Desde el inicio de la crisis, uno de los lamentos más repetidos viene siendo la cantidad de jóvenes españoles que han emigrado al extranjero ante la falta de oportunidades laborales en su país. Un partido político los ha llegado a llamar «exiliados». Este discurso suele asumir dos bases: la primera, que la productividad y la riqueza de los españoles, nuestro futuro bienestar, quedan comprometidos ante ese caudal de conocimientos que se nos va por las fronteras; la segunda, que el fruto del gasto que ha corrido a cuenta del erario público en la formación y el desarrollo de esos talentos finalmente va a repercutir fuera y que, por lo tanto, ese gasto es una inversión perdida. El ingeniero que abandona el mercado laboral español, nos dicen, no sólo se lleva su formación, talento y capacidad de trabajo para aumentar el bienestar y la prosperidad en otras economías, sino que se lleva con él todo el esfuerzo que ha supuesto para los distintos sistemas públicos educarlo y mantenerle sano durante tantos años. ¿No es un suicidio económico para un país prescindir de los beneficios de semejante inversión?
Como suele suceder con todos los argumentos patrióticos, son dos falacias. No veo cómo ha de ser más productivo un ingeniero en paro viviendo en su país que uno trabajando en Alemania. El primero derrocha sus conocimientos, su tiempo y su ánimo en subempleos o languideciendo a costa de su familia. El segundo pone estos mismos elementos al servicio de una actividad productiva, adquiere experiencia profesional y refina sus condiciones para ser un agente económico útil. Como esto es evidente incluso para los que protestan por la fuga de cerebros, la respuesta que cabe esperar de ellos es que la administración debe «estimular» a la economía. No lo dicen con claridad, pero hablan de empresas públicas, de empleo público, de subvenciones y de protección a las empresas nacionales. En otras palabras, transferir artificialmente recursos desde los sectores provechosos hacia otros cuya productividad está en entredicho por depender, al menos en parte, de incentivos ajenos a la utilidad de los consumidores*.
Sobre el segundo argumento ha de hacerse una aclaración. El hecho de que el estado provea de algo a un individuo significa que ese algo deja de ser un bien público. Un titulado español de cualquiera de nuestras universidades públicas no ha contraído una deuda moral; su formación se ha convertido en una posesión suya o, mejor dicho, en una característica personal. Pensar de otra manera está a un solo paso de dar una limosna al pobre con la ridícula admonición: «no se lo gaste en vino»; implica que el estado no sólo debe responsabilizarse de proveer de un servicio, sino también del uso que los particulares hacen del mismo. Y si no podemos prohibir a nuestro ingeniero que emigre —eso sería violar sus libertades—, sólo nos queda encarar limpiamente el enfrentamiento entre lo público de la «inversión» y lo privado del rendimiento que procura. Si este enfrentamiento es considerado como una paradoja, sólo queda conformarse o abogar por las políticas de estímulo que he criticado antes. En cambio, si lo enjuiciamos como una contradicción, impugnamos una de las bases conceptuales de la educación pública y facilitamos un argumento a favor de la privatización del servicio.
* Nota: El caso de Abengoa nos debería incitar a la reflexión acerca los resultados de tales medidas: una empresa que, impulsada por las subvenciones y los privilegios, abraza una estrategia expansiva por encima de su viabilidad. Ahora, a los cientos (tal vez miles, si pudiéramos cuantificar todas las prerrogativas indirectas y el deterioro que éstas comportan de las condiciones globales del mercado) de millones de todos los contribuyentes de los que ya han dispuesto, se les van a sumar unos cuantos más para financiar la reorganización, despiece y probable liquidación de nuestro buque insignia de las energías renovables. Dados frutos como éstos, cabe preguntarse si el estímulo público es la mejor solución para que nuestros ingenieros se queden en casa.
Como suele suceder con todos los argumentos patrióticos, son dos falacias. No veo cómo ha de ser más productivo un ingeniero en paro viviendo en su país que uno trabajando en Alemania. El primero derrocha sus conocimientos, su tiempo y su ánimo en subempleos o languideciendo a costa de su familia. El segundo pone estos mismos elementos al servicio de una actividad productiva, adquiere experiencia profesional y refina sus condiciones para ser un agente económico útil. Como esto es evidente incluso para los que protestan por la fuga de cerebros, la respuesta que cabe esperar de ellos es que la administración debe «estimular» a la economía. No lo dicen con claridad, pero hablan de empresas públicas, de empleo público, de subvenciones y de protección a las empresas nacionales. En otras palabras, transferir artificialmente recursos desde los sectores provechosos hacia otros cuya productividad está en entredicho por depender, al menos en parte, de incentivos ajenos a la utilidad de los consumidores*.
Sobre el segundo argumento ha de hacerse una aclaración. El hecho de que el estado provea de algo a un individuo significa que ese algo deja de ser un bien público. Un titulado español de cualquiera de nuestras universidades públicas no ha contraído una deuda moral; su formación se ha convertido en una posesión suya o, mejor dicho, en una característica personal. Pensar de otra manera está a un solo paso de dar una limosna al pobre con la ridícula admonición: «no se lo gaste en vino»; implica que el estado no sólo debe responsabilizarse de proveer de un servicio, sino también del uso que los particulares hacen del mismo. Y si no podemos prohibir a nuestro ingeniero que emigre —eso sería violar sus libertades—, sólo nos queda encarar limpiamente el enfrentamiento entre lo público de la «inversión» y lo privado del rendimiento que procura. Si este enfrentamiento es considerado como una paradoja, sólo queda conformarse o abogar por las políticas de estímulo que he criticado antes. En cambio, si lo enjuiciamos como una contradicción, impugnamos una de las bases conceptuales de la educación pública y facilitamos un argumento a favor de la privatización del servicio.
Hay otros problemas asociados que merecen un análisis. Por ejemplo, la desproporción entre oferta y demanda de titulados universitarios en el mercado laboral español. Por ejemplo, el hecho de que son los titulados superiores los que emigran. ¿Por qué los ni-nis, a los que suponemos igualmente necesitados de empleo, no lo hacen? ≈
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