«Es infinitamente conmovedora la actitud de un hombre maduro, que siente realmente y con toda su alma esta responsabilidad por las consecuencias y actúa conforme a una ética de la responsabilidad, y que al llegar a un cierto momento dice: "no puedo hacer otra cosa, aquí me detengo". Esto sí es algo auténticamente humano y esto sí cala hondo»
Son palabras de Max Weber en El político como vocación, y en ellas se refiere a la escurridiza moralidad de la labor política. Yo voy más allá y creo que son perfectamente válidas no para el hombre político, sino para cualquiera que piense y actúe, es decir, para todo hombre y para toda acción.
Sería todo demasiado hermoso si la valoración ética que merecen nuestros actos dependiera solamente de un juicio de intenciones. Lo cierto es que hacemos y después comprobamos que el alcance de lo realizado llega mucho más allá de lo que nos proponíamos. A menudo, las consecuencias son penosas o difíciles de afrontar, contrarias a nuestros deseos o desproporcionadas respecto a nuestro propósito; no nos consuela decirnos: "si lo hubiera sabido…". Si nos defendemos de ellas apelando a que nos hemos conducido basándonos en nuestros principios, caeremos en la justificación del fanático, para quien sus creencias pasan por encima de todo lo demás. Una solución prestigiosa a este problema es la de plantear nuestras dudas no acerca de nuestros actos, sino acerca de los valores que, aun sin quererlo, hemos transgredido. ¿Qué son al fin y al cabo esos valores? Enseñanzas de comadres, creencias absurdas, esquemas que perpetúan el dominio sobre el ser humano…
Tengo dos razones para no caer en este nihilismo. La primera es intuitiva: me resulta antipático. Nietzsche me recuerda al abuelete cuyos escarnios acatamos pero en el fondo no nos creemos; Cioran sigue en sus libros los melancólicos principios de la obstinación y la intemperancia. Y poco más.
La segunda razón es racional: no me lo creo. Un nihilismo extremo (que rara vez encontramos) propone la maldad o el absurdo de toda actividad, ignorando así que la negación es en sí una acción —lo que nos conduce a la trivialidad del planteamiento— y que el ser no puede no actuar, porque en su naturaleza, aun con su sola presencia, como una cualidad inmanente, está el intervenir en el mundo. Demasiado tranquilizador sería poder sentirnos, por una vez, inocentes…
Me resultan más honradas posturas distintas y que están, en su método, cercanas a este nihilismo. Sánchez Ferlosio, por ejemplo, es un pesimista radical que pone en entredicho los valores dominantes para preservar los que más le importan; en el fondo, cree en una dignidad del ser humano que merecería otra cosa de nosotros. No me resisto a copiar aquí uno de sus pecios, el titulado Siglo XXI:
«He aquí que finalmente nos hallamos en perfectas condiciones de adivinar literalmente, sin temor a equivocarnos, lo que pondrá en la última pintada de la última pared que quede en pie en toda la historia de la especie humana: "¡Qué vergüenza!"»
Qué valioso ejemplo de desesperación y de consideración del hombre como valor fundamental. Y qué lejos de la aburrida sarta de injurias a la civilización de Más allá del bien y del mal. Quien reverencia la dignidad del ser humano sabe que lo hace a una construcción voluntarista, cuyo estatuto de realidad está siempre en entredicho, y de una manera siempre electiva, despreciando así las causas que «se imponen por sí mismas» y que son casualmente las más criminales; es decir, conoce de antemano los límites de sus principios y reconoce con gallardía el fracaso público de su propuesta. Sin embargo, no dejará de advertir de los descarríos y, aunque tal vez llegue a creer inútil su denuncia, no se resistirá a la indignación y al pataleo como testimonios últimos que demuestren que al menos una persona estaba en contra.
El pesimista también sabe que el moral es sólo uno de los casos de la tragedia que nos somete sin descanso, como una condena perpetua, recordándonos nuestra libertad y nuestra incesante responsabilidad en un mundo irreducible a nuestros deseos. Nunca seremos inocentes aunque intentemos ser buenos, ni siquiera aunque practiquemos la renuncia absoluta. Otra vez lo dirá mejor Weber en esta cita de La política como vocación: «el mundo está regido por los demonios (…) Quien no ve esto es un niño»; para ir a parar en La ciencia como vocación en este apremiante eco: «no basta con esperar y anhelar. Hay que hacer algo más. Hay que ponerse al trabajo y responder a las "exigencias de cada día". Esto es simple y sencillo si cada cual encuentra el demonio que maneja los hilos de su vida y le presta obediencia». Conviviremos, pues, con los demonios.
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