Me he preguntado a menudo por qué los relatos de decadencia nos resultan tan interesantes. Y he llegado a una conclusión tan débil que sólo sirve como razón fragmentaria y parcial, y por si fuera poco transitoria; no creo que pueda aplicarse a épocas distintas a la actual. Y es que opino que la imagen que ahora nos ofrece la decadencia está muy mediada por la imperante estética posmodernista, y, como todo el mundo debería saber, el posmodernismo se basa en la ironía. Comprobar cómo los grandes valores, costumbres y fortunas sostenidos durante generaciones pueden venirse abajo, viene a confirmar nuestra sospecha absoluta —y rabiosamente actual— de la imposibilidad de la perduración. [Notad que digo «imposibilidad de la perduración» y no «fugacidad de todas las cosas». Todo hincapié en el ingrediente corrosivo de estos tiempos se queda corto]
Claro, me refiero a las decadencias más elegantes, cosmopolitas y lúcidas, no a las lentas consunciones galdosianas con personajes memos de mesa camilla, sustancia en el cocido y misa de ocho. Galdós sabía, y asumía la labor en toda su dificultad, que el lector podría simpatizar con protagonistas con quienes no tomaríamos ni una caña en virtud de su humanidad misma y no de la equivocada y elevada idea que de ella tenemos. Don Fabrizio de Salina, sin embargo, no necesitaba apelar a la empatía ni a la piedad de sus lectores (ni mucho menos de los espectadores cuando lo encarnó para el cine nada menos que el gallardo Burt Lancaster): culto, lúcido y todavía riquísimo, su melancolía era de un género distinto a la del iluso y pobretón cesante Ramón Villaamil.
Un documental venía representando a mi parecer el primer tipo de decadentismo. Se trata de «El Desencanto», que se refocila en las patológicas relaciones familiares entre los deudos del poeta Leopoldo Panero. A cada ocasión en que lo he visto —han sido muchísimas— ha vuelto a despertarse en mí un mórbido gusto por los intentos de cada uno de los miembros de la familia de comprender sus hechos y circunstancias en un discurso razonable. Unos lo intentan con más denuedo o desesperación que los otros, y seguramente todos acaban siendo conscientes de sus respectivos fracasos. Felicidad Blanc, esposa del difunto, que al principio hace un relato muy en el tono de quien despliega su álbum de fotos de familia, acaba perdiendo los nervios cuando irrumpe el vástago Leopoldo María. Éste, aún no totalmente devorado por su egotismo psiquiátrico, asume convincentemente el papel de hijo incomprendido y genial. Juan Luis, el más despistado de todos, procura crear un personaje de poeta sarcástico aficionado al mot juste, pero desaparece cuando la película toma forma siguiendo un camino inesperado. Por último, Michi, el más consciente de lo que se cocía detrás de las cámaras, aporta el discurso del desapego y la melancolía; en sus palabras, el de los Panero es «un fin de raza astorgano, nada wagneriano», frase suculenta si antes la despojamos de su evidente sobrecarga de self-consciousness. En fin, una película interesantísima y apenas estropeada —sin duda gracias a su carácter de hallazgo casual— por una ineptitud, la del director Jaime Chavarri, que llega incluso al incomprensible título.
Pues hoy mismo he vuelto a ver otro curioso documental que ya hace unos meses me había llamado mucho la atención: «El encargo del cazador», emitido en televisión en recuerdo a su director, Joaquim Jordá, fallecido la semana pasada. Narra, usando testimonios de allegados y en menor medida documentos del momento, la vida de un curioso personaje de quien apenas sabía nada antes, Jacinto Esteva. Típico retoño de la alta burguesía tardofranquista catalana, abandonó sus estudios de arquitectura para dedicarse al cine experimental y a disfrutar de la vida con amiguetes igual de burgueses que él en esa mezcla de diversión y rebeldía con sordina que debió de ser la gauche divine. Con Ricardo Bofill, Pere Portabella o el propio Jordá se inventó eso de la Escuela de Barcelona, ahora analizable en términos sociológicos antes que cinematográficos. Sin embargo, entre las cualidades de su favorecida naturaleza no figuraba la constancia; abandonó el cine y afrontó la vida como todo un diletante: pintaba, fotografiaba, escribía, cazaba elefantes —¡noventa y dos!— en África, traficaba con marfil y, casi, con diamantes, se emparejaba con distintas compañeras —a todas ellas se les puede columbrar un curioso parecido físico entre sí—, todo ello sin poco ni mucho orden o concierto. Porque, según parece, lo único que hizo con un rigor digno de mejor causa fue acumular vicios como las timbas, el alcohol y probablemente «otras cosas». La minuciosa descripción que se hace de sus últimos tiempos es agobiante: aplastado por el suicidio de su jovencísimo hijo; en brazos de sus diversas adicciones; incapaz de acabar nada; entregado con una conciencia cada vez más clara a su propio desmoronamiento. Murió como era de esperar, demasiado pronto y dejando a todos con la amargura de saber que alguien tan generosamente dotado estaba destinado a más altos fines.
