ésta distinción no es reconocida por los que afirman tranquilamente que faltar a un dogma religioso es atentar contra el respeto a las personas que lo admiten como eje de sus valores. Es una gran equivocación. Si elevamos hasta tal punto la consideración otorgada a las opiniones, ideologías o creencias, desbaratamos la posibilidad del debate y sólo nos encontraremos en el conflicto, peyorativamente entendido; eliminamos la capacidad del hombre de evolucionar y cambiar de aspectos o de puntos de vista personales, porque si los valores constituyen al hombre, ¿no provocará un cambio de aquéllos una modificación consiguiente en éste último?


[¡Parad! ¡Se nos han acabado las vírgenes!]
En efecto, los derechos deben ser ejercidos con responsabilidad, pero para ello deben poder ser ejercidos. Es un pilar de la humanidad tal como la entendemos construirse una concepción del mundo; no lo es elaborar una concepción del mundo determinada. Para la ordenación de la vida en sociedad, tener en cuenta la idea particular acerca de cómo son las cosas es algo completamente excusable. Se debe distinguir, y esta es la segunda distinción, entre la existencia del derecho, que debe ser lo más absoluta posible, y el uso que se hace de tal derecho, limitado por el propio individuo y opinable; ambos términos van completamente unidos en la práctica, pero para un análisis aceptable de la responsabilidad esta separación es fundamental.

Si admitimos el pluralismo, si sabemos que todas las ideas, creencias y valores deben ser discutibles, comprendemos que no puede haber un principio superior al de la libertad de expresión.

(La triple hipóstasis de los bienpensantes) Las iniciativas de reconsiderar los límites propuestos para la libertad de expresión suponen tres hipóstasis: una, la de confundir a la persona con sus valores; otra, la de sobreentender que la crítica o la burla a una creencia suponen una crítica o una burla a una colectividad; otra más, el suponer que las leyes deben entrar en el terreno que debería ser regulado estrictamente por la buena crianza o por el sentido de la oportunidad.

(Llamar a las cosas por su nombre) Como de costumbre [véase el post del 7 de enero], las razones de quienes quieren matizar los derechos son, o al menos parecen, espurias. Por ejemplo, el miedo a las consecuencias últimas de las protestas en los países islámicos; por ejemplo, la simpatía o el acuerdo en general con los valores del supuesto ofendido. La creencia, en fin, de que los derechos están muy bien cuando sirven a mis intereses y opiniones, o cuando perjudican a mis adversarios. Si se trata de temor o de imparcialidad, ¿por qué lo llamamos moral?

(Ejercicio de historia virtual, sobre la proporcionalidad) Si las protestas se hubieran limitado a una prolongada serie de manifestaciones ante las embajadas danesas, ante la redacción del Jyllands-Posten, a la publicación de caricaturas de contraataque en las que se retratase a Jesucristo como un plutócrata explotador y belicoso, o a los daneses como mentecatos consumidores de galletas, el periódico probablemente habría aclarado mediante comunicado público que su intención no era la de ofender los sentimientos de los musulmanes y pediría disculpas si ése había sido el resultado. Se habría activado el debate en Europa: ¿hay razones para la protesta de los ofendidos? ¿Se deben admitir presiones para limitar la libertad de expresión? Se habría concluido de manera tácita que la libertad de expresión es un bien muy preciado, y el periódico habría sido caracterizado durante unos años como tendencioso. Y nada más.

En otras palabras: si insulto a otro individuo, y más sin mediar motivo alguno, mi conducta es francamente reprobable; si el insultado me responde con una cuchillada en el vientre, considerar que "me lo tengo bien merecido", o que "bien podría haber sabido que podía acabar con un cuchillo en la barriga" sonarán como discursos poco pertinentes. Es prioritario suponer que el cuchillero es un individuo peligroso y al que hay que denunciar; no existe una carga de razón suficiente para justificar semejante agresión. Supongo obvio que esta sencilla parábola sólo se refiere a la proporcionalidad de las reacciones, y no a la libertad de expresión. Y la presento aquí porque se está cometiendo el vicio de medir el alcance del insulto por la brutalidad de las acciones de protesta; hermosa lógica que evoca en mí la misma aprensión que me ataca al oír esa antigua locución popular: "¡Algo habrá hecho!".

(Para mis Memorias de un niño de izquierdas) Qué desasosiego siento cuando oigo defender la libertad de expresión con más energía en la COPE que en la SER.

(Un texto para reflexionar, o argumentum ad hominem)
«Si el pluralismo es un punto de vista válido, y si es posible el respeto entre los sistemas de valores que no son necesariamente hostiles entre sí, entonces lo que se sigue es tolerancia y resultados liberales, lo que no ocurre con el monismo (sólo un conjunto de valores es verdadero, todos los demás son falsos) o con el relativismo (mis valores son míos, los tuyos son tuyos, y si chocamos, mal que peor, ninguno podrá decir que tiene razón)»
Isaiah Berlin, Mi trayectoria intelectual

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