jueves, 12 de julio de 2007

Soy rebelde porque la COPE me hizo así

Hace ya un tiempo publiqué un post un tanto irresponsable acerca de la nueva asignatura de Educación para la Ciudadanía, propuesta por el Gobierno para formar en unos mínimos valores cívicos a nuestros indolentes, consumistas, prácticos nihilistas adolescentes. Digo medio en broma que fue irresponsable porque, a pesar de que aún no se sabía nada del contenido de la asignatura, me atreví a opinar acerca de su calado en unos alumnos que la encontrarían como una imposición más de los planes de estudio. Fundándome en su carácter de asignatura regular y en su obligatoriedad —no en sus contenidos, que para el caso no me parecían de relevancia—, pronostiqué que se tratará de un intento fallido y que los adolescentes, lejos de comenzar a parecernos más maduros, seguirán dándonos disgustos con su tendencia a la alienación y su en ocasiones agresivo desprecio por los conciudadanos.

Sigo opinando en torno al asunto y con una irresponsabilidad mayor por cuanto ahora, cuando sí se ha desarrollado el contenido y está más o menos accesible, permanezco en una perfecta y no disculpable ignorancia respecto al mismo. Pero bueno, tampoco voy a entrar en ese tema, sino en el rechazo que ha recibido la asignatura por parte de la iglesia católica y de los sectores vinculados a ella. He llegado a oír, en palabras de insignes representantes de la Conferencia Episcopal, que se trata de colaborar o no “con el mal”, ni más ni menos; un lenguaje digno de épocas bastante menos tolerantes.

El caso es que se está promoviendo la objeción de conciencia de los alumnos (más bien de los padres) a la asignatura, con un éxito suficiente como para constituir un verdadero problema durante el próximo curso. El Ministerio de Educación sostiene que recibir la asignatura no depende de la potestad de los padres de los alumnos y que la ley ha de ser cumplida, tanto para el caso de las matemáticas como para el de la educación cívica. Y este es el punto que quiero destacar: la libertad en las sociedades más desarrolladas entendida como la no aceptación de las imposiciones del Estado. Acaso el asunto quede un poco oculto porque quienes quieren escapar a la coacción del Estado no son hordas de militantes antiglobalización, ni siquiera simpáticos progres: son los representantes más conspicuos del conservadurismo español, convenientemente adoctrinados por la Iglesia más oficial (la que no comulga con pan comprado en el súper del barrio, vamos) y patrocinados eficazmente por la cadena cope. Si describimos el caso como una rebelión mientras echamos un vistazo a los rebeldes y a los impositores, nos quedaremos estupefactos de cuánto han cambiado las cosas en el plazo de escasos decenios.

Sería una suerte que en los textos de la asignatura se incluyera una precisa delimitación de la capacidad de oposición y de objeción del ciudadano frente al Estado; y sería una suerte porque es un asunto de la mayor trascendencia, pero para el cual no disponemos de una solución que no sea la de la facticidad pura y dura, la del resultado del enfrentamiento entre la administración y el administrado. Podríamos caer en la tentación de atajar mediante el método de dirimir en cada caso particular qué es lo justo o lo injusto, y hasta qué punto es admisible la obligatoriedad de seguir lo que el poder ejecutivo y legislativo nos indique; sin embargo nada ganaríamos con ello, porque nuestro propósito no es el de reñir por cada motivo menor de conflicto, sino el de encontrar un criterio sólido y a ser posible sencillo para dirimir estos debates. De lo contrario tenderíamos a ir por la senda de los países leguleyos, donde la excepción es la norma y la seguridad jurídica se diluye en montones de leyes y reglamentos de aplicabilidad cada vez más limitada y en cuyos huecos anida (¡tachán!) el huevo de la serpiente de la corrupción.

Lo cual no quiere decir que el contenido de los conflictos sea ajeno al problema; al contrario: los pensadores políticos han reflexionado en torno a casos tan extremos como el tiranicidio con la conclusión mayoritaria de que la búsqueda del bien común en determinadas circunstancias puede justificar, o bien exculpar, a quienes atenten. O pensemos en los impuestos; si nuestra convicción es de que suponen una carga superior a lo aceptable o de que su uso no es el debido, ¿es legítimo que dejemos de pagarlos? ¿Es más lícito defraudar a la Hacienda Pública que evitar la Declaración emigrando a Suiza? Al contrario que en el caso anterior, parece que lo aconsejable es pagar, aunque sea a regañadientes; ahora bien, si hablamos de defraudar o emigrar…

Demasiados rodeos para recordar que lo legal no es lo mismo que lo justo, y que en una sociedad que supuestamente se asienta en principios tales como la libertad de expresión de los ciudadanos sería una ingenuidad esperar que los ciudadanos no intentasen ajustar o justificar sus actos según unas pautas ideológicas que nadie puede, en principio, acallar.

Y, dada la hora que es y el sueño que tengo, dejo este texto a medias con la intención de continuarlo en otro post que, sin duda, ya están esperando ansiosamente.

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