La verdadera herencia de Jacinto Esteva es, pues, la película realizada por uno de sus amigos de juventud. Aunque su tono y su tema las emparenten, «El encargo…» no es «El desencanto» ni, afortunadamente, Joaquim Jordá es Jaime Chávarri. Para empezar, el director catalán es del todo consciente de sus propias intenciones y del material que maneja. Su aproximación a la gauche divine es de lo más honrada: lejos de imponer su propia descripción, reúne a los viejos camaradas del Bocaccio para ponerlos a hablar en corrillos de los que nos llegan voces inconexas. Aunque el ojo distingue a Terenci Moix, Román Gubern o Rosa Regàs, las identidades quedan eficazmente amalgamadas en la penumbra de un pub. Unos hablan de aquella época con dulce nostalgia, otros acusan su ingenuidad de entonces, otros (acreedores a mi compasión) afirman audaces que de jóvenes hacían más de todo: beber, revolucionar, follar y tal.
Por lo demás, pocas cosas se han reservado de la vida pública, privada o íntima de Esteva. Ni su agresividad cuando se emborrachaba, ni su desmedida y ruinosa afición al póquer, ni su inmadurez, de la que daba muestra cada vez que podía; acabamos convencidos de que el protagonista poseía todos los rasgos constitutivos de un perfecto adolescente inaguantable. Todos los testimonios son reveladores. Los compañeros de juventud (Bofill, Portabella y compañía) lo tratan con una distancia incómoda y descortés. Sus sucesivas compañeras hablan de él como alguien que las hizo felices, pero a quien había que abandonar a toda costa; está claro que en la paradójica economía de la psique humana el diletantismo es perfectamente conciliable con el carácter excesivo y tempestuoso. Y, tal vez sin que resulte sorprendente, las aportaciones más ineptas vienen de los psiquiatras que en uno u otro momento le trataron. Nos hacemos así con todos los elementos para fabricarnos otra atractiva y ejemplar historia de decadencia y ruina humanas, uno de esos entrometidos apólogos que las porteras de los artículos costumbristas empiezan a contar diciendo «mira tú lo mal que acabó, con lo listo que era». Y nosotros escuchamos embargados por una fascinación atávica. ¿Para aprender a evitar la senda emprendida por Jacinto Esteva? ¿Para sentir lástima? Qué va: para asimilar la lección de la que hablaba más arriba: sic transit gloria mundi.
La colaboración más importante, la más amplia, la que constituye la espina dorsal de toda la película, es la de la hija del protagonista, Daria Esteva. Sus palabras, con seguridad las más maduradas de todas las que escuchamos a lo largo del metraje, revelan al personaje sin hacer burdas reservas ni subrayados patéticos. No cae en el temible, repetidísimo vicio de ofrecer una perspectiva sentimental de la catástrofe. No pretende conquistar al público invocando lo difícil de ser hija de semejante padre. Sus musas son la inteligencia, la lucidez y la reserva de toda tentación interpretativa. El filme, según ella nos explica al final, es su intento de cumplir con el encargo simbólico que el difunto Jacinto (ella siempre se refiere a él por su nombre de pila) le hizo.
Sí, sutil Daria, has cumplido con Jacinto. Por fin podemos conocerlo e imaginar un sentido a su vida. Otra vez podremos entonar la vieja cantinela: «mira tú…».
