domingo, 21 de mayo de 2006

¡¡¡Que llega Dan Brown!!!

El estreno de la versión cinematográfica de El código Da Vinci es otra buena ocasión para observar la falta de familiaridad con la que nos enfrentamos a las ficciones. El motivo de los que se escandalizan trata de los errores cometidos en la novela de Dan Brown, que al parecer tienen su exacta correspondencia en la película. Según se sabe por la prensa, Brown es capaz de ambientar sus ficciones en ciudades en las que ha vivido (como Sevilla), pero exhibiendo gruesos errores de documentación fáciles de descubrir para cualquier lego en posesión de una sucinta guía turística. Vamos, que mister Brown no es un historiador, ni un periodista, ni un buen novelista.

Se nos dice que en la historia de El código… la madre del cordero consiste en la existencia de una supuesta descendencia de Jesús de Nazaret, quien habría tenido un hijo con María Magdalena. Esta descendencia alcanza, en nuestros días, hasta una de las protagonistas de la novela, una policía parisina. Esta «realidad histórica» trata de ser ocultada por la Iglesia Católica amenazada allá donde más duele —en los dogmas—, cuyo brazo ejecutor es, ni más ni menos, un monje del Opus Dei —a pesar de que el Opus Dei no sea una orden religiosa—. Occidente ha sido testigo de un enfrentamiento sordo entre conspiradores y contraconspiradores que, siguiendo una hermosa dialéctica, llega hasta hoy mismo. La anécdota sed resume en cómo los protagonistas resuelven una serie de acertijos para llegar a las sorprendentes revelaciones finales.

La cosa me recuerda mucho a novelas ultramediocres como El ocho o El último Catón, seguramente tan mal informadas como la de Brown y con una parecida querencia por esa variedad ingenua del determinismo histórico que es la suposición de la existencia de vastas conspiraciones milenarias a cargo de gentes de genio, y que se remonta, seguramente, a las raíces de Los protocolos de los sabios de Sión, hijos bastardos de las novelas de Eugenio Sue y del curioso Diálogo en el Infierno entre Montesquieu y Maquiavelo, de Maurice Joly. A mi juicio, Umberto Eco alcanzó la consumación de este tipo de ficciones y, más importante aún, las convirtió en un caso cerrado en su siempre infravalorada El péndulo de Foucault.

La posición de la Iglesia Católica ante esta sucesión de booms davincianos, por una vez, es inteligente: practicar la ignorancia activa, y prestar información más fiable a los consumidores con ganas de indagar en los motivos barajados en la novela. Más divertido es comprobar cómo, en los medios conservadores afines al catolicismo —el ABC, la COPE—, aun afectando seguir este criterio, sólo lo hacen de manera un tanto unconvincing. Los críticos de cine de la radio episcopal nos advierten de que la película de Ron Howard es «aburrida, muy aburrida», pero nos lo dicen tan a menudo, de manera tan resaltada y con una condescendencia tan mal imitada que no podemos dejar de advertir un interés que sobrepasa al de una opinión supuestamente ceñida a la calidad del filme. En el ABC del viernes pasado hay dos artículos (¡y prometen más!) de opinión tratando de desprestigiar a priori la película, poniendo de relieve todas las meteduras de pata de la historia.

La Iglesia realizó, muy razonablemente, una petición a la productora para que se incluyeran en los créditos unas líneas que aclarasen que se trata de una ficción cuyo parecido con la realidad etcétera. Por motivos que se me escapan, los chicos de Hollywood no accedieron, cosa extraña si tenemos en cuenta que se trata de una advertencia muy, pero que muy, utilizada, aun en casos perfectamente inocuos y escasamente polémicos.

No obstante, esa advertencia, si bien deseable, también es perfectamente fútil si los espectadores mantienen una adecuada distancia frente al producto. En una ficción de estas características todas la afirmaciones contenidas adquieren el mismo estatuto de realidad. Por ejemplo estas dos, una supuesta afirmación de alcance sobre la historia del cristianismo y otra aparentemente más particular, ambas contenidas en el mismo argumento:

—Jesús de Nazaret tuvo descendencia.

—Una encantadora policía parisina es descendiente de Jesús de Nazaret.

Podemos enfrentar estos dos enunciados, juntamente o por separado, al mismo examen crítico porque ambos forman parte de una misma anécdota:

¿Son reales o ficticios? Forman parte de una obra de ficción y, por lo tanto, son ficticios.

¿Son verdaderos o falsos? Esta pregunta es perfectamente irrelevante cuando de lo que se trata es de una ficción. Mientras dura el período de la fruición, y si ésta es satisfactoria, se suspende la incredulidad. En cuanto se cierran las tapas del libro o se desocupa la sala de cine, se acabó.

¿Son verosímiles o inverosímiles? Que me lo cuente quien lo haya leído o visto en la pantalla, porque yo no me voy a molestar en comprobarlo personalmente.

Seguramente no se podrían contestar a estas preguntas con tanta naturalidad si se tratase de una película que no participase de todas las características del gran espectáculo. En su caso, El código Da Vinci apela a un lenguaje narrativo similar al de las películas de Indiana Jones o los videojuegos de Lara Croft y debe crear las mismas expectativas de entretenimiento y de rigor intelectual. No comprender esto es lo que ha traído el éxito de todos los libros, películas y programas de televisión arrimados al calor del éxito de Brown y compañía. En cualquier caso, yo no soy nadie para hacer recomendaciones, ni a favor ni en contra.

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