He seguido el desarrollo del enfrentamiento entre Zapatero y Rajoy en el Debate sobre el Estado de la Nación con la ilusión de encontrar algo de sustento para un post. No estaba preparado, ingenuo de mí, para tanta demagogia, tantas mentiras, tanta falta de ideas; mi reserva de paciencia se ha agotado y sólo me acerco al teclado para redactar un breve apunte (con spoilers incluidos) acerca de una película que vi más tarde: la celebrada 28 semanas después. En otras palabras, cambio a los zombis de verdad por los de mentirijillas.
No hablaré de cine, porque si lo hiciera tendría que revisar el catálogo de las últimas modas estéticas: exceso de montaje, efectismo, cámara temblequeante, teleobjetivos, regodeo en ocurrencias visuales que no pasan de ingeniosas, sustos triviales con abundancia de falsas alarmas, primerísimos planos de rostros de miradas perdidas o trascendentes, etcétera.
El recibimiento, al menos en España, ha consistido en una curiosa forma de beneplácito que pasaba por interpretar la trama como una suerte de alegoría crítica de las invasiones estadounidenses allende sus fronteras. Hay soldados, zonas de especial protección, tremendismo dramático con los marines de protagonistas, asesinos que desprecian sus propias vidas… Naturalmente, viene a la memoria la zona verde de Bagdad y otros escenarios igualmente tristes.
No vayamos tan deprisa. Es cierto que en muchos pasajes de la película los soldados son una amenaza tan mortífera para los protagonistas como los propios infectados. Sin embargo, no conviene dejar de atender al verdadero desencadenante del conflicto: la catástrofe que se lleva por delante a los quince mil supervivientes y en definitiva extiende el virus más allá del Canal de la Mancha sobreviene a impulsos tan defendibles como la nostalgia de los hermanitos, la piedad o la curiosidad científica. Cuando uno ve en pantalla las variadas escabechinas, no deja de pensar que si no se hubieran forzado y relajado las normas de seguridad —inhumanas, crudelísimas— de la zona de control, si se hubiera obedecido al alto mando que ordenaba la ejecución de la mamita portadora del virus, no habría que afrontar semejantes apuros.
Es una conclusión bastante más cínica, si no completamente inversa, a la que adelantaban apresuradamente unos cuantos comentaristas. Lo siento; últimamente no doy para más.
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