Claro, me refiero a las decadencias más elegantes, cosmopolitas y lúcidas, no a las lentas consunciones galdosianas con personajes memos de mesa camilla, sustancia en el cocido y misa de ocho. Galdós sabía, y asumía la labor en toda su dificultad, que el lector podría simpatizar con protagonistas con quienes no tomaríamos ni una caña en virtud de su humanidad misma y no de la equivocada y elevada idea que de ella tenemos. Don Fabrizio de Salina, sin embargo, no necesitaba apelar a la empatía ni a la piedad de sus lectores (ni mucho menos de los espectadores cuando lo encarnó para el cine nada menos que el gallardo Burt Lancaster): culto, lúcido y todavía riquísimo, su melancolía era de un género distinto a la del iluso y pobretón cesante Ramón Villaamil.
Un documental venía representando a mi parecer el primer tipo de decadentismo. Se trata de «El Desencanto», que se refocila en las patológicas relaciones familiares entre los deudos del poeta Leopoldo Panero. A cada ocasión en que lo he visto —han sido muchísimas— ha vuelto a despertarse en mí un mórbido gusto por los intentos de cada uno de los miembros de la familia de comprender sus hechos y circunstancias en un discurso razonable. Unos lo intentan con más denuedo o desesperación que los otros, y seguramente todos acaban siendo conscientes de sus respectivos fracasos. Felicidad Blanc, esposa del difunto, que al principio hace un relato muy en el tono de quien despliega su álbum de fotos de familia, acaba perdiendo los nervios cuando irrumpe el vástago Leopoldo María. Éste, aún no totalmente devorado por su egotismo psiquiátrico, asume convincentemente el papel de hijo incomprendido y genial. Juan Luis, el más despistado de todos, procura crear un personaje de poeta sarcástico aficionado al mot juste, pero desaparece cuando la película toma forma siguiendo un camino inesperado. Por último, Michi, el más consciente de lo que se cocía detrás de las cámaras, aporta el discurso del desapego y la melancolía; en sus palabras, el de los Panero es «un fin de raza astorgano, nada wagneriano», frase suculenta si antes la despojamos de su evidente sobrecarga de self-consciousness. En fin, una película interesantísima y apenas estropeada —sin duda gracias a su carácter de hallazgo casual— por una ineptitud, la del director Jaime Chavarri, que llega incluso al incomprensible título.
Pues hoy mismo he vuelto a ver otro curioso documental que ya hace unos meses me había llamado mucho la atención: «El encargo del cazador», emitido en televisión en recuerdo a su director, Joaquim Jordá, fallecido la semana pasada. Narra, usando testimonios de allegados y en menor medida documentos del momento, la vida de un curioso personaje de quien apenas sabía nada antes, Jacinto Esteva. Típico retoño de la alta burguesía tardofranquista catalana, abandonó sus estudios de arquitectura para dedicarse al cine experimental y a disfrutar de la vida con amiguetes igual de burgueses que él en esa mezcla de diversión y rebeldía con sordina que debió de ser la gauche divine. Con Ricardo Bofill, Pere Portabella o el propio Jordá se inventó eso de la Escuela de Barcelona, ahora analizable en términos sociológicos antes que cinematográficos. Sin embargo, entre las cualidades de su favorecida naturaleza no figuraba la constancia; abandonó el cine y afrontó la vida como todo un diletante: pintaba, fotografiaba, escribía, cazaba elefantes —¡noventa y dos!— en África, traficaba con marfil y, casi, con diamantes, se emparejaba con distintas compañeras —a todas ellas se les puede columbrar un curioso parecido físico entre sí—, todo ello sin poco ni mucho orden o concierto. Porque, según parece, lo único que hizo con un rigor digno de mejor causa fue acumular vicios como las timbas, el alcohol y probablemente «otras cosas». La minuciosa descripción que se hace de sus últimos tiempos es agobiante: aplastado por el suicidio de su jovencísimo hijo; en brazos de sus diversas adicciones; incapaz de acabar nada; entregado con una conciencia cada vez más clara a su propio desmoronamiento. Murió como era de esperar, demasiado pronto y dejando a todos con la amargura de saber que alguien tan generosamente dotado estaba destinado a más altos fines.
