viernes, 21 de abril de 2006

El blablablá vasco

Al fin he visto La pelota vasca, el tan polémico documental de Julio Medem. ¿Tendrán razón quienes han rechazado su participación en el mismo? ¿Será de verdad un artificio nacionalista?
Lo más evidente es que a Medem le ha guiado la buena voluntad. Ha querido dar voz a todas las partes encontradas en ese complejo bicho al que se suele llamar problema vasco. Y ese es su primer, y no pequeño, defecto. Buscar una pluralidad de opiniones le ha llevado a convertir la película en una sucesión de numerosísimos bustos parlantes, cuyos discursos se agrupan temáticamente: ahora hablamos de los presos; ahora montamos en paralelo el testimonio de una víctima de ETA con el de una simpatizante abertzale que afirma —y no denuncia— haber recibido torturas de la Guardia Civil; ahora todos hablan mal del PP, etcétera. Estos segmentos se aíslan entre sí mediante la inclusión de imágenes históricas y de archivo montadas con intención retórica no demasiado clara (salvo en la competición de sogatira), en la que mozotes practican los deportes típicamente vascos. Lo malo es que la voluntad de abarcarlo todo y comprimirlo en un par de horas significa que el espectador tenga que conformarse con extractos homeopáticos de las intervenciones reales de los entrevistados. ¿Con qué criterio se han seleccionado esos cortes? Quién sabe. Yo estoy habituado a pensar que la exposición de una idea interesante no se ajusta fácilmente a un tiempo tasado demasiado breve: puede ser cosa de treinta segundos, de dos minutos o de un cuarto de hora; por eso me resultan tan chirriantes planteamientos como los de 59 segundos, según los cuales la exhibición de una limitación temporal supone un trato más justo a los opinadores. Pues en este caso, ni cincuenta y nueve, ni treinta: se proponen cortes de unos quince—los más excepcionalmente largos—, diez, cinco, e incluso dos segundos. Lo que se dice un montaje ágil, vaya. Así no hay quien pesque un discurso coherente, y el espectador —yo al menos— acaba por aburrirse como una ostra en ese carrusel de caras y en ese coro cacofónico.
Otra de mis manías predilectas es la de aborrecer esos artículos y crónicas, tan abundantes en la prensa anglosajona, en los que el prurito de mostrarse imparciales obliga a sus autores a referir las posturas enfrentadas acerca de cualquier conflicto, dando a todas ellas una misma consideración. Como buen hijo del escepticismo que soy, no ignoro lo imposible que es alcanzar la imparcialidad, y juzgo más honrado a quien parte de prejuicios ideológicos claros y accesibles al espectador o lector, que a quien intenta hacer pasar por iguales carne, pescado y verdura. Medem peca intensamente a este respecto. Los montajes en paralelo, la ausencia de preguntas que son fundamentales para entender a ciertos personajes (eché de menos que algún abertzale respondiese a algo tan sencillo como ¿se justifica la lucha armada en las condiciones actuales del País Vasco?), algunos artificios retóricos vienen a indicar la supuesta postura de los autores del documental: los pobres vascos andamos como andamos porque nos pasamos la vida entre los unos y los otros, y no nos dejan vivir en paz. Y, no está de más recordarlo, el comportamiento opresor de los unos no es equiparable al padecimiento de los otros.
En suma, más tazas del mismo caldo. Y una intervención para la historia: Otegi afirmando que nos enfrentamos a un predominio absoluto de lo yanqui, con un solo idioma —el inglés— y un solo régimen alimenticio —el del McDonalds—; ese mundo sería muy «aburrido». Para entretenernos se vienen bastando, pero que muy bien, él y sus morroskos desde hace cuarenta años.

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