No creo que Elvira Lindo acierte cuando afirma que la efervescencia de procesiones de Semana Santa en todos los rincones de España desmiente el supuesto acoso del que tantos católicos se resienten. Según lo que uno observa, hasta en los pueblos más remotos parecen creerse que, más que expresiones de una fe religiosa, sus procesiones son bienes de peculiarísimo interés cultural y turístico; no es fácil distinguir el idiosincrático atractivo de un desfile de cofrades de Medina de Rioseco, pero así nos lo han prometido en un buen número de anuncios, como si no hubiera una infinidad de localidades a unos pocos kilómetros con una programación similar.
Sean un instrumento para dejarse ver y adquirir una cierta reputación social (como ocurre en buena medida en mi ciudad), sean vehículos de la superstición más majadera (como sospecho de la semana santa sevillana), las procesiones no parecen en ningún caso un despliegue de fuerza de la jerarquía católica, sino ocasiones que los anticlericales aprovechan para ganarse unos cuantos galones combatiendo un enemigo más bien pasivo.
El problema es muy distinto. Los errores de la iglesia católica vienen siendo numerosos, y creo que la agonía lenta a la que le somete la falta de vocaciones, de simpatías y de recursos es una consecuencia de esas debilidades. Pero los acosados son los católicos de a pie, quienes tienen que poner en juego sus convicciones en una sociedad secularizada y con escasa tolerancia hacia las expresiones, aun las más modestas, de una fe que para muchos, en su sectarismo esquemático, está connotada de inquisición, cruzadas, antisemitismo, discriminación de la mujer y abusos sexuales a menores. Sugiero a los curiosos la siguiente experiencia: que a la hora de debatir un asunto corriente como el aborto, la corrupción o la integración de los musulmanes, den a entender que el núcleo de sus creencias es cristiano. En el mejor de los casos los gestos serán de condescendencia; en el peor, muchos no podrán creer simplemente que una persona religiosa pueda opinar con libertad y de buena fe sobre esos temas. Y esto por no hablar de los paternalistas del estilo de Monedero, que usan a los creyentes despistados como mascotas o como coartada para demostrar al mundo lo tolerantes que son, siempre y cuando estén callados y se atengan a su papel como parte del atrezzo.
Y si no quieren probar esa experiencia, comprueben cómo el mundo del arte está plagado de profesionales del escándalo que, en la esperanza de provocar rechazos que les permitan caracterizarse como víctimas de la censura (y nunca, por cierto, de atentados contra su integridad física), se sirven como recurso preferente del uso ofensivo de la iconografía cristiana. ≈
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