La verdadera herencia de Jacinto Esteva es, pues, la película realizada por uno de sus amigos de juventud. Aunque su tono y su tema las emparenten, «El encargo…» no es «El desencanto» ni, afortunadamente, Joaquim Jordá es Jaime Chávarri. Para empezar, el director catalán es del todo consciente de sus propias intenciones y del material que maneja. Su aproximación a la gauche divine es de lo más honrada: lejos de imponer su propia descripción, reúne a los viejos camaradas del Bocaccio para ponerlos a hablar en corrillos de los que nos llegan voces inconexas. Aunque el ojo distingue a Terenci Moix, Román Gubern o Rosa Regàs, las identidades quedan eficazmente amalgamadas en la penumbra de un pub. Unos hablan de aquella época con dulce nostalgia, otros acusan su ingenuidad de entonces, otros (acreedores a mi compasión) afirman audaces que de jóvenes hacían más de todo: beber, revolucionar, follar y tal.
Por lo demás, pocas cosas se han reservado de la vida pública, privada o íntima de Esteva. Ni su agresividad cuando se emborrachaba, ni su desmedida y ruinosa afición al póquer, ni su inmadurez, de la que daba muestra cada vez que podía; acabamos convencidos de que el protagonista poseía todos los rasgos constitutivos de un perfecto adolescente inaguantable. Todos los testimonios son reveladores. Los compañeros de juventud (Bofill, Portabella y compañía) lo tratan con una distancia incómoda y descortés. Sus sucesivas compañeras hablan de él como alguien que las hizo felices, pero a quien había que abandonar a toda costa; está claro que en la paradójica economía de la psique humana el diletantismo es perfectamente conciliable con el carácter excesivo y tempestuoso. Y, tal vez sin que resulte sorprendente, las aportaciones más ineptas vienen de los psiquiatras que en uno u otro momento le trataron. Nos hacemos así con todos los elementos para fabricarnos otra atractiva y ejemplar historia de decadencia y ruina humanas, uno de esos entrometidos apólogos que las porteras de los artículos costumbristas empiezan a contar diciendo «mira tú lo mal que acabó, con lo listo que era». Y nosotros escuchamos embargados por una fascinación atávica. ¿Para aprender a evitar la senda emprendida por Jacinto Esteva? ¿Para sentir lástima? Qué va: para asimilar la lección de la que hablaba más arriba: sic transit gloria mundi.
La colaboración más importante, la más amplia, la que constituye la espina dorsal de toda la película, es la de la hija del protagonista, Daria Esteva. Sus palabras, con seguridad las más maduradas de todas las que escuchamos a lo largo del metraje, revelan al personaje sin hacer burdas reservas ni subrayados patéticos. No cae en el temible, repetidísimo vicio de ofrecer una perspectiva sentimental de la catástrofe. No pretende conquistar al público invocando lo difícil de ser hija de semejante padre. Sus musas son la inteligencia, la lucidez y la reserva de toda tentación interpretativa. El filme, según ella nos explica al final, es su intento de cumplir con el encargo simbólico que el difunto Jacinto (ella siempre se refiere a él por su nombre de pila) le hizo.
Sí, sutil Daria, has cumplido con Jacinto. Por fin podemos conocerlo e imaginar un sentido a su vida. Otra vez podremos entonar la vieja cantinela: «mira tú…».
3 comentarios:
Savater dice de estos "malditos" que dejan un bonito cadáver que sus biografías son muy entretenidas; pero que tratarlos en vida resulta insufrible. Por si interesa, ha salido hace unos meses la biografía del excesivo Eduardo Haro Ibars... Otro de los del "mira tú..."
Puedo preguntar de donde has sacado la información sobre Jacinto Esteva? Estoy buscando en la web y no encuentro nada y me interesa mucho su biografia...
¿O todo es solo del documental?
Pues no, no sé nada sobre Esteva que no saliera en el documental. En su momento me quise documentar un poco indagando por internet, pero nada.
Acabo de hacer otra mínima búsqueda (que supongo que ya habrás cumplido tú mejor que yo) y en google cero pelotero. El buscador histórico de El País se hace un lío con el nombre, pero creo que afinando un poco y con un poco de paciencia se puede sacar algo.
Saludos y ánimo.
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