Agradeceremos
al Comité del Nobel que nos haya presentado a Svetlana Alexievich.
En esta conferencia repasa su trabajo recogiendo los testimonios de
supervivientes de atrocidades muy próximas y muy propensas a ser
olvidadas. Uno ha leído a Primo Levi, a Solzhenitsin, ha estudiado
con atención el monólogo del rey Macbeth ante la muerte de su
esposa («all our yesterdays
have lighted fools / The way to dusty death»);
aun así, resulta difícil encontrar un término de comparación, una
negrura existencial como la de este ruego: «mamá,
por favor, no me ahogues. No volveré a pedirte comida». Las circunstancias de la escena están explicadas en la conferencia. Alexievich conoció a esa madre, estigmatizada durante décadas en su
pueblo, y le dio un abrazo. ¿Qué iba a hacer si no?
Pero
lo que convierte a esta cronista en alguien extraordinario es
su manera de remontarse desde los hechos y sacar conclusiones como
ésta:
«Cuando
hablo con los jóvenes, les digo que toda nuestra esperanza está
depositada en ellos, en las nuevas generaciones que están por venir.
Y les pido que no se conviertan en revolucionarios profesionales, que
estudien lenguas, que viajen, que reflexionen, que aprendan un oficio
o adquieran una profesión. Porque llegarán nuevos tiempos y otra
vez nos faltarán profesionales. (...) [En Bielorrusia] no se luchó
para recuperar la libertad y, como resultado del desmoronamiento del
imperio, se la encontraron como si se tratara de un regalo. ¿Y qué
hicimos con la libertad? No supimos manejarla. No teníamos políticos
ni economistas profesionales»
Al
llegar a estas líneas me resultó inevitable recordar la conclusión
de Cándido cuando, después de que él y sus amigos hubieran sido
atropellados por guerras, esclavitudes, maremotos, enfermedades,
ejecuciones, et
cætera,
recalan en su alquería y le dice a Pangloss: vuestra filosofía está
muy bien, pero hay que cultivar el jardín.
Y
no hay más que añadir. ≈
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