domingo, 26 de marzo de 2006

Sobre la educación del gusto

Me admira cómo siempre que un grupo acude a una cafetería éste, por numeroso que sea, siempre se las arreglará para pedir el café de tantas maneras distintas como personas forman la clientela. Uno lo pedirá con leche; otro, cortado; el otro, solo; una lo querrá con leche desnatada y el de más allá con azúcar moreno, et cætera. También me asombra que, como si esto no fuera suficiente tormento para el camarero, haya personas de gustos especialísimos, tales como:

«Ponme un café con leche muy clarito, que la leche sea semidesnatada y fría, en vaso y con sacarina»

Que nadie me diga que no tiene amigos así, ya sea para tomarse un café, una copa o un revuelto de setas. Yo reconozco no ser una persona refinada, así que me limito a tomar nota asombrada de lo que piden quienes sí acceden a gustos tan delicados y en ocasiones estrambóticos.
Por eso me pregunto: en un acto tan banal como es el de tomar un café, ¿por qué ser tan especiales? La experiencia me ha enseñado que, cuanto más se delimita el objeto que ha de proporcionar el placer, más probable es quedar insatisfecho. En el ejemplo de antes, dos de cada cinco veces la escena continuará con una reclamación al infeliz hostelero:

«Mira, es que el café os ha quedado cargado de más; ¿me echas más leche?»

Para continuar con una exhibición de fuerza moral como ésta:

«Es que les pides un café clarito y te lo ponen oscuro como el porvenir, hay que ver, blablablá…»

Mi convicción es opuesta a la de estos sibaritas de ocasión: creo que el azar es un ingrediente fundamental la mayor parte de las veces en que alcanzamos de manera palpable y genuina el placer. No podemos dominar ni alcanzar a voluntad esa fina y casi inaprensible sensación porque para ello dependemos del objeto de deseo, sí, pero también de nosotros mismos, de la particular e irrepetible disposición del momento, de la cantidad de azúcar que hayamos ingerido media hora antes, de que el día sea soleado, de lo agradable de la compañía, de la atención que prestemos a lo verdaderamente importante. La sofisticación es antipática y enemiga del placer porque es el intento siempre fracasado de domar nuestro universo próximo, porque hace más raras las sorpresas. El orden se compadece mal y a la fuerza con la experiencia auténtica. Por favor, no convirtamos en puntillo de honor que nueve de cada diez arroces nos parezcan pasados o poco hechos, porque el que queda en su punto nos sabe a divinidad.
Nota para mis admiradores: la conversación que más detesto durante la comida es la culinaria y siempre pido el café solo largo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Un ponche cola con un chorrito de lima.
No, dos deditos.
Un poquito más.
Un poquito más.
Un poquito más.
Un poquito menos.

Falete

Anónimo dijo...

Un ponche cola con un chorrito de lima.
No, dos deditos.
Un poquito más.
Un poquito más.
Un poquito más.
Un poquito menos.

Falete