Los he visto hoy mismo, con las caravanas estacionadas en el mismo lugar de siempre, el solar que da a la calle Antonio Lorenzo Hurtado, cerca de mi casa. ¿Hace cuánto tiempo no les veo actuar? ¡Más de 20 años!
Creo que los Bordini son muy queridos en Valladolid, aunque tal vez me engañe generalizando el afecto que, inadvertidamente, yo les llegué a tener con mis 9 años. Tendían la cuerda desde la torre del Ayuntamiento hasta el nacimiento de la calle Santiago, metros y metros que se elevaban hasta una altura suicida. Tan larga era que necesitaban la colaboración de algunos espectadores para sujetar algunas sogas cuya función, pendientes de la cuerda floja en forma de triángulo isósceles, era la de tensarla un poco. No tardaban en encontrar voluntarios.
Varios miembros de la familia practicaban el funambulismo durante la primera parte del espectáculo. Sujetando la pértiga como si fuera un balaustre, avanzaban a tientas hacia arriba, siempre hacia arriba. Uno de ellos, explicaban, sólo tenía dieciséis años. Saludaba con la mano desde la torre, una vez ganada ésta. La primera cumbre del espectáculo era el momento en que, evolucionando en sentidos contrarios, dos de ellos se cruzaban en la cuerda. Uno se agachaba. El otro practicaba una coreografía en cámara lenta, no muy vistosa ni elegante, pero que, ahora lo sé, era admirable; lograba evitar el obstáculo. Concluida la maniobra, continuaban cada uno por su lado, escuchando la cerrada ovación del público.
Veo a una chica joven, rubia y rubicunda como sólo lo pueden ser los muy nórdicos. Está muy gruesa, y fuma con el ceño fruncido. ¿Será una de las criaturas a las que veía entonces, al pasar, jugando con sus hermanos?
Y luego venía la moto. En vez de neumáticos, tenía una especie de adaptación en las llantas, un surco que se trababa en la cuerda. La moto subía mientras nos pasmábamos con el equilibrio del piloto. Después descendía con toda gentileza, marcha atrás. Al cabo de algunas demostraciones llegaba el verdadero plato fuerte. Subido a un trapecio que a su vez colgaba del chasis de la moto, otro de los temerarios Bordini se dejaba transportar hacia las alturas, en una cota inferior a la de la cuerda. Allí, contrapesándose mutuamente, empezaban a dar vueltas de campana: una, dos, tres, yo qué sé cuántas. ¿Cómo harían para no caerse? Más cerradas ovaciones del público.
Uno de los Bordini más veteranos se encargaba de presentar el espectáculo, una voz incesante y cortés que, sin sobreactuar ni cambiar sus inflexiones, en un castellano justito y de durísimo acento alemán, lograba mantener incesante la atención del público. Pedía, sin hacer énfasis incómodos, las contribuciones de los espectadores. Presentaba a los miembros de la familia dejando ver algo del amor filial. Explicaba la dificultad de las acrobacias con la frialdad de un hombre del tiempo. Hacía que viéramos a los ejecutantes como animales raros.
Uno de los años gozaron de un patrocinio. Al acordarme de la forma de presentarlo, me sonrío sin remedio: «a nosotros nadie quiere hacernos un seguro, pero si pudiéramos lo contrataríamos en El Ocaso».
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