Curiosa y rarísima coincidencia, todas las películas candidatas a los Oscar de este año me resultaban, antes de verlas, muy atractivas. Lo gracioso del caso es que la ganadora, Crash, es la única que no había visto hasta hoy. Descartemos lo obvio: las dos principales opositoras eran las mejores que nos ha dado el cine norteamericano últimamente, y dignifican a unos premios que han llegado a los extremos calamitosos de ser otorgados a Titanic, Bailando con lobos, Forrest Gump, El retorno del rey y otras que olvido para evitarme mayores sonrojos.
Bueno, ya he visto Crash, ya me he quedado a gusto. La he vivido como supongo que lo habrán hecho todos sus espectadores, dejándome llevar por las continuas sorpresas que nos ofrece el guión. La primera conversación entre los dos amigos negros es reveladora: uno de ellos intenta convencer al otro de lo difícil que es librarse del estereotipo del negrata-delincuente; terminan, sin solución de continuidad, robando un coche a punta de pistola. La misma lógica de esta escena se sigue con bastante precisión y fortuna durante toda la película, sin que apenas se noten algunos efectos de carpintería de un guión estupendo; en consecuencia, uno no se avergüenza de la emoción que se vive en algunas escenas —el asalto del comerciante iraní al cerrajero hispano, con la abrupta y terrible irrupción de la hija de éste—.
Para quien quiera verlo, en Crash se comprueban, a modo de un experimento sociológico, los efectos de la libre circulación de armas de fuego, de la inexistencia de un sistema sanitario público en un país desarrollado, de la pérdida de una medida humanamente asumible en nuestras relaciones personales. A buena fe que me han quedado pocas ganas de visitar Los Ángeles.
Me he referido deliberadamente a negros, hispanos e iraníes. Hay también wasps, chinos y camboyanos. La raza o la etnia, aunque sea un atributo máximo de la inhumanidad, es lo primero que define a las personas, la medida de todas las cosas en una sociedad que ha aceptado compartimentarse. Esto y sus consecuencias de desquiciamiento general queda, creo, muy bien expuesto. ¿Servirá como advertencia contra las absurdas y discriminatorias políticas de cuotas —y creadoras de ira— a las que es tan aficionado Zapatero?
La sorpresa, presencia constante en todas las secuencias, no sólo es una argucia del guionista para entretener. Constituye parte del discurso implícito de la película, y su valor es el de recordarnos, por contraste, al incumplir una tras otra todas las expectativas, cuánta es la distancia entre lo que es y lo que nos creemos que debería ser.
Me hubiera gustado más un final acorde con el conseguido tono trágico de todo el desarrollo; eché de menos un mayor peso de la vida del político y su desconfiada esposa —lo político siempre importa mucho, mucho—; hay algún truco de guión detectable. Pero es inútil explicar aquí cuál es la película que habría querido ver. Así ya está bastante bien, y la recomiendo francamente.
jueves, 9 de marzo de 2006
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