Cuando Edmundo Dantés ha de padecer injusto cautiverio en la soledad más terrible del calabozo más ruin de la fortaleza más tétrica de la isla más olvidada del Mediterráneo, sólo encuentra dos resquicios en su negra fortuna para seguir adelante. La más importante, el bendito azar de la amistad con el portentoso Abate Faría, un verdadero Edison de las mazmorras, un Robinson Crusoe de la ergástula que ha alcanzado un curioso compromiso entre la estrechez de su condena y lo ilimitado de su ingenio. La segunda, complementar esta relación con una fuga apurada y el descubrimiento y apropiación de un tesoro digno de las fábulas orientales, el de la isla de Montecristo. Lo demás es sabido: la ejecución de una venganza minuciosa armado con las gracias que el protagonista, según parece, halla en la isla del tesoro además de unas riquezas inmensas: una inteligencia sobrenatural y una práctica ubicuidad. Quién pudiera, ¿verdad?
Es seguro que el desdichado Dantés, mientras pena en su primer y completo aislamiento, cuando nada le ofrecía el horizonte que no fueran las regulares raciones de bazofia en una triste escudilla, comienza a comprender que todos sus afanes, las promesas del trabajo productivo y del sacrificio recompensado por el amor perfecto, de la felicidad que uno se gana a golpes de esfuerzo, eran como vanidades, como los esfuerzos de un ser moribundo ya desde el nacimiento: su vida, vale decir la Vida, no tiene ningún sentido. Ni siquiera nos consta que antes fuera, además de bueno y trabajador, un joven muy piadoso.
Luego goza del favor de la fortuna y dedica el resto de la novela a cobrarse venganza de quienes le habían arrebatado su vida anterior de probo marinero y procurado la lección dolorosa del nihilismo, que le queda perfectamente grabada: aborrece (al menos hasta el desenlace) de su propia identidad y se procura tantas personalidades como le vienen en gana, incluida alguna decididamente hortera y a la moda de la época, como la de Simbad el Marino. Demuestra que su imaginación vuela mucho más alto que la de los demás, hasta el punto de que casi todo lo humano se le hace ajeno; basta leer cómo disfruta de la mazzolata veneciana (ya saben, el procedimiento de ejecución en el cual al reo: a- se le propinaba un buen mazazo en la cabeza, b- se le practicaba un tajo en la garganta y c- se le pataleaba el pecho para que el público gozase con las violentas emisiones de sangre), cómo se convierte en un verdadero demiurgo de las vidas y las conciencias ajenas... El Conde comprende.
Si, antes de conocer al bueno de Faría, alguna simpática y bien intencionada, aunque poco precavida alma caritativa hubiera podido infiltrarse sutilmente en el calabozo de Edmundo Dantés para encontrar una explicación a su desdicha, para que pudiera convertir su sufrimiento en un medio para concertar un discurso y un sentido a su existencia (pongamos: “aunque todos te consideren un traidor, aunque no tengas ya fortuna, ni familia, ni amigos, aunque tu amada esté en brazos de tu enemigo, Dios te sigue queriendo”; o “te basta con saber de la integridad de tu conciencia”), lo más seguro es que el prisionero se hubiera comportado con alguna violencia mandando a hacer puñetas a quien sostuviera opiniones tan inoportunas en semejante coyuntura. Y no digamos ya si la imprudencia llegase al intento de convencer el pobre Edmundo de que “nada, hombre, el tiempo lo cura todo”, o de que “de todo se aprende”. “¿Aprender?”, podría replicar nuestro protagonista; “¿Aprender a este precio de sufrimiento y desesperación? ¿Para qué, si puede saberse? ¿Para contar los meses hasta que se me extingan todas las fuerzas y me llegue la última hora? ¡Prefiero vivir en la ignorancia!”. Y, claro, tendría razón. Así que ya saben, terapeutas aficionados: antes de buscar tales lugares comunes para explicar las penas de los demás, procuren comprender. Otro día hablaré de la escuela Paris Hilton de pensamiento contemporáneo. Por el momento y a este respecto me conformo con recomendar de nuevo que lean a Ferlosio.
Es seguro que el desdichado Dantés, mientras pena en su primer y completo aislamiento, cuando nada le ofrecía el horizonte que no fueran las regulares raciones de bazofia en una triste escudilla, comienza a comprender que todos sus afanes, las promesas del trabajo productivo y del sacrificio recompensado por el amor perfecto, de la felicidad que uno se gana a golpes de esfuerzo, eran como vanidades, como los esfuerzos de un ser moribundo ya desde el nacimiento: su vida, vale decir la Vida, no tiene ningún sentido. Ni siquiera nos consta que antes fuera, además de bueno y trabajador, un joven muy piadoso.
Luego goza del favor de la fortuna y dedica el resto de la novela a cobrarse venganza de quienes le habían arrebatado su vida anterior de probo marinero y procurado la lección dolorosa del nihilismo, que le queda perfectamente grabada: aborrece (al menos hasta el desenlace) de su propia identidad y se procura tantas personalidades como le vienen en gana, incluida alguna decididamente hortera y a la moda de la época, como la de Simbad el Marino. Demuestra que su imaginación vuela mucho más alto que la de los demás, hasta el punto de que casi todo lo humano se le hace ajeno; basta leer cómo disfruta de la mazzolata veneciana (ya saben, el procedimiento de ejecución en el cual al reo: a- se le propinaba un buen mazazo en la cabeza, b- se le practicaba un tajo en la garganta y c- se le pataleaba el pecho para que el público gozase con las violentas emisiones de sangre), cómo se convierte en un verdadero demiurgo de las vidas y las conciencias ajenas... El Conde comprende.
Si, antes de conocer al bueno de Faría, alguna simpática y bien intencionada, aunque poco precavida alma caritativa hubiera podido infiltrarse sutilmente en el calabozo de Edmundo Dantés para encontrar una explicación a su desdicha, para que pudiera convertir su sufrimiento en un medio para concertar un discurso y un sentido a su existencia (pongamos: “aunque todos te consideren un traidor, aunque no tengas ya fortuna, ni familia, ni amigos, aunque tu amada esté en brazos de tu enemigo, Dios te sigue queriendo”; o “te basta con saber de la integridad de tu conciencia”), lo más seguro es que el prisionero se hubiera comportado con alguna violencia mandando a hacer puñetas a quien sostuviera opiniones tan inoportunas en semejante coyuntura. Y no digamos ya si la imprudencia llegase al intento de convencer el pobre Edmundo de que “nada, hombre, el tiempo lo cura todo”, o de que “de todo se aprende”. “¿Aprender?”, podría replicar nuestro protagonista; “¿Aprender a este precio de sufrimiento y desesperación? ¿Para qué, si puede saberse? ¿Para contar los meses hasta que se me extingan todas las fuerzas y me llegue la última hora? ¡Prefiero vivir en la ignorancia!”. Y, claro, tendría razón. Así que ya saben, terapeutas aficionados: antes de buscar tales lugares comunes para explicar las penas de los demás, procuren comprender. Otro día hablaré de la escuela Paris Hilton de pensamiento contemporáneo. Por el momento y a este respecto me conformo con recomendar de nuevo que lean a Ferlosio.
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